Europa inquieta Europa inquieta

Bienvenidos a lo que Kurt Tucholsky llamaba el manicomio multicolor.

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‘Vivir de Europa’: la inflación de informaciones y estudios sobre el continente

Escribo este post con el improbable fin de que las cosas cambien o como una forma de expiación. Lo he titulado, un poco pomposamente, ‘la inflación de estudios sobre Europa’, pero podría simplemente haber escrito ‘la ansiedad descorazonadora de saber que no lo podrás leer todo, así que ve relajándote’.

No hay día que no descubra una nueva página web, publicación, blog o think tank sobre estudios europeos (aquí una lista de los más influyentes). Sé que esta inmersión forma parte del habitual proceso de especialización que cualquier disciplina requiere actualmente. No tengo nada en contra de la especialización, considero que es muy necesaria, pero sí contra la sobreabundancia de información, ese molesto ruido de los datos.

Centro de prensa de la sede del PE en Estrasburgo (N.S).

Centro de prensa de la sede del PE en Estrasburgo (N.S).

La Unión Europea es un complejo entramado institucional que por sí mismo genera una cantidad ingente de información casi diaria. Encuestas, recomendaciones, informes, entrevistas, resoluciones, etc. Además, la lista de temas de actualidad es casi inabarcable: situación económica, ampliación, democratización. Esta sería, por así denominarla, una primera capa.

Luego vendría la información secundaria: los análisis en profundidad que organismos no institucionales (centros de estudios y think tank) elaboran sobre la UE en su conjunto. Se trata de una capa todavía más espesa (y complicada de traspasar) que la primera, pues por un lado fiscaliza el funcionamiento de las instituciones, sus decisiones,  y por otro lado aísla los problemas, anticipa otros nuevos, vaticina soluciones o pone de relieve tendencias.

Sobre estas dos capas se asienta una tercera: los medios de comunicación de masas (que sí, todavía existen). Estos se encargan de recoger y filtrar todo lo anterior de una forma clara, didáctica y lo más objetiva posible. No siempre se consigue, porque la UE está repleta de mecanismos confusos y de términos resbaladizos, pero mal que bien, el propósito de hacer llegar la información a los ciudadanos se consigue.

Hay una última capa, que está formada por personas como yo. Sujetos esponjas que absorben información proveniente de todos los sitios posibles. Tipos omnívoros que exponen, juzgan, sintetizan, discriminan y denuncian (en algunos casos). Gente que también vivimos —de alguna manera— de Europa, que nos acercamos a ella con una precipitada falta de cautela. Que elegimos hablar de esto o de aquello, sabiendo que esto deja fuera todo aquello, y aquello borra de un plumazo todo rastro de esto.

Si Europa asusta es,  las más de las veces, por este componente tumefacto. A diferencia de la mayoría de las adscripciones sentimentales más o menos nacionalistas, autodenominarse ‘europeísta’ implica una carga extra de trabajo y de conocimientos. Dado que no basta con empatizar con una idea abstracta sin más, hay que hacer un esfuerzo mayor de sentido (procesar más volumen de datos) para llegar a su comprensión.

El nacionalismo suele ser visceral y acrítico; el ‘europeísmo’ —que alguien diría, por qué no, que es otra forma de nacionalismo— es racional y esforzado. Pero tanta avalancha informativa (a menudo recuerdo que cuando Europa funcionaba lo hacía sin todo este aparato crítico detrás) no sé si acabará por instalar a los creyentes en la melancolía del esfuerzo sin resultado.

La Unión Europea mira a Transnistria: así es el país que no existe

El siglo XX no ha acabado en Transnistria. Las imponentes estatuas de Lenin se mantienen en pie, relucientes. El Soviet Supremo sigue siendo el órgano oficial del Gobierno y la imaginería soviética, desprovista del terror eso sí, continúa presidiendo el paisaje de este estrecho territorio situado entre Moldavia –país del que se independizó en 1992 tras una breve guerra– y Ucrania.

Transnistria sería como cualquier otro Estado soberano del mundo –tiene su propio escudo, su himno nacional, su bandera y acuña moneda– salvo por una detallito menor: ningún miembro de la comunidad internacional reconoce su existencia como país. Ni siquiera Rusia. Solo lo hacen, y no es mucho, varios territorios igualmente invisibles, que juntos forman una peculiar alianza, informalmente conocida como la Commonwealth of Unrecognized States.

Puesto fronterizo en Transnistria Credit Image: © Amos Chapple/zReportage.com via ZUMA Press

Puesto fronterizo en Transnistria Credit Image: © Amos Chapple/zReportage.com via ZUMA Press

Pero Transnistria, que depende económica y militarmente de Rusia, es un tema jugoso para este blog: la frontera Este de Europa está cada vez más cerca de los transnistrios, y en las conversaciones internacionales a cinco bandas que tratan desde hace años de solventar un conflicto territorial espinoso (repleto de intereses cruzados) la UE está cada vez más implicada.

