Existen, básicamente, dos tipos de malas secuelas:
Están las que surgen de un éxito que se pretende alargar en un sinsentido y acaba, inexorablemente, por convertirse en un fiasco absoluto (como podrían ser, por ejemplo, las secuelas de Psicosis). Y luego están las que son un sinsentido de por sí y, en un esfuerzo por aportarles algo, cuelan como segunda parte de algo que haya triunfado, aunque no tengan nada que ver.
Pues la película de Mila Kunis de la que vamos a hablar pertenece al segundo grupo.