Europa inquieta Europa inquieta

Bienvenidos a lo que Kurt Tucholsky llamaba el manicomio multicolor.

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El segundo rapto de Europa

(Una confesión modestamente audaz: no soy un experto en Europa. Tampoco formo parte de ningún think tank ni estoy a sueldo de grupos de presión, instituciones internacionales o asociaciones de víctimas. Me gustaría poder presentarme como espectador comprometido, a la manera de los muy europeos Albert Camus y Raymond Aron, pero ese es un privilegio que te otorgan siempre los demás, y nunca antes de cumplir 47 años.)

Los europeos somos moralistas y descreídos. Moralistas hacia afuera y descreídos hacia dentro. Nos juzgamos con una severidad impropia de otras civilizaciones (quizá por haber sido los inventores, como recuerda a menudo John Luckacs, de esa mosca cojonera que se conoce como conciencia histórica). Nuestro deporte preferido –fútbol aparte– consiste en indagar día sí y día también sobre la naturaleza brumosa de nuestra incómoda identidad común.

Montañas de papel a la entrada de la sala de prensa del PE de Bruselas. (N. S)

Montañas de papel a la entrada de la sala de prensa del PE de Bruselas. (N. S)

Tantas preguntas (demasiado a menudo sin respuesta) sobre nosotros mismos, algo a priori inteligente y que revela madurez como pueblo, nos ha conducido a una delicada situación. Europa –y su criatura política, la UE– se han convertido en una corte bizantina, en una profesión (procesión) para (de) especialistas. Algo así como un interminable documento PDF ahíto de tecnicismos, metáforas gastadas y de acceso muy, muy restringido.

Europa ha pasado tantas décadas dormitando en el pesebre de sus propias discusiones ontológicas –la prosperidad y la seguridad parecían a salvo– que ha descuidado una parte importante de la ecuación: sus ciudadanos. Hoy, cuando la historia –es decir, el conflicto– ha regresado al continente, los mitos fundacionales de la Europa moderna parecen frágiles castillos en el aire, inocuidades de privilegiados con demasiado tiempo libre para mirarse en el espejo.

Del confortable qué somos hemos pasado, en muy poco tiempo, al urgente y leninista qué hacemos. Qué hacemos para devolver la confianza a unos ciudadanos desafectos que cada vez sienten menos Europa; qué hacemos para recuperar la solidaridad entre Estados que se ha resquebrajado; qué hacemos para sustituir a una élite que en su momento impulsó la idea de un estados unidos europeo y que ahora languidece.

Mural que representa el mito del Rapto de Europa, situado en la última planta del PE de Bruselas.

Mural que representa el mito del Rapto de Europa, situado en la última planta del PE de Bruselas.

Escribir sobre Europa se ha convertido en un vicio circular, casi onanista. Hay pocos textos sobre el continente que no contengan su buen puñado de clichés europeístas (o euroescépticos). Desde un desganado ensayito de Habermas, el intocable, a un pomposo documento del Comité de Sabios, cualquier reflexión está aquejada de los mismos lugares comunes: superficialidad intelectual, inmovilismo institucional y artificiosidad académica. Es el peligro de escribir sobre Europa: uno se siente cómodo no llegando a ningún sitio.

No me engaño ni os engaño: indefectiblemente, cometeré Europa. Caeré alguna vez –espero que pocas– en los defectos arriba mencionados. Seré superficial y banal, en ocasiones; previsible y burocrático, en otras. Seré, ay, un europeo como los que no querría que volvieran a existir jamás.

Ahora mismo, quizá como vosotros que habéis decidido leer esto porque también os importa algo Europa, estoy hecho un lío. La diferencia es que a mí me han ofrecido la oportunidad de escribir sobre mi lío, y de paso sobre el de mis contemporáneos. Me refugio en el dios Montaigne para no emborronarme más: «¿Para qué huir de la servidumbre de la corte si la arrastramos hasta nuestra propia guarida?».