Entradas etiquetadas como ‘Serafina Cortés’

Me puse a vender libros en el Paseo

Con catorce años, en 1961, y con varios amigos de Acción Católica, algo que competía con las congregaciones de La Salle, organizamos una Feria del Libro en el Paseo de Almería, frente a Correos. Me dijeron que era la primera Feria del Libro autorizada desde la guerra civil. Ningún dictador es amigo de los libros. Prefieren quemarlos. Hoy lo recuerdo en el diario La Voz de Almería y en este blog de 20 minutos.es. Y mi último libro: «La prensa libre no fue un regalo.

Almería, quién te viera…(26), Publicado hoy en La Voz de Almería

Con Miquel Iceta, ministro de Cultura, en la caseta 67 de Marcial Pons en la Feria del Libro y mi libro «La prensa libre no fue un regalo». Al fondo, Juan Eslava Galán.

Almería, quién te viera… (26)

Me puse a vender libros en el Paseo

 J.A. Martínez Soler

Con catorce años, en 1961, y con varios amigos de Acción Católica, algo que competía con las congregaciones de La Salle, organizamos una Feria del Libro en el Paseo de Almería, frente a Correos. Me dijeron que era la primera Feria del Libro autorizada desde la guerra civil. Ningún dictador es amigo de los libros. Prefieren quemarlos.

La mayoría de las obras en venta eran clásicas, como El Quijote, o religiosas, como “Imitación de Cristo” que solo los de mi edad recordarán como el “Kempis”. Nos dio mucho trabajo hacer las listas de las aportaciones de cada editorial y las cuentas para devolver libros invendidos y el dinero cobrado por los vendidos. Al final, nos cuadraron las cuentas. Los libreros nos fiaban porque íbamos avalados por el padre Juan López Martín que llegó a canónigo.

Los de la JOC (Juventudes Obreras Católicas, que yo veia como un nido de ”rojos”) aportaron un par de cajas de libritos pequeños, muy baratos y pobremente editados. Decían que eran “la bomba”. Yo me compré algunos que, amarillentos, aún conservo. No estaban en el Índice de la Iglesia, por el momento, pero me consta que no eran muy bien vistos por la jerarquía católica ni por la policía política de Franco (la “brigada político-social”) que llamaban “la social”.

Algunos libritos tenían la palabra “socialismo” en la portada. “Para clientes de confianza”, nos dijo uno de los primeros curas obreros que yo conocí entonces. Nos recomendaron que guardáramos algunos de ellos debajo del mostrador que habíamos improvisado con tablas y borriquetas prestadas. Iban contra la pobreza y el hambre en el mundo. Mezclaban cristianismo y socialismo. ¡Ay, si me llegan a ver mis frailes con aquellos libros! En La Salle, el colegio que fue cárcel, los maestros nos decían que eran panfletos comunistas. No eran muy amigos de los matices.

Como uno más de los organizadores temerarios, mi primera Feria del Libro en el Paseo de Almería fue toda una experiencia enriquecedora. Por distintas razones, mi última Feria del Libro, en el Retiro de Madrid, donde acabo de presentar mi nuevo libro “La prensa libre no fue un regalo” también ha estado cargada de emociones. En la caseta de Marcial Pons, que he compartido con el gran Eslava Galán, tuve cola de amigos y colegas de Cambio 16, Doblón, TVE, El Sol, El País, 20 minutos, etc., a quienes no había visto en muchos años.

 ¿Cómo se escribe Voltaire?

Aún me gusta leer. De todo. Recojo papeles de la calle y leo lo que ponen. Debo mi afición a la lectura, en primer lugar, a mi padre. Fue un gran lector, pese a no haber tenido estudios ni siquiera de enseñanza primaria. Su madre, cosa rara en una criada de la época, le enseñó muy pronto a leer. También debo agradecer esta afición, que tanto placer me ha dado, a la Señora, doña Serafina Cortés, viuda de Cassinello. Me pasó libros infantiles y juveniles de sus nietos, algunos sin estrenar. Mi madre apenas sabía leer y escribir, y lo lamentaba, pero percibía que la lectura era buena para sacar provecho a la vida. Mi padre nos presionaba para que leyéramos más. Nos decía a mi hermana Isabel y a mí que “es difícil engañar a un pueblo que lee”. Quizás por eso la maestra Isabel Martínez Soler dedicó su vida a promover la lectura entre los niños y niñas de Almería. La biblioteca del CEP (Centro de Profesores) lleva su nombre.

