Érase una modelo a un cigarrillo pegada.
Su época de esplendor fueron sin duda los años ’90, cuando su imagen como modelo era conocida internacionalmente en la industria de la moda.
Supermodelo, de hecho. De aquella época en que los principales nombres femeninos de la pasarela aparecían en revistas adolescentes como Bravo o SuperPop para servir, teóricamente, de referente, con sus consejos de belleza, estilo y dieta. Entre los grandes nombres de entonces estaba el suyo, icono de (una vez más, teóricamente) lo «incorrecto y subversivo»: Kate Moss.
Se la denominó «la musa de Karl Lagerfeld» y, aunque es cierto que los ’90 fueron sus años de oro, todavía en 2012, y según la revista Forbes, era la segunda modelo mejor pagada del mundo.
Era ese momento, quizás, en que la imagen de la supermodelo empezaba a alejarse de la mujer correcta y fabulosa, y las campañas de moda comenzaban a convertirse en una especie de nueva idolatría de lo decadente. No en vano, una de las primeras campañas de Moss fue para Calvin Klein con el también incorrectísimo y exconvicto Marky Mark, a quien ahora conocemos como Mark Wahlberg.
Tenía mucho que ver, tal vez, en esa imagen suya de supuesta incorrección el hecho de que, en la mayoría de las fotos que le hacían sin que fueran posados, salía con su eterno cigarrillo adosado a la mano. Y si comento esto es porque no deja de resultar sorprendente que esto haya sido, precisamente, lo que hizo que hace unas semanas medio mundo hablara de ella, y no para bien.