Los acordes de “Bye, bye” el último éxito de los Babasónicos me avisa de que lo bueno acaba de empezar. Los Babasónicos en el mismo escenario donde tocaron Os Mutantes, Adrián Dargelos es carisma hecho cantante y, detrás Carca, con sus patillas infinitas, toca pandereta y guitarra hasta que introduce sus manos de gigante en un theremin. Se levanta el polvo de los fanáticos. Enseguida suenan “Los calientes” y “Putita”. Babasónicos nos llevaron de la mano cuando éramos jóvenes. Una elección exquisita de repertorio, de amor salvaje, desbocados y atemporales. La aristocracia de la música pop, capaces de pasar de la electricidad farragosa al disco y vender un bolero a ritmo de garage. “Irresponsables”, “Pendejo” o el doblete clásico de “Carismático” y “Yegua” que ya pinchábamos en el Candy Warhol de Zaragoza en el 2005.
Era VIVELATINO y en el escenario principal es el final del concierto de Coque Malla. Las pantallas muestran a un artista que no envejece. Coque ha publicado discos de carácter intimista, alejados del rock stoniano de su banda. Pero el sol empezaba a decaer y todos parecíamos bajos de azúcar marrón. Así que, como un niño travieso pregunta al público, ¿queréis una de Los Ronaldos? Pero solo una, nada más. Y acaba haciendo tres. Es el momento generacional. El primero del festival. Los que vivieron los noventa. “Por las noches”, “Adiós papá” y “Guárdalo”. Eso es dejar un buen sabor de boca.
En la vida hay que tomar decisiones. Mientras el mundo se dirigía a Mon Laferte yo caminaba con paso firme hacia el escenario VUSE -que acabó siendo mi favorito, por espacios, sonidos y propuestas-, para dejarme llevar por Centavrvs. ¿Por qué, Octavio? Porque yo voy al VIVELATINO a degustar buena cumbia, a hipnotizarme con la sangre del volcán y eso, eso solo me lo dan los Centavrus: revolución mexicana con beats en vez de cañonazos. Arremango de bajo y teclados, bailanta mántrica, voces mínimas, Esquivel y soplidos de dioses faltos de adoración. Sonaron orgánicos, sonó “El efecto” y “Levante la mano”.
Volver a ver a los Aterciopelados es como encontrarse contigo mismo cinco, diez, quince años después. O un día. O Un simple parpadeo. El sonido es perfecto. Guitarra, bajo y batería. No hace falta más. Todo está lleno de música y amor. Una buenísima elección de repertorio: Abrir con “Cosita Seria” y hacer “El estuche”, “Maligno”, “Baracunata” o “El álbum” son clásicos de la gente. Aterciopelados es, quizá, la banda más conocida por el público europeo y español de toda Latinoamérica. Y la más adorada por la gente de Zaragoza. Cuando comienza el enlace final de “Florecita rockera” y “Bolero falaz” entre el público mi memoria, mi historia, salta sobre mí haciendo un pogo y lo abrazo. Pienso en mi hijo y deseo que algún día sea tan feliz como yo viendo un concierto de Aterciopelados con sus amigos.
Después de Aterciopelados toca correr hacia el escenario Ámbar. Habían empezado León Benavente, se escuchaba “Estado provisional” de su primer disco. Todo era como un mar rojo, más parecido a la sangre que al vino. Una escenografía que tenía algo de robótico hasta que Abraham Boba fue encendiéndose. Coger velocidad sin química: el temblor sintético, los animales salvajes que montan una estampida (“Disparando a los caballos”), a baile de San Vito, pieles arrancadas (GLORIA), pinturas negras de Goya (“Ser brigada”), remedos de los Stooges pasados por los sintetizadores de Alan Vega (TIPO D) y el recitado macarra (“Ayer salí”). Leon Benavente merece un visionado completo. Eso está claro. Si hay una banda exportable a Latinoamérica, son ellos: saben juntar los dientes rotos del bolero con la electricidad enferma de la no-wave. La parte más oscura del DF, los clubes del conurbano bonaerense, el circuito que dejó sembrado Buitrago en Bogotá… todos saben que allí el alimento es abundante.
Mis ojos se cierran. Esa noche soñaré con Morrissey. Soñaré con él porque Mikel y Camilo estará el día siguiente en los escenarios.