En el capítulo de agradecimientos, tengo que destacar el papel decisivo que tuvo el hermano Rufino, un sabio botánico de La Salle, que me enseñó a amar la Naturaleza y a asombrarme con el estudio de los seres vivos, ya fueran dinosaurios o mosquitos. Me inclinaba hacia las ciencias. Pero hubo otro maestro, el hermano Amado de María, que me empujó hacia las letras. Era un sevillano de finísimo humor y gran declamador de poemas. Él fue quien, en el momento oportuno, me incitó a amar la Literatura. Gracias a él aprendí de memoria un montón de versos, algunos de los cuales no podría borrar de mi mente, aunque quisiera. Están grabados en mi disco duro.

Con no poco esfuerzo, conseguí olvidar casi todo el “poema del alma” de Meléndez Valdés dedicado “A Dorila”. Lo memoricé con doce o trece años. Esta estrofa, poco recomendable para un niño, no consigo eliminarla de mi mente: “La vejez luego viene/ del amor enemiga/ y entre fúnebres sombras/ la muerte se avecina.”

Ya digo que, por unas razones o por otras, la muerte estaba muy presente en la educación que recibíamos en La Salle. Ahora veo el porqué. Nada como el miedo a la muerte para captar feligreses. Herman Melville, otro cervantino, lo tenía muy claro en su Moby Dick: “La Fe, al igual que el chacal, halla su alimento entre las tumbas”.

 Yo sabía que Benito Pérez Galdós, por ejemplo, favorito de mi abuela Dolores, estaba muy mal visto por mis frailes. Le despreciaban y le llamaban “garbancero”. Nunca supe por qué. Me dijeron que algunos de sus libros (no los “Episodios Nacionales”) merecían estar en el “Índice”.

Para los jóvenes que no lo sepan, el “Índice” era entonces la lista de libros prohibidos por la Iglesia Católica cuya lectura te ponía en pecado mortal. Si te morías así, sin confesar, ibas directo al Infierno. No saben muy bien los Hermanos de las Escuelas Cristianas, incluido Amado de María, el favor que nos hicieron dándonos esa pista del “Índice”. Bastaba con que citaran una obra o un autor de esa lista negra, prohibida por pecaminosa, (“¿Cómo ha dicho, hermano, que se escribe Voltaire?”), para que lo anotáramos abierta o subrepticiamente y lo buscáramos en la Biblioteca Villaespesa que estaba en el Paseo.

Casi nunca es cierto que cualquier tiempo pasado fue mejor. Lo vemos así porque en el pasado éramos mas jóvenes y fuertes y teníamos la vida por delante. Pasear por la Feria del Libro en el Parque del Retiro de Madrid me ha dado un ataque de nostalgia (“La sonrisa al trasluz”, según Gómez de la Serna) porque me ha trasladado a un pasado juvenil al que le tengo cariño. Me ha recordado la primera Feria del Libro en la que participé con unos amigos, y con apenas unos cientos de ejemplares, en el Paseo de Almería.

En el Retiro exponen hoy más de 400 libreros con muchos miles de ejemplares y allí acuden líderes de toda clase y condición. Mientras firmaba mis últimos ejemplares disponibles esa tarde, se me acercó Miquel Iceta, ministro de Cultura, y celebró el título de mi ultimo libro. “Muy acertado”, me dijo.  Le repliqué que lo escribí para mis hijos y nietos que están creciendo en libertad y apenas la valoran. Le añadí:  «La libertad, ministro, es como el oxígeno. La valoras mucho más cuando te falta y, por eso, creo que este libro puede ser un buen regalo para la lectura veraniega de hijos y nietos que, a veces, piensan que la democracia fue un regalo y que no corre peligro”.

