Se nos ve el plumero Se nos ve el plumero

"La libertad produce monstruos, pero la falta de libertad produce infinitamente más monstruos"

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Manos que acarician, en El Mundo; saludo fascista, en El País

En esta foto de portada de El Mundo de hoy destacan dos manos de mujer que tocan o acarician el cristal que cubre el cadaver del dictador Pinochet en primerísimo primer plano.

El País también ilustra su portada con foto del cadaver del siniestro dictador chileno, pero lo hace con plano general en el que destacan los saludos fascistas de sus seguidores.

Cuestión de objetivos y de ángulos.

Si descontamos la muerte y velatorio de Pinochet, las portadas de hoy sólo coinciden en el trasplante de manos realizado en Valencia. Y nada más.

Como si Pedro Jota Ramírez tuviera que traladarnos su pesadilla diaria, su portada sigue, erre que erre, con minucias sobre la teoría conspiranoica de ETA en el 11-M. que en su portada adquieren la falsa categoría de gran exclusiva.

Pobre PP, cautivo de este peculiar ex periodista. Hasta el prestigioso semanario conservador The Economist se ha percatado de que Rajoy y los suyos están perdiendo el norte de la mano del trío Pinocho y de la teoría conspiratoria de Pedro Jota.

periodistadigital.com hace este resumen:

«PD).- El artículo se titula «Popular peevishness», que viene a ser algo así como «El malhumor popular» y es un estacazo de aupa al PP. Aparece en la última edición de The Economist, el semanario conservador británico del que se puede sospechar casi cualquier cosa, menos que sea izquierdista.

Como subtítulo, muy indicador de lo que llega a continuación, aparece la frase: «El partido Popular pierde el rumbo».

La pieza, hecha en Madrid y sin firma como es habítual en la revista, comienza subrayando que la vida no podría ser mejor para José María Aznar, ahora que ha sido fichado por Murdopch y recorre el mundo dando grandes conferencias, pero que lo mismo no puede decirse de su querido PP.

La «ineptitud» de la derecha, al no haber superado el trauma de la pérdida de poder, su dirección hacia convertirse en un «partido desagradable» y la falta de liderazgo y luchas por la sucesión son calificativos que pueden representar un ejemplo de cómo interpreta The Economist la conducta de la oposición conservadora en los últimos tiempos.

El semanario -que no hace mucho insertó análisis elogiando la política de Rodríguez Zapatero- publicaba ahora un durísimo artículo criticando la actitud del PP.

Sin rumbo

El artículo comienza, como s eha explicado arriba, comparando la nueva vida de Aznar, que «viaja alrededor del mundo, se sienta en el consejo de administración de la empresa ‘News Corp’ de Rupert Murdoch, y da conferencias sin mayores preocupaciones en los ‘think-tanks’ de Washington», con la situación actual del partido que éste presidiera en el pasado que, según la revista, tras el 11-M habría «perdido el rumbo».

Peleas supremas

The Economist afirma que «altos cargos del partido se dan empujones para suceder al actual dirigente, Mariano Rajoy, si dimite después de las próximas elecciones generales previstas para principios de 2008».

Califica, con cierto humor, a Esperanza Aguirre y a Alberto Ruiz-Gallardón como «los peleones supremos» del partido. El artículo concluye de forma irónica repitiendo unas palabras pronunciadas por Rajoy sobre el libro de en el que Aguirre carga contra Ruiz Gallardón: “¡Vaya tropa!”. Ante esto, The Economist, que cuestiona la falta de liderazgo y personalidad del actual líder del PP, respondía con otra educada pregunta: «¿dónde está el general?».

Un partido «desagradable»

La cerrada oposición que el PP mantiene contra cualquier iniciativa del Gobierno podría convertir, según el análisis, a este partido en lo que fue el partido conservador inglés en el pasado: un «partido desagradable». Esta actitud lo alejaría más aún de los votantes de centro, único modo de desbancar a los socialistas. El vídeo del PP sobre seguridad ciudadana, en el que incluía imágenes de disturbios durante la etapa de gestión de los conservadores y también de altercados en Colombia «no habría ayudado», puntualiza «The economist».

