Desiertos de Gabriel Sopeña (Musickly,2024)

Gabriel Sopeña recupera una voz que nunca se perdió, entre el barrio de Casablanca y las mil vertientes del Moncayo, solo está el cielo, azul o nublo, según los dioses decidan. Sopeña con sus dedos cubiertos del barro del nylon, de los restos de óxido que atrapan las aleaciones que dieron origen a nuestra civilización, a occidente. Allí donde había guerra, él solamente quería escuchar disparos de besos. Gabriel Sopeña, cuando cada generación descubre el violín de Scarlet Rivera o el tumbao de Rubén Blades en una esquina del Harlem Latino, del Harlem español, siempre terminan en Sopeña. Lo sé porque yo fui uno de esos jóvenes. Atiborrado de Luis Alberto de Cuenca, soñando con la vida que prometía Gil de Biedma, Gabriel Sopeña me enseñó que se podía poner música al “Cantar de los Cantares” y sonara como los arreglos apócrifos de un disco perdido de Rick Rubin.

Cada día, en este disco, se nota más la influencia de la electricidad crepuscular, de los versos sapienciales, de las gafas oscuras que ocultan bellas arrugas. Sopeña no necesita que nadie le actualice permisos o dé sellos de calidad a una profesión que él mismo ha inventado. Es un vagabundo del Dharma, un habitante de motel como los que viajaban con Sam Shepard. Una máquina de cilindros cerámicos cuajada de estribillos y confesiones. Escuchar su disco es volver a las mandolinas y los aceites esenciales con los que los ángeles seducían a las ninfas del Mediterráneo, ánforas en las bandurrias, cuerdas tan apretadas que no hay falcata que pueda cortarlas en todo el desierto de Mojave. Y esas armónicas, afiladas en todos los tonos posibles, desde los que abren las puertas del Cielo hasta los que derrumban las murallas de Jericó. No hay un resumen posible, porque las guitarras acústicas son una muralla que amaga con detener cualquier lágrima que pretenda alterar los Desiertos del título, los colores son un discurso en sí mismo: violín, dulcimer, un ukelele travieso… Pero abre el disco “Nublo” y me recuerda a ese disco que grabó Jacques Brel cuando volvió a París para grabar “Les Marquises”, con la electricidad contenida y la sencillez instrumental. Así que nada de American Recordings para empezar. Más bien cantautor europeo eléctrico -que es una de tus facetas que a mí más me gusta, por cierto-. En Coartadas hay unas guitarras acústicas marca de la casa, como esas que Jackson Browne y David Lynch le susurraban a Roy Orbison en sueños. Tiene esa ida de las mil guitarras que en la música de raíces ha puesto al servicio de los cantores para hacer de sus poemas tres minutos de magia. Una crónica del día que Sopeña presentó Coartadas. Era el 29 de enero de 2010. Tú eres mi camino de Santiago tiene una apertura de dulcimer que sirve de conjuro perfecto para los coros y armonías vocales que invaden como un misterio la canción, como si la luna en su totalidad llamara a los chicos que han hecho del Cantábrico su hogar. Sopeña es parte de los que sobrevivieron a los ochenta y solo probó el Edén en cantidades justas, recuerda su sabor pero no lo extraña. Tuvo que ser difícil superar los ochenta y noventa, hasta que llegaron los Jayhawks a base de algunos discos de Tom Petty y las historias de Nebraska. El siguiente capítulo “Morir de piel” tiene todos los colores, las pinceladas, los arreglos, las especias que uno podría esperar en una canción con el objeto siempre de sumar, desde Boltaña a Valderrobles, pasando por el monstruo postmoderno que es el Actur, Sopeña recoge su condición de aragonés errante y cálido, que bebe lo que queda en los baldíos, que renuncia al Paraíso porque es más feliz con los pies en la tierra, aunque sea yerma y secana, pero que es todo fe, como el resto del disco...Zimmerman (OLDMANBOB) estaría orgulloso aunque no entendería más que el polvo de tus botas y amagaría con darle un toque gospel al estribillo. “Dame Fe”, aunque acelera el disco dentro del tono general, tiene un toque narrativo que funciona mucho mejor.