El ministro me dio la razón, pero no me compró el libro. Con este título no me pareció apropiado regalárselo.  Otra vez será.

Con Juan Eslava Galán, Pedro Pons y mi hijo Erik, en la caseta de Marcial Pons en la Feria del Libro de Madrid.

Con mi nieto Leo y los dos últimos ejemplares en la Feria del Libro

Cubierta de mi último libro

 

Los plásticos se ven desde el espacio

Ninguna quiebra podía rendir a mi padre, convertido, otra vez, en héroe que cae y se levanta, cae y se levanta. Un día nos dijo: “Ya lo tengo. No más obras públicas con las que solo ganan los ladrones o quienes tienen buenos enchufes con el Régimen”. Recuerdo un proverbio suyo de entonces: “De contratista a ladrón/ no hay más que un escalón/ y es tan bajo/ que lo salta un escarabajo”. Y nos lanzó su nueva idea: “Ya que tienen agua, ahora es el momento de vender los plásticos para construir invernaderos. Es el paso siguiente a las acequias que hice en el Campo de Dalías.” Hoy lo cuento en mi blog de 20 minutos y en el diario La Voz de Almería.

Mi artículo 20 de la serie «Almería quién te viera…» publicado hoy domingo, 24 de abril, en el diario La Voz de Almería.

Almería, quién te viera… (20)

 Los plásticos se ven desde el espacio

J. A. Martínez Soler

A principios de los años 60, vi un acto de solidaridad entre mis vecinos de la calle Juan del Olmo. Regresaba del colegio, al atardecer. Al llegar a la altura de la casa de don Andrés, el cura, contemplé un enorme bullicio en la puerta de mi casa. Con sus propios martillos, media docena de vecinos ayudaban a mi padre a clavar tablones en forma de U, que sirvieran para el encofrado de las “canalillas”, acequias para repartir el agua en los campos de secano de El Ejido. Las cargaban en un viejo camión Dodge, casi chatarra, que mi padre había comprado.

Prácticamente arruinado por la aventura del pozo, con el dinero que le quedó, tras vender el Cortijo de La Rumina y pagar los créditos e hipotecas, mi padre empezó un nuevo negocio. Otro sueño – ¡madre mía! – ligado al agua. Ganó un concurso público por el que se comprometió con el Instituto Nacional de Colonización a construir las acequias de hormigón que repartirían el agua de los nuevos pozos del Campo de Dalías, entre El Ejido y Roquetas. Era un secano, como el de La Rumina, lleno de piedras, lagartijas y espinos.

Terminó la construcción sin apenas obtener beneficios. Fue a la subasta con un precio muy bajo para asegurarse la concesión de la obra pública. “Lo comido por lo servido”, decía. Se hizo fotos ante el cartel oficial de las primeras obras de regadío de El Ejido, que llevaba el nombre de su flamante empresa como adjudicataria de aquellas acequias de bloques y hormigón. Le vi contento con su primera obra.

Le pregunté por qué no había ganado dinero con esas acequias de Colonización de las que estaba tan orgulloso. Me dio dos razones. Primera: meses después de haber ganado la subasta pública, el cemento había subido de precio por el nuevo boom de la construcción. Aunque a veces lo hacía, el Gobierno no quiso, en su caso, revisar los presupuestos de la obra de acuerdo con los nuevos precios del cemento. Con eso, se estrechó su margen de beneficio. “No tenía agarraderas”, me dijo, “o sea, enchufes con los gerifaltes del Régimen”.

Segunda: ofreció un precio muy bajo, ajustando mucho los costes, para ganar el concurso frente a los competidores. Mi madre dijo que era un ingenuo, incapaz de hacer trampas como los demás, y que le iban a despellejar si seguía de contratista de obras públicas. Más tarde, me enteré de cómo se hacían muchas subastas de obras públicas. O, mejor dicho, las pre subastas.