Ineptos

El semanario atribuye casi todos los males del PP a la «ineptitud para sacudirse el trauma de la pérdida del poder». A pesar de quedar claro la autoría de los atentados del 11-M, «altos cargos del PP han continuado ventilando teorías conspirativas que todavía intentan establecer algún tipo de vínculo entre los islamistas y ETA».

La sombra de Aznar

Sobre Rajoy, dice The Economist que es demasiado educado, demasiado caballeroso, pero que la sombra de Aznar planea sobre él y que quizá le falte dureza para controlar a los suyos.» FIN

Sobre Pinochet hay en la prensa de hoy buenos artículos que he leido con cierto retraso.

Una lección bien aprendida

JORGE EDWARDS 12/12/2006 en El País

La Plaza Italia de Santiago de Chile, límite entre el centro de la ciudad y los sectores del oriente precordillerano y de más altos ingresos, ha sido invadida por los enemigos de Augusto Pinochet. Hay grupos que celebran con champaña, gente que salta y que canta, fotografías de Salvador Allende, banderas chilenas y de los partidos socialista y comunista, mezcladas con alguna bandera venezolana, boliviana, argentina. Todas flamean al viento primaveral, en medio del bullicio; la emoción es compartida, solidaria, profunda, y podríamos agregar que tranquila. Una joven periodista de la televisión, hija y nieta de abogados comunistas, se exhibe encima de una camioneta envuelta en el pabellón tricolor.

La desaparición del general Pinochet es una fiesta popular, con ribetes folclóricos, pero más pacífica, por lo menos hasta este momento, que los triunfos del equipo de fútbol de Colo Colo. Lo que llama la atención es lo siguiente: que muchos de los gritos están dirigidos contra Lucía Hiriart, la viuda. Algunos piden que devuelva el dinero que se robaron, que «nos robaron». Otros esperan que llegue pronto el turno de ella.

Los partidarios del general, que han salido en buen número de sus madrigueras y que se reúnen en las calles adyacentes al Hospital Militar de Santiago, lloran en forma histérica y exhiben fotografías de su ídolo en uniforme de gala. Aquí hay una característica que se repite: atacan a los periodistas con furia, a botellazos y pedradas. Parece que el desprestigio mundial del dictador se debe a la prensa, o a dos bestias negras conjugadas, a dos conspiraciones: la del comunismo y la de los medios internacionales.

Todavía no tenemos noticias sobre los funerales, decisión en apariencia difícil, y que el Gobierno, hasta el momento en que escribo estas líneas, no ha dado a conocer. Pero me imagino que se hará un funeral con honores de comandante en jefe del Ejército y con asistencia de la ministra de Defensa. Más no se justificaría.

Pinochet fue jefe de Estado de hecho, reconocido así por buena parte de la comunidad internacional, pero no llegó a la presidencia de la República por los caminos que indicaba la Constitución política vigente. Fue un producto de la fuerza, de la coyuntura histórica, de la anarquía económica y social que había llegado a imponerse en los últimos meses del régimen de Salvador Allende, factores que explican su aparición dentro del horizonte político chileno. Pero una explicación no alcanza a ser una justificación, y esto tendríamos que entenderlo ahora nosotros mismos.

Mi impresión personal es que la emoción, el rebrote de la polarización, de la guerra civil larvada, que estuvieron en las raíces del drama chileno, durarán pocos días y darán paso a otra cosa.

Casi fui agredido, una hora después de conocerse la noticia, en el ascensor de mi edificio por un joven violento, absolutamente alterado, que sostenía que los muertos de la dictadura se podían contar con los dedos de la mano, que habían sido demasiado pocos, pero pienso que quizá salir al exterior con la noticia tan fresca suponía una imprudencia. En todo caso, las emociones de ambos extremos pasarán, los sectores equilibrados, racionales, democráticos, asomarán a la superficie a fines de la semana, y la posibilidad de que Chile se transforme en una democracia desarrollada, bien incorporada al siglo XXI, será mucho más sólida, más visible, dentro de pocos días.

