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Algunas palabras sobre Cover de Nacho Escuín (Bala Perdida, 2024)

El camino continúa. No es un tópico. Nacho sigue y sigue. Hay puentes que han ardido, hay cenizas con olor a ginebra, hay canciones que suenan y estarán en el aire hasta que el vinilo se raye. Ha visitado el Motel Margot, su casa, en otras ocasiones. Aquí y Aquí y aquí . Pero hoy, esta noche, hablamos de Cover, editado por Bala Perdida. El pop, el antiguo pop, el premiado pop. Son las palabras de los demás las que construyen su vida, su poesía, su cuerpo que renace, reventado pero sólido.

«La carta del poeta. No es una carta desesperada, es una carta de ausencia, la disculpa como género poético, con la rítmica beat. Recuerdo a John Giorno. Los valores familiares. Nacho en el Páramo. Metafórica y prosaicamente. En el Páramo ayer, hoy en casa, volviendo, de alguna manera, a los valores familiares. La belleza en los movimientos acompasados de lo cotidiano: el recuerdo como motor del cambio».

El poema 19 de septiembre, donde se encuentran Julio Antonio y Miguel, (Gómez y Labordeta), donde están Antonio y Félix. La conexión Teruel-Zaragoza, la construcción de una cabeza, ese impacto, esa locura: “Rinocerontes con cabeza de hombre”. Hombres con cabeza de pistola. Los búfalos de Miguel Labordeta recorriendo el desierto de Monegros mientras suena el hammond de Gabriel Sopeña. Las alucinaciones de Ángel Guinda, el tercer o cuarto muerto, fantasma mejor, pero no el último muerto/fantasma del libro. En La luna y los insectos, con esos reptiles lorquianos que se acercan, hambrientos, a devorar a los hombres sin sueños. Hay una sección, bajo y batería, que se retuerce en los salmos que dieron lugar al Cantar de los cantares, que entremezclaron, como otros antes, ausencia y presencia: Ella durmió al calor de la noche. Donde Gustavo se encuentra con Jaime. El frío es escarcha sobre los versos y a los cuerpos tibios (que no ardientes), les cuesta derretirlos.

 

El siguiente, con el teatro de los cielos, Pandémica y celeste, con Jaime Gil de Biedma, bello poeta de la contradicción. Noche que nos domina y nos devora: “Las sombras que solo da la luz del sol y su envés”. Con cada trago somos más frágiles. “Nada se rompe como un corazón”. Enormes, terribles, todos esos fragmentos pulcros donde se acumulan los cristales, la piedra, el hueso. Los poetas de la carretera, la cinta de David González, en la plaza de la soledad, la Casa Botines de Vicente Muñoz Álvarez. Suena Desolation Row en la versión del MTV, sí, la primera que tuve, la primera que escuché.

Con los ojos muy abiertos, lagrimeando frente al polvo dormido del desierto: “Como quien aguarda un milagro/que nunca llega y sigue vivo”. Así que llega el rayo, el rayo que cae (y es subnormal). Si antes hablamos de Sopeña, visionario en su lectura eléctrica del Blues Castellano de Antonio Gamoneda, que retoma Escuín: “y ahora vivo allí/arrodillado donde comen/los perros, buscando/el olor exacto de tu piel”.

 

La deriva, vuelvo a Vicente Muñoz, gran merodeador, cuero y carretera, en veinte años todo ruge, hay un galimatías que se convierte en maleza. Pasas a través y tienes que escapar de las garrapatas. En la maleza, otra vez, ahora está Piquero y está Alfredo. Saldaña y su arquitectura, donde el humus de las hojas muertas se acaba convirtiendo en recital oscuro, en nutritivo resto para una estación perdida: “Como aquel verano vacío/y lento como el vientre hinchado del hambre”. La playa de Gros, el fantasma de Poch y el de Rafa Berrio improvisando canciones de mercurio y ballenas, la chupa de Karmelo: “Estás fuera del mundo/el propio mundo así lo ha decidido”

 

Y el penúltimo fantasma. David González. Nacho se reserva el último. Pienso en aquella noche en el Desafinado de Gran Vía, con los tripulantes, con el calor y la portada de Miguel Ángel Martín. Las aventuras de Vinalia Trippers, los eclipses, la doma, ausencia del poeta que definió una parte del siglo: “El día que…” El día que todos murieron es un punto de acumulación. Leer a Panero, comparar medicaciones con él. Como si la muerte no dejara preavisos. Otra cosa es que vayamos cambiando de dirección, casa, cama… para engañarla.

Nada se rompe como un corazón. Es la desesperación del caminante cuando el camino no es pedregoso y acaba teniendo un final feliz en las arenas movedizas. Domingos de sofá, martes intoxicados. Pensé, mejor que no, y puse la televisión: “Se nos ha comido este silencio”, el ruido del ascensor, libros que aman la ausencia, cuerpos que denuncian la presencia: “Estoy muerto mientras trato de demostrar que estoy vivo”.

“Bebía para olvidar, pero solo he conseguido grabarlos a fuego”. La bebida no permite la huida, la ralentiza, mira cómo caminas, es coger la canción y hacer una versión en bossa nova, no en rumba. Bienvenido a casa, Nacho.