Los contratistas de obras, que estaban dispuestos a acudir a la subasta se reunían en unos cafés cercanos a la Delegación del MOP (Ministerio de Obras Públicas). Creo que se llamaban La Parrilla y El Pasajes. Tenían los sobres sin cerrar con la documentación preparada para entregar al Registro Oficial del MOP. Cada uno de ellos escribía en secreto en un papel, incluso en una servilleta del bar, la cantidad de dinero que estaba dispuesto a repartir entre los demás si le dejaban ganar el concurso. El que ofrecía más dinero a sus colegas competidores se quedaba con la obra. El ganador no tenía que arriesgarse con una fuerte bajada del coste previsto por el Gobierno. Todos ganaban con aquellos concursos amañados. Todos, menos los contribuyentes. Aquello tenía toda la pinta de ser delito de estafa, prevaricación, tráfico de influencias y alzamiento de bienes.

Mi padre cae y se levanta

Mi padre hizo un par de obras más: unos kilómetros de carretera, asociado con Enrique Barrionuevo, y un pequeño puente. Volvió a arruinarse. Me contó que una vez se puso a fabricar caramelos y jabón. Obtuvo las fórmulas en una enciclopedia de la Biblioteca Villaespesa. Ninguna quiebra podía rendir a mi padre, convertido, otra vez, en héroe que cae y se levanta, cae y se levanta. Un día nos dijo: “Ya lo tengo. No más obras públicas con las que solo ganan los ladrones o quienes tienen buenos enchufes con el Régimen”. Recuerdo un proverbio suyo de entonces:

“De contratista a ladrón

no hay más que un escalón

y es tan bajo

que lo salta un escarabajo”.

Y nos lanzó su nueva idea: “Ya que tienen agua, ahora es el momento de vender los plásticos para construir invernaderos. Es el paso siguiente a las acequias que hice en el Campo de Dalías.”

En ese nuevo negocio, que prometía un futuro espléndido, no se metió solo. Se asoció con don Paco Cassinello, capitán de Caballería, que tenía el capital y los contactos oficiales de los que mi padre carecía. Le conocía desde niño ya que era hijo de doña Serafina Cortés, viuda de don Andrés Cassinello, donde mi abuela paterna había trabajado de criada desde que, viuda con dos niños pequeños, salió de Tabernas. Mi padre había sido botones del suyo.

Pasados los años, mi padre me llevó un día a los montes de Vícar. Desde allí se divisaba un inmenso mar de plástico y un ir y venir de grandes camiones frigoríficos cargados de hortalizas camino de los mercados europeos. El sol se reflejaba con fuerza sobre la superficie plateada, a veces dorada, de los invernaderos. Oro verde. El Ejido era la California de Europa. Su huerta. Mientras mi padre se arruinaba una y otra vez, la provincia de Almería se iba enriqueciendo con el turismo y con el riego de bancales arenados cubiertos de plástico y plantados de hortalizas… y hasta de flores. Nuestros hermanos y vecinos israelíes, también de desierto, perfeccionaron la técnica del gota a gota en 1965. Esa tecnología ha hecho florecer a Almería con huertas y prosperidad.

En menos de 20 años, mi tierra ya no era una fábrica de emigrantes, como cuando yo salí en busca de estudios, amores o fortuna. Todo lo contrario. De toda España, y de África, acudían hombres y mujeres en paro en busca de un futuro mejor. En apenas dos generaciones, Almería había pasado de ser la penúltima provincia más pobre del país a ser una de las más ricas y dinámicas. Gracias, especialmente, a los invernaderos y al turismo.

El pozo que construyó mi padre en la ribera del río Aguas convirtió en regadío las tierras secas de La Rumina, a la orilla del Mediterráneo. Poco después de vender su finca agrícola, dio agua para la construcción de chalets y hoteles para turistas. Luego hizo pequeñas obras públicas. Entre ellas, se sentía especialmente orgulloso de la canalización del agua en el Campo de Dalías. Don Bernabé, el ingeniero de Colonización, le felicitó por la calidad de su obra.

