¿Es la suspensión de patentes la solución al «vacunas para todos»? Una historia para pensar: el incidente Cutter

Cuando mi hijo pequeño me preguntó por qué hay que trabajar para conseguir dinero, y por qué hay que usar dinero para comprar cosas, me pilló. No es que no conozca los fundamentos básicos de la economía, creo que como cualquier ciudadano medio. Pero tratándose de algo en lo que no soy un experto, estoy seguro de que patino a la hora de intentar explicarlo, sobre todo a un niño que a tales efectos es un extraterrestre recién llegado a un mundo que aún no entiende.

Creo que esto mismo es lo que está ocurriendo generalmente con la discusión sobre la suspensión de las patentes de las vacunas de COVID-19. Es un debate a medio gas, porque la gente tiene otras preocupaciones más urgentes, como saber cuándo les va a tocar el turno de vacunación a ellos. Pero observo que, cuando se pregunta en la calle, predomina esta idea simple y errónea: deben suspenderse las patentes, ya que no puede ser que las avariciosas farmacéuticas estén quedándose para ellas un secreto que debe liberarse para toda la humanidad, porque salva vidas.

En primer lugar, es importante aclarar que las patentes no protegen un secreto, sino una propiedad. Un secreto lo protege una caja fuerte. Ejemplo: la famosa fórmula de la Coca-Cola.

Vacuna de AstraZeneca. Imagen de Arne Müseler / arne-mueseler.com / CC-BY-SA-3.0 / https://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0/de/deed.de via Wikipedia.

Vacuna de AstraZeneca. Imagen de Arne Müseler / arne-mueseler.com / CC-BY-SA-3.0 / https://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0/de/deed.de via Wikipedia.

Cuando se patenta algo, se explica con todo detalle qué es lo que se está patentando. La patente sirve para certificar ante el mundo que alguien es el propietario de esa tecnología, y que por lo tanto otros no pueden fabricarla ni venderla sin el permiso del propietario. Pero dado que las patentes son públicas, cualquiera puede leerlas, copiar esa tecnología, fabricarla y venderla; a lo que el propietario de la patente responderá con una demanda, como ocurre en todo el mundo todos los días. Por lo tanto, si uno no quiere que los demás sepan cómo está hecho lo que uno fabrica, la mejor opción es no patentarlo, y protegerlo mediante secreto. Este es el motivo por el que la actual fórmula de la Coca-Cola no está patentada, sino que, según cuenta la leyenda, se guarda en una caja fuerte bajo estrictas medidas de seguridad.

Así, ¿cómo funcionan un secreto y una patente de cara a su comercialización? Para lo primero, es muy sencillo: si alguien descubre el secreto, es libre de copiarlo, fabricarlo y venderlo sin que la compañía originalmente propietaria pueda hacer nada al respecto, ya que no existe ninguna patente que proteja esa propiedad. Pero si uno quiere copiar, fabricar y vender una tecnología patentada, debe obtener una licencia, un permiso –lógicamente, bajo pago– del propietario de la patente.

Las vacunas de la COVID-19 no son un secreto, porque están patentadas. Tanto las tecnologías en las que se basan como sus ingredientes y procesos son de sobra conocidos por los expertos, porque se remontan a décadas de investigación y avance científico de miles de investigadores en todo el mundo. Es un error hablar del «descubrimiento» de una vacuna, porque no se encuentran como, por ejemplo, un nuevo antibiótico natural, sino que se diseñan de acuerdo a procedimientos ya conocidos, se fabrican y se prueban. Una vacuna es un invento, no un descubrimiento.

Esto implica que, cuando una compañía fabrica una nueva vacuna, debe pagar a los propietarios originales las licencias de todas aquellas tecnologías patentadas en las que se basa su producto. Ninguna de las vacunas de COVID-19 es tecnología totalmente nueva; las más novedosas son las de ARN (Pfizer y Moderna), pero la tecnología que utilizan fue inventada en los años 90 por Katalin Karikó y Drew Weissman.