La muerte del general nos ayudará mucho, en esta periferia del mundo occidental, a superar y a cancelar de una vez por todas la guerra fría. No es poco decir. Es una manera de mirar el momento con optimismo. Y esta superación de toda una época, esta salida de los anacronismos, será útil para nosotros y podría convertirse en un modelo para la región. También hay que salir del anacronismo en Bolivia, en la guerrilla colombiana, en la Venezuela de Hugo Chávez, y hasta en Brasil y México. De una vez por todas.

Augusto Pinochet Ugarte estuvo muy lejos de ser un personaje excepcional. Le tocó estar colocado en circunstancias históricas excepcionales, pero esto es enteramente diferente. En los últimos días de Allende, fue el último de los jefes militares importantes en decidirse por el golpe de Estado; actuó en los primeros momentos con inseguri

-dad, con suma precaución, con probable miedo, pero cuando ya no hubo retroceso posible, fue el más cruel y el más extremo de todos.

Augusto Pinochet Ugarte entró a la Escuela Militar de Santiago en su adolescencia, pocos días después de la caída de la dictadura del general Carlos Ibáñez, en momentos en que los militares no podían usar el uniforme en las calles, en que la profesión de las armas era la más desprestigiada del país. Esto, para decir lo menos, revela una vocación a contracorriente, a toda prueba. Fue un profesional, un hombre de cuartel, un aficionado a las artes marciales. Hizo clases de geopolítica en la Academia de Guerra y le regaló un manual de autoría suya de esta disciplina, al final de su larga y desafortunada visita a Chile, a otro comandante de terquedad parecida, pero de ideas muy opuestas, Fidel Castro Ruz.

La ferocidad de la represión pinochetista sólo se puede entender de una manera. El general tenía un miedo visceral de que la guerrilla, apoyada por el castrismo y que florecía en los años setenta en Colombia, en el Perú y Argentina, en casi toda América del Sur, se instalara en Chile. A fines de 1978, cuando hubo peligro real de guerra entre Argentina y Chile, maniobró con tranquilidad, con astucia, y consiguió que la mediación papal, manejada por el cardenal Samoré con inteligencia florentina, evitara el conflicto.

No es fácil entender en todos sus matices los mecanismos mentales, sociales, de todo orden, que llevaron al Gobierno de Pinochet a imponer en Chile una economía abierta, de mercado, que seguía en su línea gruesa los postulados del recién fallecido Milton Friedman y de los economistas de la Universidad de Chicago. Fue, en su época, un cambio económico revolucionario, para bien y para mal, y que exigió decisiones radicales, endiabladamente difíciles. El general dio su apoyo a los economistas y los empresarios neoliberales sin la menor vacilación, en un proceso interno que no se conoce en todas sus vueltas. Muchos juristas de prestigio, miembros del centroizquierdismo actual, sostienen que todas o casi todas las privatizaciones de aquellos días fueron ilegales. De ahí, de ese proceso de privatización a tambor batiente, salieron muchas de las nuevas fortunas del Chile de ahora. La fórmula, probablemente ilegal, fue sin duda inmoral, pero el funcionamiento más o menos bueno de la economía chilena de estos días tiene esos orígenes. A veces no conviene escudriñar demasiado en el pasado, y a veces los malos pasos iniciales reciben al cabo de los años la absolución histórica.

Los robos de Pinochet y de su familia, la cuestión escabrosa y vergonzosa de las cuentas del Banco Riggs, han sido un capítulo más reciente. Han sido, para decir lo menos, el desenlace turbio de una historia personal oscura. Muchos personajes pinochetistas de toda la vida, que no se habían escandalizado con el detalle de los crímenes, se rasgaron las vestiduras al conocer los latrocinios. El asunto tiene su sentido: el crimen se presentaba como una necesidad, por monstruoso que esto parezca. Era la razón de Estado clásica frente a la deleznable corrupción. El general había querido proteger la retirada suya y la de su familia con un colchón de dinero. Él sabía lo que le esperaba si tenía que abandonar el poder. En estos últimos días, desde el hospital, le dijo a su familia que prefería que cremaran su cadáver y esparcieran sus cenizas para que sus enemigos no profanaran su tumba.