El principal problema de los casi 700.000 transnistrios (étnicamente heterogéneos, pero de mayoría rumana) no es el formol del tiempo, sino su casi ruina económica. Una tasa de paro exorbitante (según Nicu Popescu, investigador del European Council on Foreign Relations, la población empleada no llega al 25%), una industria obsoleta (en Transnistria se asentaba la mayor parte de la producción de acero soviético de Moldavia) y un sector servicios raquítico e infradesarrollado.

A esto hay que sumar la existencia de un complejo monopolístico de negocios, denominado Sheriff, que lo controla casi todo: el negocio del gas ruso, las líneas telefónicas y hasta el deporte (el reluciente estadio de fútbol de la capital, Tiraspol, lleva el nombre de la empresa, como se muestra este interesantísimo documental de la BBC de hace unos años).

Transnistria, y he aquí lo peor de todo, es un agujero negro de corrupción, de lavado de dinero del crimen organizado y del comercio ilegal de armas (su armamento obsoleto, como plasmó Jordi Mumbrú en un reportaje para La Vanguardia, se cotiza alto en las guerras africanas). Si a esto se le suma un Estado de derecho raquítico, con maneras autoritarias y violaciones habituales de los derechos humanos –ver este artículo del think tank FRIDE– el panorama resultante es bastante desolador.

Pugna estratégica entre Europa y Rusia

Pese a su irrelevancia internacional, su pobreza y su falta de recursos para progresar sin la ayuda de terceros ( el 14º ejército ruso sigue en su territorio), Transnistria está en el centro de un rompecabezas geoestratégico que tanto Rusia como la UE observan con preocupación. En juego está uno de los últimos restos de la desmembración de la URSS y una zona de fricción entre la expansión europea hacia el Este y la histórica influencia rusa.

La bandera oficial de Transnistria, con la hoz y el martillo soviéticos (WIKIPEDIA)

La bandera oficial de Transnistria, con la hoz y el martillo soviéticos (WIKIPEDIA)

Desde que Transnistria se convirtió de facto en un territorio independiente, la UE ha estado presente, con el estatus de observadora, en las conversaciones que tratan de resolver el conflicto (la última reunión tuvo lugar precisamente en Bruselas) y evitar una posible, aunque es verdad que poco probable, vuelta a las armas (como se explica en el artículo de Popescu y Leonid Litra del ECFR ya referido)

Con el crecimiento hacia el Este, y significativamente con la incorporación de Rumanía como Estado miembro, Bruselas ha ido poco a poco interesándose más por el devenir de Transnistria. La crisis económica en la UE y el mayor influjo económico y diplomático ruso en la zona son factores que han atenuado el interés europeo, pero pese a todo, las instituciones comunitarias y los gobiernos nacionales –en especial el de la alemana Angela Merkel– siguen muy interesados sentar las bases de un futuro acuerdo.

Además, algo muy importante para el statu quo en la zona está a punto de suceder. En noviembre, la UE y Moldavia firmarán un acuerdo de libre comercio y circulación. Un compromiso que acerca cada vez más a esta pequeña exrepública soviética –pobre, lejos aún de cumplir los requisitos de entrada al club europeo– a occidente, y que preocupa en Moscú.

Los rusos piensan que cuando el tratado entre en vigor (lo que está previsto que suceda en 2014) haya un aluvión de solicitudes de pasaportes  moldavos por parte de los ciudadanos transnistrios. Además, en reacción a este histórico acuerdo que extiende cada vez más la zona de influencia europea, el Gobierno de Tiraspol ha decretado unilateralmente nuevas delimitaciones fronterizas con el estado vecino y hermano.

Quizá pronto, los medios de comunicación occidentales empiecen a incluir en su agenda Transnistria.

 

PARA SABER MÁS:

Si tenéis curiosidad y queréis saber más de Transnistria, os dejo varios enlaces y una recomendación de lectura. Lo primero es este informado y ameno artículo de mi amigo Diego González en su estupendo blog Fronteras. Por otro lado, el libro Una educación siberiana (Salamandra, 2009). Una novela de tintes autobiográficos que relata la severa vida cotidiana en Transnistria de un joven descendiente de una familia de urcas, comunidad de bandidos, díscola y violenta, que Stalin acabó deportando de Siberia a esta región entonces llamada Besarabia. Por supuesto, también están los enlaces que salpican el texto, aunque estos conducen a artículos más académicos que aquí ya he ido tratando de simplificar y resumir.