Y por lo tanto, esto también implica que ninguna de las compañías que están produciendo vacunas de COVID-19 puede presumir de que lo han hecho ellas solas: por ejemplo, un estudio ha estimado que entre el 97% y el 99% de la creación de la vacuna de AstraZeneca ha estado financiada con fondos públicos. Pfizer llegó a decir que no había recibido «ni un solo dólar» de fondos públicos, lo cual, como se encargaron de rebatir los investigadores Katerini Storeng y Antoine de Bengy Puyvallée, es falso, ya que BioNTech (la fuente de la tecnología original) ha recibido 375 millones de euros del gobierno alemán y 100 millones de la UE. Las instituciones públicas que han aportado fondos a las vacunas se han asegurado sus contrapartidas: la vacuna de Pfizer es más barata en Europa, mientras que en EEUU el enorme caudal de fondos que Donald Trump aportó al desarrollo de las vacunas a través de la llamada operación Warp Speed aseguró el suministro prioritario a los estadounidenses.

Pero por lo demás, y cumpliendo con todo lo que las obligaciones legales les imponen, incluyendo las licencias de la tecnología que utilicen, las compañías que fabrican y venden las vacunas tienen el mismo derecho a lucrarse de esa venta que quien fabrica y vende barras de pan. Si los panaderos no pudiesen obtener rendimiento de su negocio, nadie haría pan. Si se impide que las compañías que han desarrollado las vacunas obtengan beneficio de ellas, para la próxima pandemia no habrá nadie que haga vacunas.

Salvo, claro, que alguna administración pública decida costear ella sola todo el trabajo. De hecho, algunas instituciones públicas también están creando vacunas: la Sputnik rusa es un ejemplo, y en España el CSIC; la financiación infinitesimal de las vacunas del CSIC con respecto a las de las grandes farmas explica su lentitud. Pero en cualquier caso, estas vacunas tampoco son gratis. También los investigadores del sistema público patentan y reciben royalties por sus inventos.

Para que las vacunas lleguen en grandes cantidades a toda la humanidad, incluyendo a los países más pobres, de modo que los ciudadanos no tengan que pagarlas directamente, hay dos problemas. Uno es el volumen de producción, y otro es el coste. Con respecto a lo primero, siempre es posible que las compañías propietarias de las vacunas licencien su fabricación a otras empresas en distintos países con un estricto control y seguimiento del producto fabricado, cosa que ya se está haciendo. Pero naturalmente, esto no reduce el problema del coste; de hecho, puede aumentarlo, ya que se añade un intermediario más al proceso, la empresa fabricante.

Así pues, plan B: suspender temporalmente las patentes, de modo que cualquiera pueda fabricar las vacunas por su cuenta y riesgo, sin ninguna obligación hacia la compañía propietaria, y al coste y precio que a cada uno de esos fabricantes le apetezca o pueda asumir.

Esta es una idea atractiva a primera vista. Pero peligrosa. Y para explicarlo, nada mejor que la historia del incidente Cutter.

Los que no vivimos aquello no podemos imaginar el terror que hasta los años 50 causaba la polio. Cuando aparecían brotes de polio se cerraba todo, los cines, las piscinas, las playas; lo mismo que hemos vivido con la COVID-19, con las diferencias de que entonces no se sabía con certeza cómo se transmitía el virus, y que sus víctimas eran los niños: la polio los mataba o los dejaba paralíticos de por vida. El pánico que vivimos al comienzo de la COVID-19 parecería una broma si los más afectados por esta pandemia hubiesen sido los niños.

Jonas Salk, el creador de la primera vacuna de virus inactivado contra la polio en 1952, decidió no patentarla y renunció a todo beneficio económico para que su invención pudiese llegar a toda la humanidad. Salk era un tipo admirable, una de las figuras más grandes de la historia de la ciencia.