En su final, sus antiguos colaboradores y amigos de derecha, salvo excepciones, han preferido no dar la cara. Han sido prudentes, oportunistas. Aunque parezca extraño, el pinochetismo que ha salido a la calle es más bien populachero, de nivel francamente bajo. Y se ha manifestado con lágrimas y con insultos, con irrefrenable grosería. En resumidas cuentas, la muerte del general ha sido una nueva lección, y podría convertirse, para tirios y troyanos, para chilenos y no chilenos, en una lección bien aprendida. FIN

Se retiró a pasitos

ANTONIO SKÁRMETA 12/12/2006 en El País:

En los momentos cúspides de su poder Pinochet solía imaginar cientos de conspiraciones en su contra organizados por los «siñores políticos». Por algún motivo extraño, acaso dental o estilístico, no podía decir correctamente la palabra señores. Para demostrar que los «siñores políticos» querían destruir la libertad y el orden que él representaba en un célebre discurso pronunciado en el conservador Club de la Unión se convirtió en un promotor de la lectura revolucionaria: «Hay que leer a Lenin, siñores». Bastaría leer a «Linin», afirmó, para que todas las tácticas terroristas de sus adversarios quedaran claras. No se equivocaba. Fueron los «siñores políticos» chilenos de todas las tendencias,unos primero, otros muchos después, quienes terminaron por disolver al antiguo hombre fuerte en el fetiche de una docena de ancianas.

Me imagino que esto es lo que estará en boga en la prensa hoy día: el dictador Pinochet murió políticamente antes de su muerte física. Para usar una imagen muy folklórica en Chile, el choclo, que es una pieza de maíz, se le fue desgranando poco a poco. Al final le quedaron tan pocos aliados como dientes en la boca. Esa es su derrota.

En la medida que desde 1989 se restituyó la democracia en Chile los políticos que lo apoyaban, para hacerse compatibles con las nuevas reglas del juego se fueron distanciando sin remilgos del general.

Ya en el plebiscito que lo sacó del gobierno en 1988 el connotado empresario derechista Sebastián Piñera votó contra él. Pero la novedad de este año fue que el líder del sector más conservador de la derecha, Joaquín Lavín, que perdió con el 48% de los votos la presidencia contra el socialista Ricardo Lagos el 2000, también se desmarcó del general. Movimiento tardío, pero el hombre, que aún mantiene esperanzas de aglutinar fuerzas para ser algún día presidente, estimó oportuno aplicarse una dosis fuerte de despinochetización.

Con justa razón una compungida dama pinochetista que se acercó al hospital donde agonizaba su ídolo, desplegó un artesanal cartel acusando: «Derecha dormida, Pinochet te salvó la vida». Si con la excepción de esta dama que sostenía su cartelito sufriendo estoica los 32 grados primaverales, nadie más, aparte de su familia, llora por Pinochet, ¿se puede entonces dar por buena la frase de que Pinochet murió antes de morir?

Lo cierto es que ese cartelito no es lo único que queda de él en Chile. Pinochet fue determinante, con el estilo de su retirada, en el carácter prácticamente de «unidad nacional» que el gobierno chileno tiene hoy . Aparte de cuestiones, aquí llamadas valóricas, como el aborto, la eutanasia, la píldora anticonceptiva, acerca de todos los otros temas reina un consenso básico entre gobierno y oposición, sobre todo en torno a la economía que mueve a este país. Tanto los presidentes socialistas, como los anteriores democratacristianos, fueron ovacionados por los empresarios.

El hombre fue retirándose a pasitos. Cuando el pueblo lo rechazó en el plebiscito de 1988, se reservó el título de comandante en jefe de las Fuerzas Armadas. Cuando terminó su mandato militar que le daba esa Constitución que él mismo se había mandado hacer a la medida, se hizo designar senador vitalicio de la República. Y acaso aún hoy estaría en ese escaño parlamentario, si no hubiera tenido la peregrina idea de viajar a Londres, donde la disposición alerta del juez español Garzón lo hizo detener invocando sus reiteradas violaciones a los derechos humanos.