Antes de jubilarse como contable en la gasolinera de Las Lomas, mi padre fue un pionero/visionario que se adelantó a su tiempo. Llegó demasiado pronto a las dos revoluciones que han desarrollado mi tierra: el turismo y los invernaderos. Mi esposa (awestley.com) le hizo un homenaje con su óleo “Mar de plástico”. Cuando lo veo, recuerdo lo que mi padre me dijo aquella tarde, lleno de orgullo, desde los montes de Vícar: “Los astronautas han dicho que estos plásticos se ven desde el espacio. Dos cosas distinguen bien, mientras orbitan alrededor de la Tierra: la muralla china y nuestros invernaderos”.

Sus ojos brillaban tanto como los plásticos. Si eran lágrimas, que no querían brotar, lo eran de alegría, no de tristeza. Entonces, apareció, cómo no, don Quijote. Me dijo: “El hombre es hijo de sus obras”.

Ese era mi padre, el Rumino. Cuántos héroes anónimos, como él, tiene nuestra historia. Si vemos más, como decía Isaac Newton, es porque nos erguimos sobre los hombros de gigantes.

Mi padre, Pepe, el del Cemento, en La Rumina (Mojacar)

 

Mi padre, con chaqueta, en el almacén de Cementos Goliat (calle Pedro Jover, 1, Almería).

Mi padre, ante el cartel de su primera carretera.

Don Ginés, obispo almeriense de Getafe, comenta el óleo «Mar de plástico» con la autora, Ana Westley (awestley.com), mi esposa, y el concejal de Cultura de Getafe (Madrid)

 

 

 

 

Lazarillo de mi tía ciega

Ya soy profeta en mi tierra. El director del diario La Voz de Almería, Pedro Manuel de la Cruz, ha publicado mi artículo 4 de memorias de infancia y adolescencia ¡en domingo! A muchos les parecerá esto una minucia, pero para un jubilado feliz y vanidoso como yo esto significa que aún soy alguien en mi tierra… O bien, que, por las fiestas, no tenía nada mejor a mano en la nevera de la redacción. He sido cocinero antes que fraile y sé lo que se cuece en la cocina.

Mi recuerdo de mi tía Matilde publicado hoy domingo en La Voz de Almería.

Es la única foto que conservo de mi tía Matilde. Al encontrarla en mi sótano no pude reprimir los buenos recuerdos que guardo de ella. Copio y pego en mi blog de 20minutos.es el texto del artículo en Word, en un cuerpo más grande y cómodo, para los de mi edad que no sepan agrandar este PDF en el móvil con sus dedos.

Almería, quién te viera… (4)

Lazarillo de mi tía ciega

 J.A. Martínez Soler

Hace unos cuarenta años visité a mi familia de Tabernas (Almería) para que conocieran a mi hijo Erik. En cuanto vi los cuartos/buharilla de la servidumbre (las “camarillas”) me acordé de lo mucho que aprendí como Lazarillo de mi tía Matilde. Fue mi maestra em el arte del disimulo.

Matilde Martínez Madolell, hermana de mi abuelo paterno, era una superviviente sagaz. Solo veía bultos o manchas en movimiento. A veces, ni eso. Únicamente, sombras. Pero no era ciega de nacimiento. Perdió la vista en plena juventud. Cuando yo tenía ocho años, me decía que podía imaginar lo que le contaba “como si lo estuviera viendo”. Hasta su muerte, ella fue la última de los Martínez que vivió en una de esas “camarillas” de Tabernas que dieron nombre a toda mi familia paterna.

