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Gunnar Smoliansky, un fotógrafo retratando sólo dos barrios durante 50 años

© Gunnar Smoliansky

© Gunnar Smoliansky

Me gusta la fotografía de Gunnar Smoliansky por la sutileza no exenta de riesgo con que nos ha mostrado una realidad de muy escasa extensión, dos o tres barrios de Estocolmo (Suecia), durante un extenso periodo de tiempo: desde la mitad del siglo XX hasta hoy.

Nacido hace 81 años y todavía con la cámara en la mano, el fotógrafo sueco parece haberse tomado muy en serio el lema que ha citados en alguna de las escasas entrevistas que ha concedido —porque, además de su pericia fotográfica también tiene el buen gusto de no hablar demasiado—:

El mejor escenario para mí es aquel donde resulta casi imposible hacer una foto, donde tienes que conseguir algo a partir de la nada.

Teniendo en cuenta que se ha dedicado a retratar un área acotada por su propia existencia —las calles por las que transita, las barriadas en las que ha decidido vivir en la certeza de que salir al mundo no tiene sentido hasta que no has agotado tu propio mundo—, imagino que estamos ante un hombre que haría suya la afirmación de Pessoa: «El único sentido oculto de las cosas es que no tienen sentido oculto alguno».

Ante la gran obra de este fotógrafo que ha pasado por la tierra con el extremo sentido  de la timidez que provoca una melancolía que quizá esté relacionada con la falta de luz de los territorios nórdicos, es inevitable pensar en la franqueza del gran maestro sueco Christer Strömholm, de quien Smoliansky recibió las primeras lecciones.

El estilo de Strömholm —blanco y negro de gran saturación y acercamientos no convencionales— y el radicalismo que  aplicaba en el cumplimiento de los tres principios que regían su fotografía: «luz natural», sin la agresividad invasiva de focos o flashes; «momento adecuado», basado en la espera paciente, y «responsabilidad personal», que limitaba cualquier tipo de propensión hacia el amarillismo o lo morboso, hicieron que en Suecia naciera una corriente fotográfica propia, marcada por una tibia tristeza no desprovista de angustia pero sí atenuada por la dulzura del estilo.

Entre los nombres destacados del estilo sueco están los bien conocidos Anders Petersen (1944), Kenneth Gustavsson (1946-2009) y Tuija Lindström (1950). En el centro de esa movimiento de extrema pureza encontramos al menos publicitado Smoliansky, autor de largo recorrido  y dueño de una obra que busca la reacción, la elocuencia. Gana en grandeza si pensamos que ha ejercido durante las peores décadas de los dictados postmodernos de la imagen predeterminada, pensada y razonada antes que sentida.

Acercarse a la completa web de Smoliansky, que presenta al visitante las fotos ordenadas en orden cronológico, culmina en la sorpresa de contemplar, como si de un movimiento de stop motion se tratara, una senda hacia lo esencial, la pureza, la sacudida de todo accesorio.

Pero no se trata de un camino hacia el minimalismo a la moda. Al contrario, en las imágenes más recientes —dejo unos cuantos ejemplos tras esta entrada— se revela, para volver a Pessoa, que «ser hombre es saber que no se comprende».

Las fotos de Smoliansky, el melancólico sueco que ha paseado su mirada por cada rincón de un par de barrios durante medio siglo, caminan hacia la verdad metafísica de que no existen los misterios porque el único misterio nace de la impaciencia.

Jose Ángel González

Hellen Van Meene y su «chicas inseguras pero que parecen la Reina Isabel»

—Esto lo estoy tocando mañana.

El inolvidable Johnny Carter, personaje de ficción con todo el derecho a ser real como toda aquella proyección literaria que nos retrata, protagoniza el cuento El perseguidor, de Julio Cortázar. Johnny, una doblez del saxofonista Charlie Parker, tenía problemas para entender la forma en que se comporta el tiempo, lo que hace con nosotros, cómo nos maneja y modifica… Entras en el metro y entre dos estaciones recreas, con una precisión de detalles de atestado policial bien redactado, los detalles íntegros de un verano especialmente venturoso o las desventuras de todos los años de tu infancia o la primera visita a un templo románico en el que dejaste que cayera la noche y tal vez rezaste, pero entre las dos estaciones consecutivas que ha recorrido el convoy del metro sólo hay, digamos, un minuto y medio.

De ese mareo se quejaba Johnny, de no saber cómo es posible que la valija del tiempo sea elástica y quepa tanto en un lapso en el que apenas podrías fumar un cigarrillo . Por esa descolocación tan interiorizada que se ha licuado con la sangre, el personaje, que no en vano se dedica al  jazz, música que es una batalla a muerte contra el tiempo, Johnny interrumpe un solo de saxo porque ya lo tocó mañana.

Sospecho que las jóvenes morosas que retrata Hellen Van Meene (Holanda, 1972) podrían repetir la frase de gramática disparatada pero aplicación cotidiana: están donde ya estuvieron o donde quizá vayan a estar o donde nunca pudieron estar pero saben que están.

La fotógrafa, una mujer con mucho y buen trabajo a sus espaldas y una aproximación canónica que, en mi opinión, la ennoblece —siempre usa película química, una cámara mecánica Rolleiflex sin gadgets de ayuda electrónica y jamás mancilla con un flash o focos de apoyo el pudor de la luz natural—, explica sus retratos como un forma de «esculpir sobre un alma» sometiendo a sus modelos a un «ataque de amor».

En una larga y reveladora entrevista añade que desea buscar fuera de la belleza canónica y los patrones de las modas corporales a la «Venus que hay en cada chica» pese a la «incomodidad y el miedo» que puedan sentir ellas por la situación —porque toda foto consentida tiene una intención violadora—. También resume de modo muy plástico la intención final de cualquiera de sus retratos: «Es muy fácil hacer una foto de una chica insegura, no tiene nada de especial. Es bastante más complicado hacer que una chica insegura parezca la Reina Isabel».

No advierto la entereza regia y la «arrogancia» que la fotógrafa proclama. Al contrario, las chicas de Van Meene me resultan dotadas de una especia de bendita ignorancia, una juventud gastada. Parecen insomnes, como diría Emile Cioran,  que hayan vivido siempre «con la nostalgia de coincidir con algo, sin, a decir verdad, saber con qué».

Su presencia es fantasmagórica o, como diría un teórico, fantasmática, espectral, y contradice la legislación racional de la foto como resto detenido del pasado. Estas fotos están sucediendo mañana.

Ánxel Grove

© Hellen Van Meene

© Hellen Van Meene

© Hellen Van Meene

© Hellen Van Meene