Los primeros casi dos millones de vacunas de Salk fueron fabricados por dos grandes farmacéuticas, Eli Lilly y Parke-Davis. Pero después otras tres compañías comenzaron a fabricarla; obviamente, con la licencia correspondiente del gobierno de EEUU, que como todos los gobiernos debe autorizar la fabricación y venta de este o cualquier otro producto. Pero esas licencias eran puro papeleo administrativo: se tramitaron en dos horas y media.

Solo dos semanas después, en California se informó de cinco niños que habían quedado paralíticos tras recibir la vacuna de la polio. A todos ellos se les había administrado la vacuna de un mismo fabricante, Cutter Laboratories. De inmediato se ordenó la suspensión de las vacunaciones con Cutter. Pero ya era tarde: se habían pinchado 380.000 dosis, la mayoría a niños de seis y siete años. Cuarenta mil niños enfermaron gravemente; 51 quedaron paralíticos. Y cinco murieron.

Se encontró que dos lotes de la vacuna fabricada por Cutter, un total de 120.000 dosis, contenían virus vivo. No hubo detrás de esta historia ninguna de esas conspiraciones de la malvada industria farmacéutica que ganan titulares y alimentan el odio de algunos. Todo se hizo como se debía y de acuerdo al protocolo de Salk, pero la presencia de ciertos residuos celulares en la mezcla hizo que la inactivación del virus no funcionara bien. Además de las víctimas directas, esto originó un brote de polio que contagió a 113 contactos de los niños afectados, y que mató a otros cinco. Un lote de la compañía Wyeth también salió defectuoso.

Conviene aclarar que ninguna de las vacunas de COVID-19 que se están usando en España contiene virus completo (sí algunas de las chinas), por lo que no podrían causar la enfermedad que intentan evitar. Pero una vacuna defectuosa podría provocar otros problemas impredecibles. Y si tuviéramos que elegir entre una vacuna de marca Pfizer, Moderna, AstraZeneca o Janssen, la misma que se ha testado en ensayos clínicos rigurosamente revisados y publicados, y que ya han recibido millones de personas, o una vacuna tipo Pfizer/Moderna/AstraZeneca/Janssen pero genérica, de marca blanca, siguiendo la receta original pero sin otra garantía que un permiso administrativo, y para la cual no va a emprenderse un nuevo ensayo clínico, por mi parte no tendría la menor duda.

Quizá, incluso, en los países ricos podríamos contar con la vigilancia suficiente para ofrecernos garantías, aunque la historia del incidente Cutter sirva como aviso de que no siempre es así. Pero la suspensión de patentes implicaría que las compañías creadoras de las vacunas no tendrían ningún control sobre esas genéricas; todo quedaría en manos de las autorizaciones de los gobiernos. En los países pobres los trámites administrativos a veces siguen otros estándares, por decirlo de algún modo, y funcionan a base del movimiento de papeles que no son precisamente formularios.

Si para nosotros preferiríamos vacunas originales de marca a otras genéricas de origen dudoso, ¿es ético condenar a los países pobres a tener acceso solo a estas últimas? No nos engañemos: cuando desde los países ricos se presiona para que se suspendan las patentes, no hay nada de altruismo en esto. Es la manera más fácil y barata de quitarse de encima un problema, el de los países pobres.

Dado que difícilmente la COVID-19 va a conseguir solucionar un problema endémico de muchos países pobres, en los que hay dinero de sobra pero se queda en el bolsillo de unos pocos y no va a emplearse para comprar vacunas para la población, la solución altruista es otra: donaciones, como ya se está haciendo. Que los países ricos compren vacunas en exceso, las mismas que están administrando a sus ciudadanos, y las regalen a los países pobres. Esas vacunas las pagaremos los ciudadanos de los países ricos a través de nuestros impuestos. Y bien pagadas estarán.

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