Esta temática confesional engarza con el siguiente tema del disco, el mejor en mi opinión, que es Desiertos: chatarra en el fondo del mar vacío, eso es un desierto. No hay peor arenal. Es un disco que recorre el todos los miedos a la ausencia. Un título perfecto, el de la canción y el disco. No existe la soledad, solamente para el que la canta. El que escucha siempre está acompañado. En las ruinas hay restos de tiempo y entre las arrugas, siempre belleza. Una cita: “Estás temblando frente a los años, como una serpiente de cascabel”. Gabriel Sopeña es legión, con sus coros mesiánicos -los créditos del disco devuelves a muchos de los habituales “fuera de la ley”, que aprendieron del maestro y ahora son parte de la banda-, que encumbran la idea de un Sopeña solista pero con los flancos cubiertos por unos buenos caballos, a veces salvajes, otras perfectamente listos para la pirueta de flema aristocrática. Un colchón de acústicas y una electricidad que salpica el tema como si fuera una tormenta de verano, refrescante, breve, siempre con esa media sonrisa amenazante. San Juan Mudéjar funciona en todos los niveles, las hogueras de San Juan y Teruel, como patrimonio y ajedrezado, de una sensualidad que confunde, como un profesional, el arte con el sexo, el arpegio con la arcilla, amanuense desde tiempos inmemoriales, las canciones notables siguen con una de las cumbres del disco, Si alguna vez me faltas: amor y abrazo, las dos ramas de la cruz. Como buen beatnik, no puede olvidar la Rosa de los Vientos, brújula del Mediterráneo, con esos coros infinitos, con ese aroma ligeramente mexicano, que envuelven con sentimentalidad perfectamente medida la idea de que no cuando alguien falta no hay lugar que pueda llamarse hogar. Por eso solo encuentra uno alivio en la carretera. Ceniza y brasas, ángeles que bajan en busca de alimento, las guitarras animistas y perezosas al modo T-Bone Burnett o el Daniel Lanois más orgánico. Tenía curiosidad de escuchar la versión final en estudio de la “Canción del matrero”, pero es la mejor interpretación vocal de todo el disco, esos silencios que deja la instrumentación, la idea de agotamiento vital, el violín y el bombo legüero, que deja huecos…lo dicho, lo que podría haber sido una canción excesiva, tiene los ladrillos necesarios, ni uno más ni uno menos. Y otra vez las armonías vocales. La idea del disco, “Desiertos” en los que se escucha la voz de la legión (por no llamar de los acólitos fantasmales que están muy vivos) en cada una de las armonías vocales de los coros… todavía recuerdo el día que lo estrenó en el patio de la Infanta, un concierto que no hubiera sido posible sin la complicidad de Magdalena Lasala, poesía pura, siempre. Fue un 14 de marzo de 2010. Como en una novela de Barry Gifford, construida a base de capítulos aparentemente deslavazados que acaban teniendo sentido, el disco se construye sobre la coherencia temática y “Luces blancas” es una buena muestra de ello. La idea de conducir hasta el final, autopista y esas voces que ahora son angelicales –qué gran trabajo con las armonías vocales, que permiten a la voz de Sopeña pasar del susurro al aullido con una red debajo que soporta cualquier deseo-, volvemos a hablar de fe y de religión, pagana y animista. Porque Sopeña de la luz divina solo toma la parte de la belleza, los elementos que nos hacen libres, la religión del hombre, como un Teilhard de Chardin atiborrado de mescalina en el CBGB cuando Joe Strummer pincha la canción del cierre.

Con el respeto que siempre me merece, “Yo solo creo en los martes”, a pesar del juego de palabras mitológico, me resulta demasiado esquemático en los arreglos y como diversión de estudio puede ser… Pero dentro del esquema general del disco, tan conceptual…no lo veo. Por otro lado, Las metáforas y ese estribillo con el canto a la “Si alguna vez me faltas” es bellísimo, vuelvo a encontrar las sirenas de la inspiración, el ron que se bebe acompañado, esa muralla de guitarras acústicas, el solo perfecto. Un fraseo muy inspirado, tiene todo lo que uno espera en una canción de Sopeña, para mí maravillosa. No es un disco de digestión sencilla, grabado sin saturación, dejando espacio para la respiración, los huecos son importantes. Instrumentistas en su sitio, gente que sabe y que no tiene que demostrar que sabe. El violín, las guitarras de Josu, Foncho se mueve en ese terreno del folk de palo pero con un ojo puesto en las raíces americanas. Encarna, Sopeña, la idea de la vida llena de rock y poesía. Siempre el primero, siempre el referente. El jueves, 30 de mayo, estará presentando su nuevo material en Las Armas, en Zaragoza.

Presentación de Sangre Sierra en el Teatro Principal. Su disco en directo, La vida es para los que arriesgan. Una reseña. Palabras sobre Máquina Fósil, programa de Hotel Margot sobre toda su obra o la colaboración en la Torre de Babel sobre La noche del Becerro.

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