Aquellos maravillosos años de Nacho Escuín (Frontera, 2022)
La mala raza de Nacho Escuín (Editorial Bala Perdida, 2019)
Beatitud con Vicente Muñoz Álvarez

Algunas palabras sobre Habla terreña de Frank Stanford (Pre-Textos, 2024)

Mira cómo apunta alto mi propio nacimiento. Allen Ginsberg y James Joyce y Frank Stanford en su “Habla Terreña” editada por Pre-Textos, la muerte apuntando una cita en 1978, el mismo año de mi nacimiento, sin respetar puntuación ni ausencia, así que: ¿Qué lugar reclamas en este asterismo de emociones que se despliega a través de las páginas de la edición de Pre-Textos? En edición bilingüe y con la estupenda traducción de Patricio Ferrari y Graciela S. Gublielmone.


Lo encuentras, lo lees, lo saboreas, el óxido y el pantano: “Encontré a la muerte y al amor/colgados como perros en mi huerto/no tenía ni escoba ni agua fría”. La serpiente de leche, se enfrenta al fuego en mitad de la noche: “El esplendor de la luna sin lazos/ coagulando en el asiento del cupé”, se desliza la piel de la Humanidad cambiante y “Un cementerio muy cerca de la habitación del sordomudo” es como la equis del veneno destilado en un mapa de la mente del poeta.

Suena a culto de la Virgen del Pantano. Inhalando fuegos fatuos, metano y poco más, pero el borracho piensa que respira almas, así la lista crece, de pecados y frugales perdones, a duras penas, asmática la virgen y, de repente, un Diablo amable, acude a su encuentro, con un ventolín recién comprado. Todo parece cerrado, así que tuvo que buscar un lugar de guardia, le mordió el pezón y sus dientes tenían algo de papel de lija y todo aquel humo que emanaba del balde de plumas recogía los restos inservibles de la piel de la Humanidad. “Sunflowers abundant”.

Frank Stanford, con sus poemas que cortan como una hierba afilada, como el barro del motel, como los ojos que se rebanan al ver pasar el río, intoxicados por los viales de veneno que cruzó la leche materna de contrabando, desde el pezón hasta el beso, frío plata, párpados cerrados y monedas: escucha el eco de Caronte en pleno corazón de América. Apunté quemaduras en el libro, una mosca verde que se ahoga, voluntaria, en el licor, para darle el sabor especial que la muerte le pide a los que comparten trago con ella: dulzón, mareante, la piedra del jinete es metálica. Jesucristo, en el porche, desdentado, pide besos y ofrece perdón, lleva haciéndolo año tras año, desde antes de que llegaron los franceses, incluso antes que los españoles: “Lidia me lo escribió en una carta que encontraron después de que tomara el veneno”. Lo importante es saber si lo leyó antes o después, si lo escribió antes o después. Jesucristo, la cerilla, el veneno. ¿Quién avisa a la muerte de que las casas están vacías? ¿Quién le avisa que rebosan de enfermedad y juventud? Como los ladrones, los que aprovechan vacaciones y celebraciones, dejando marcas en la madera de los portales: “Tú temblabas/como quien cincela la fecha de un cementerio/las sombras se filtran densas como humo/cuando las tocaste/hasta respirar les quitaba sangre a los árboles”

«Voy a hacerte varias preguntas, Frank, espero que acudas raudo, atrevido, muerto en vida, vivo en sueños y las contestes: ¿Qué historias cuentan los perros bajo la luna? ¿Quién era el que silbaba las canciones? ¿Quién calmó su sed bebiendo durante un verano entero pipas del Paraíso? Espero, sobre todo, recordarlas al despertar».

Un libro sobre la muerte. Adolescente que se encuentra perdida y desorientada. Poemas de calor húmedo, de piscina municipal, de cincuenta habitantes y los chicos, sin camiseta, recogiendo colchones en el vertedero, es hora de construir el templo de la última infancia, que se inaugure con la sangre de la forastera, la que prometía lenguas extrañas, lenguas de los que caminan hacia el instituto, esos. Nada de vidas abotargadas, de tiempos que se mueven en miles de direcciones. En la noche: “Hasta que jadeaba como esposa de pescador/cepillándose el cabello”. En el anochecer solo hay luz artificial, el reflejo de la luna es peligroso, como los sueños, como las sombras. Cazadora de un bestiario incómodo: “Rompo botellas de gaseosa en la carretera/cerca de la curva/atrapo a los muertos/riéndose de las picaduras del yanqui”.

En los sueños, en los sueños vuelvo a ellos: hay humo negro: “Raíces lentas ardientes y adormecidas”. En el pantano, en el río, en el mar, de cualquier lugar, de los tipos de Barry Gifford, de los de Jack Kerouac, de los de Walt Whitman y Sam Shepard, demasiado alejados de la ciudad como para utilizar sus neones, mejor las lunas, las llenas, las jorobadas, da igual, no es lo que importa: “Uno lleva una hermosa chalina afirma que la luna engaña/debajo del parche que le cubre el ojo izquierdo/rosas salvajes les cubren las bota/que sin andar hicieron camino”. La casa arde antes de que el río crezca, porque no hay nada dentro que salve la vida: “Antes que yo caminara sobre estos diques/largas tumbas de mi padre que él mismo levantó como faraón”.