Mi abuela, Dolores Idáñez, salió huyendo de la miseria de Tabernas, a pie, en los años veinte, con dos hijos pequeños. Aterrizó de sirvienta en la casa señorial de doña Serafina Cortés y de don Andrés Cassinello. Pocas veces regresó a su pueblo. Su marido, mi abuelo Juan, había muerto por la epidemia de gripe del año 1918, mal llamada “española”. Nunca pude imaginarme lo que dignificó aquella tragedia europea hasta que viví la pandemia del coronavirus. Casi toda su familia había huido de la pobreza, como ella, pero a lugares más lejanos: Argentina y Cataluña.

Cada vez que mi tía abuela venía a Almería, a tratarse los ojos con doña Elena, su oculista y protectora, yo era su lazarillo. Lo hacía, casi siempre, con mucho gusto. Y ella, la mayor y más fina halagadora que he conocido en mi vida, me mimaba. Me traía caramelos y un puñado de almendras. Decía que yo era su lazarillo favorito. Era el único.

No sé si fui buen lazarillo. Sí fui, casi seguro, su mejor alumno en el arte de halagar con finura. Sin que apenas se notara. De ella aprendí la eficacia del halago crítico, el más provechoso de todos para el ejercicio del periodismo.

-“Tiene usted un defecto muy grande y se lo digo de corazón: su perfeccionismo, tan exagerado, no le favorece”, decía mi tía a su protector o protectora.

Un halago como éste entra fácil en el sujeto digno de tales presuntas alabanzas. Es creíble, pues va envuelto en suave crítica. Libre de resistencias y prevenciones, el ego del receptor engorda, sin percatarse del efecto retardado del halago crítico. Le estalla dentro. Y lo agradece el doble. Doble propina para mi tía Matilde. ¡Qué habilidad y delicadeza en sus engaños! En ocasiones, lucía tanta mala leche como el ciego de Tormes y tanta picaresca como su Lazarillo.

En la capital, yo era su bastón habitual. Cogida de mi brazo, íbamos andando, a veces a paso ligero, a su consulta oftalmológica y a una ronda de visitas, casi siempre las mismas, que yo conocía como la palma de mi mano. La doctora nunca le cobró ni un céntimo por sus revisiones de ojos ni por sus tratamientos. Al contrario, le daba gratis sus pomadas y gotas. Además, cuando ya no le quedaban pacientes en la sala de espera, nos daba de merendar a los dos y le preguntaba por su vida en Tabernas y por la de sus conocidos. Al despedirse, doña Elena le metía disimuladamente unos billetes en el bolsillo. “¡Que Dios se lo pague!”, le decía mi tía agradeciendo la limosna.

Ella sabía casi todo sobre la gente rica del pueblo. Podría haber sido una gran periodista del corazón, en la sección que entonces se llamaba “Ecos de Sociedad”. Tenía poca vista, pero no perdía ningún sonido. Los acechaba. A falta de ojos, oído avizor. Estaba al corriente de las novedades, detalles, minucias, escándalos, rumores y habladurías de la gente principal, cuyas casas frecuentaba en busca de limosna, comida, información o compañía.

Catedrática del disimulo

Recogía información a espuertas. La distribuía, eso sí, con cuentagotas. Despachaba las migajas más sabrosas o morbosas con gran eficacia. Compadecía, casi al borde de la lágrima, las desgracias que sufrían los conocidos de Tabernas y otros pueblos de alrededor. Conocedora de que la envidia era, como ella me decía, “el deporte nacional de España”, nunca relataba éxitos ajenos, de personas ausentes, que pudieran reducir la limosna del oyente. Daba gusto verla y oírla. Gran actriz. Lo hacía con una habilidad y sutileza que jamás encontré en los diplomáticos de carrera. No le faltaban moralejas ni jaculatorias muy adecuadas para cada momento. Catedrática del disimulo.

Era orgullosa. Y muy limpia. Procuraba no dar nunca lástima a nadie. Les hablaba con modestia, pero sin servilismo. Más de una vez, como si actuara de maestra, la escuché dar broncas cariñosas a sus protectoras. “Usted siempre ha sido más generosa; muéstrese como ha sido hasta ahora: la mejor. Y discúlpese”, les decía, por ejemplo, ante las críticas a otra igual. Mi tía gesticulaba y movía su cabeza como si sus ojos grises, cubiertos por gafas oscuras enormes, escudriñaran el escenario.