El mundo aplaudió con júbilo: por fin un dictador de la calaña de Pinochet, en cuyo régimen se hizo desaparecer personas, se torturó, se fusiló indiscriminada y arbitrariamente, se expulsó a decenas de miles de sus trabajos, se provocó el exilio de cientos de miles, podía ser juzgado lejos de la protección de sus camaradas de armas.

La alegría duró poco: el mismo Gobierno chileno democrático, compuesto por quienes habían sido perseguidos por Pinochet, oficiosamente actuó ante las autoridades inglesas para conseguir que al anciano «enfermo y moribundo» se le devolviera a Chile donde sería juzgado.

Cuando pisó territorio nacional en el aeropuerto de Santiago y vio que era recibido con sones marciales por sus compañeros de armas, se levantó cual Lázaro de la silla de ruedas y caminó a abrazar a su sucesor en el mando de comandante en jefe de Santiago. Un periódico ironizó con un genial titular que aludía a un film de moda con la actuación de Sean Penn: «Hombre muerto caminando» (Dead man walking).

Efectivamente se le hicieron variados cargos y la mayoría de ellos están aún en proceso. Un día lo condenaban, otro día lo absolvían, un día tenía buena memoria, otro día olvidaba. Entre tanto, aquellos chilenos que aún preferían ignorar los daños que había hecho tuvieron que convencerse que su ídolo había sido un baluarte contra los comunistas, pero no contra la corrupción: no sólo se exhibieron ante la opinión pública las atroces violaciones a los derechos humanos, sino que se develó una serie de cuentas secretas que lo implicaron en juicios de corrupción.

El dictador tuvo la buena idea de ausentarse de las sesiones del Senado. Pero si algunos de sus secuaces desembocarán a la larga en la cárcel, Pinochet en persona no la conoció: temporadas de arresto domiciliario en su mansión, breves pasantías en el Hospital Militar.Digámoslo claramente, la democracia chilena nunca tuvo fuerza para encerrar a Pinochet. Mejor aún, digámoslo aún un poco más claramente, la democracia chilena nunca quiso encerrar a Pinochet.

Esta ambigüedad es acaso, paradójicamente, la más sublime estrategia de consolidación de una unidad nacional que explica la destacada y celebradísima estabilidad y bienestar del Chile actual.

Hasta el mismo Ejército se distanció de Pinochet, pero Pinochet mismo siguió intangible, intocable, corroído pero soberano.

Sé que muchos políticos que pudieron más e hicieron menos se tragaron píldoras amargas. En su conciencia hay una desazón que no se consuela con las poderosas «razones de Estado». Aquí y allá emiten hoy consignas libertarias con singular retórica, pero éstas no cubren la melancolía de una decisión que no se tuvo.

Es el reino tortuoso de la ambigüedad. Estamos bien, estamos mal. Hicimos mucho, hicimos lo que pudimos. Del corazón para dentro sentimos de una manera, de los dientes para afuera actuamos de otra. En nuestra actual grandeza, hay mucho de pequeñez. En nuestra pequeñez hubo bastante astucia.

Esta ambigüedad hará rechinar los dientes de las autoridades que optarán hoy «por rendirle y no rendirle» simultáneamente honores de comandante en jefe y de ex presidente.

Hoy murió Pinochet. Destrozó la vida de muchas familias chilenas resolviendo, con su brutal golpe, de forma desproporcionada los problemas reales que había en la sociedad en 1973. Su herencia es por tanto más poderosa y sutil que aquel cartelito de la vieja solitaria frente al hospital. Es cierto que Pinochet terminó solo, perdiendo la batalla. En este sentido, hicieron muy buen trabajo los «siñores políticos», hayan leído o no a «Linin».

Y sin embargo, su fuga final de la justicia que no pudimos ni quisimos hacer nos deja comprometidos con la derrota, con la melancolía. En su discurso fúnebre en Julio César, Marco Antonio frente al cadáver del emperador sentencia: «El mal que los hombres hacen sobrevive a su muerte, el bien es enterrado junto a sus huesos». Enterremos a César.

FIN