Viviana Fernández: “Mi niño no dibuja ni escribe, tampoco lo intenta“ #DíaMundialAutismo

La periodista gallega Viviana Fernández es autora de tres libros. Dos son novelas, Taradas (2010) y La voluptuosidad de la tristeza (2012). El tercero, el más reciente, es Te dibujaré una armadura (La esfera de los libros’, que define como “una obra autobiográfica y poética en la que relato la relación que tengo con mi hijo Otto de diez años de edad y diagnosticado de Trastorno del Espectro Autista”.

Este 2 de abril, día mundial del autismo, su libro merece cobrar protagonismo. Lo merece porque escribir sana. La sana a ella al hacerlo, igual que me ayuda a mí, pero leerlo también puedes ser bálsamo, compañía, para muchas otras personas.

Viviana me ha permitido compartir aquí, con vosotros, tres fragmentos escogidos en los que la prosa poética de prosa poética en los que se aprecia el amor por su hijo, el peso de unos sentimientos que levantan el vuelo, ya ligeros, con el paso del tiempo y la reflexión.

Tres ejemplos de lo que pueden ser sentir el tener un hijo con autismo.

XIX
A la felicidad hay que ponerle anzuelos, porque está por todas partes, pero rara vez en la superficie. Está en el doble fondo de las cosas, en las personas, si las miras al trasluz, en el sonido de algunas palabras cuando dejan de ser pronunciadas.

Hay una alegría instantánea siempre que cogemos el metro, por ejemplo, o el tranvía en Lisboa, también cuando persigues palomas en las plazas.

Y vamos profanando dolores que ya no duelen, tapando heridas con lo cotidiano, esparadrapo de actualidad. Mi niño pasa por la vida todo de algodón y trapo. Nada le lastima. Nadie le hiere. Y yo voy volviéndome de acero rosa.

La noche ruge y nosotros dormidos abrazados.

XXVI
Otto, amor infinito, un océano de vocales y consonantes nos separan y no consigo traerte a la orilla, a mi lado del mundo que es el único que conozco. Y tú me llevas de tu manita a lugares inexistentes que sólo tu ves, a mi propia infancia que has despertado y alejado para siempre, al dolor más profundo porque en él te quiero aún más fuerte. Ottiño, avivas lo que en mí hay de salvaje y bárbaro, para protegerte, lo más dócil y tierno, cuando me abrazas y nos encontramos fugazmente en el lenguaje universal del amor. Mi Otto, eres la medida de mi alma y de mi universo, no hay nada entre tú y yo, salvo el mar de palabras que te tiene preso en tu isla mágica, y vas al encuentro de la vida y no puedo acompañarte nunca del todo, con tu risa inmensa, con tus ojos inmensos, con tu amor inmenso, y tu genio, y tu curiosidad y tus rabietas. El mundo es un enigma para ti y tú para el mundo. Deidad, ninfa, sirenas, Otto. Quererte en tu orilla de luz, secar este mar, separarlo, llegar hasta ti, al encuentro efímero de mis dos carnes. Te veo crecer, jugar, sonreír y me enamoro más de ti, si cabe, de tus ojos redondos y de tu piel blanca y el mar de palabras ahogadas e inertes me atraviesa y me deja sola, terriblemente sola en mi lugar del mund

XXI
Mi niño no dibuja ni escribe, tampoco lo intenta. Coge el lápiz o la cera, hace una raya y con eso es suficiente. Entonces le obligo a hacer sus cuadernos de caligrafía, a unir puntos, a crear formas. Se concentra, se esmera, pone interés y después vuelve corriendo a su lado de la orilla, a donde quiera que él vive, adonde no puedo acompañarle.

Otto desclasado entre los niños, fuera de su tribu es, sin embargo, poeta y hace juegos de palabras. Dice, por ejemplo, que quiere ir al bosque encantado de conocerte y nos ponemos contentos, un rato, y nos reímos, a penas unos segundos, y después nos quedamos tristes y pensativos mucho tiempo, ningún poema ha conseguido emocionarnos tanto, ni hacernos reflexionar, ni Salinas, ni Neruda, nadie. Ottiño nos lleva a donde no hemos estado nunca y quisiéramos regresar con él lo antes posible a casa.

El niño sobre el cuaderno, violentado, abrumado, desprendido de sí mismo. Soy mi padre obligándome a hacer las tareas, a mirar el libro, a memorizar textos, en definitiva, a entrar de nuevo en la fila recta de la infancia, a estarme quieta en la escalera mecánica con dirección a la selva laboriosa y jerarquizada de los adultos.

Pero Otto no es yo y solloza sobre la libreta. Le abrazo horrorizada de mi propia brutalidad, de mis ansias de retenerle en la cinta de acero para que suba peldaños, para que entre cuanto antes en el gremio de los niños que pintan y escriben y conocen las letras.
Mi hijo es un pájaro silvestre en una jaula para canarios que es la civilización y la gramática y yo soy su triste carcelero.

Mi hijo es el árbol salvaje enderezado por el palo, podado por un jardinero sin alma.
Mi hijo es el balcón abierto y primaveral al que he de poner persianas y barrotes.

Qué estúpida laboriosidad del día con su cielo de trampantojo, las ideas, los conceptos, la ortografía. Todo sobra y estorba. Cerramos el libro.

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