En ocasiones, exhibía un cierto mal genio, controlado o fingido, para dramatizar mejor el relato. Por encima de todo, manejaba su lengua como un florete de seda.

Cuando entré en la adolescencia, y fui más consciente de sus actuaciones magistrales, aumentó mi comprensión hacia el comportamiento de la tía Matilde hasta disculpar sus engaños de mendiga pícara. Me reía mucho con ella. A esa edad, pude apreciar mejor su arte al repartir los halagos, y las migajas informativas, entre sus protectores. Era exquisita y habilidosa. Otro ejemplo inolvidable:

-“Hace usted muy bien en alegrarse del éxito de Fulanita; en eso, demuestra usted su grandeza. Compadecer un fracaso no tiene mérito, lo hace cualquiera. Usted es muy especial”.

De adulto, al analizar el qué y el porqué de las limosnas, comprendí que ella era una superviviente de muchas tragedias. Era la más pequeña de su familia. Quedó huérfana siendo una niña. Era muy guapa. Perdió a su novio en la gripe de 1918 que asoló el país. Por lo mismo, también murió su hermano favorito, mi abuelo Juan. Nadie sabe por qué, un día sufrió lo que mi prima Amalia llamó “un pasmo” y se quedó ciega. Ciega, sola y pobre.

Sus protectores, mayoritariamente mujeres de buena posición, le daban regularmente limosnas, en dinero o en especies, a cambio de chismes, misas y oraciones por sus almas y las de sus muertos. O, quizás, simplemente, por la oportunidad que les brindaba de sentirse mejores personas; la oportunidad de poder ser caritativas. Ella explotaba ese favor que hacía a sus protectoras.

Era incapaz de anotar por escrito los encargos que recibía de misas, novenas y otros rezos y liturgias por la salvación del alma de sus mecenas fallecidos y asociados. ¿De qué podían servirle las notas si no podía leerlas? No le hacían falta. La tía Matilde había desarrollado una memoria prodigiosa. No se le escapaba ningún encargo.

Abrigada con un enorme mantón negro y pañuelo del mismo color, que cubría un moño gris perfectamente armado, pasaba muchísimo tiempo en la iglesia parroquial de Tabernas. También en la de los Franciscanos, cerca de mi casa, adonde yo la llevaba y la recogía fuera de las horas de clase.

En el fondo, no debía de ser muy beata. A veces, yo me preguntaba si creía en Dios o todo en ella era puro teatro. Sin duda, la cercanía al altar le podría resultar muy rentable. Creo que exageraba su piedad religiosa que, a veces, rozaba la mojigatería. Al pasar tantas horas en las iglesias consolidaba su prestigio de mediadora ante Dios, la Virgen y los santos. A mí me parecía, más bien, una persona bastante práctica y cínica. Bueno, quizás, más pícara que cínica. Dominaba el arte de engordar los egos ajenos y amansar los miedos de sus benefactores. El miedo a la muerte estaba de su parte.

De no ser por la ceguera, mi tía abuela podría haberse hecho rica como vidente o asesora de empresas. Una vez le oí decir que, si olvidaba rezar o pagar unas misas a favor del alma de alguien, cuyo encargo tenía, y había cobrado, no había forma humana de cursar reclamaciones “desde el otro barrio”. Cogida de mi brazo, sin mirarme con sus ojos secos, como si hablara para ella misma, me decía:

-“Sería la primera vez que alguien regresara del purgatorio para exigir su pase al cielo por las misas que yo olvidé pagarle al cura”.

Acto seguido, me apretaba el brazo y soltaba una risita que a mí me parecía muy reveladora de su carácter. Y de su inteligencia práctica. Siempre agradecí sus enseñanzas y admiré su maestría.

Pie de foto:

Con mi tía Matilde y mi hijo Erik, junto a las camarillas, al pie del castillo de Tabernas.