Robert Kaplan y la venganza de la geografía: cómo Europa volverá a girar hacia el Sur

El último libro traducido al español de Robert D. Kaplan, La venganza de la geografía (RBA, 2013), es una propuesta radical y heterodoxa en el campo de las relaciones internacionales y la geopolítica. Kaplan —aventurero, politólogo hobbesiano, halcón del conservadurismo y visionario pragmático del mundo en descomposición— se atreve con una vindicación del determinismo geográfico y el reduccionismo, términos ambos que se han moralizado sombríamente en el ambiente académico de los últimos años; conceptos incómodos, tan anatemizados por las ciencias sociales como defendidos por los científicos naturales (véasen las tesis reduccionistas de El sueño de una teoría final del físico Steven Weinberg).

Robert D. Kaplan (The Atlantic)

Robert D. Kaplan (The Atlantic)

La ideas de Kaplan sobre cómo la geografía influye en la deriva de los estados no son nuevas en su pensamiento político y pueden ser rastreadas en libros anteriores. En La anarquía que viene, por ejemplo, se refiere a los mapas como las «barreras conceptuales que nos impiden comprender el resquebrajamiento político que está teniendo lugar en todo el mundo». Tampoco es nueva su forma de argumentar, reactualizando continuamente los clásicos del pensamiento político de la antigüedad —de Tito Livio a Maquiavelo— como las guías más fiables para analizar el presente.

Pero a lo que iba. Kaplan, que conoce Europa como la palma de su mano, recuerda que antes que «fenómeno cultural», este continente es «una intrincada sucesión de montañas, valles y penínsulas».  ¿Cómo interpretar esta definición? Kaplan recurre a las fuerzas de la Historia: la crisis de deuda y las presiones sobre el euro no son manifestaciones de problemas de naturaleza coyuntural y exclusivamente económica, sino que hunden sus raíces «en una inmutable estructura geográfica».

Europa volverá a mirar hacia el Sur

Europa, como se la imagina Kaplan, es algo así como un preso sometido a la vieja tortura de estirarle cada uno de sus miembros hasta el límite físico. El viejo continente es un juego de fuerzas entre el Norte y el Sur, el Este y el Oeste, El Noroeste y el Centro, el Centro y la Periferia. Kaplan, citando a Tony Judt, recuerda que no es casual que los centros de poder político de la UE estén geográficamente situados en lo que era el Imperio de Carlomagno. Así como tampoco es casual el recobrado poder de Alemania, que va mucho más allá de lo financiero.

Mapa de Europa (OpenStreetMaps/Flickr)

Mapa de Europa (OpenStreetMaps/Flickr)

El autor de Fantasmas balcánicos pronostica, además, una traslación hacia el Sur. Europa, asegura, «está a punto de moverse de nuevo hacia las regiones meridionales». El Mediterráneo, que con el llamado ‘giro atlántico’ (algún día os hablaré de él) pasó a ser frontera y división, una barrera natural al aislamiento y desarrollo del continente, volverá de nuevo a primer plano.

La UE seguirá creciendo hasta hacerse un «proyecto difícil de manejar» y el antiguo Mare Nostrum se transformará otra vez en un «conector». La frontera sur de Europa no será ya más el Mediterráneo, sino el desierto del Sahara… una tendencia fácilmente rastreable ya, empezando en la Unión por el Mediterráneo y acabando en los discursos integradores de sus élites políticas.

¿Determinista? No es la primera vez que el realismo desagradable de Kaplan da en el clavo.

Los europeos y el mal rollo antialemán

En esa joya literaria –de cuando el periodismo era literatura– que es Alemania, el hoy tan moderno Julio Camba se asombraba, con sarcasmo delicioso, de que los alemanes no tuvieran la capacidad de entender las cosas fáciles. El librito de Camba está lleno de tópicos inteligentes, pero tópicos: el alemán es una lengua abstrusa, los germanos son de natural graves, sus edificios están construidos con ‘k’… Leído hoy, salvamos la escritura, bella y precisa, aunque criticando el fondo, tan poco profundo como el tapón de una Pepsi. ¿Seguro?

Este domingo Alemania celebra elecciones federales. Como ya sucediera con las presidenciales francesas de hace año y medio, el resultado de estos comicios presenta inevitablemente dos lecturas: una interna, sobre el propio devenir alemán (en este estupendo artículo de mi compañero @nicolasmsarries tenéis las claves), y otra externa, que afecta al núcleo del proyecto europeo en sí mismo.

Merkel, a lo Hitler en una revista polaca (EFE).

Merkel, a lo Hitler en una revista polaca (EFE).

Con demasiada frecuencia –ahí yace el optimismo voluntarista tras la victoria de Hollande– se sobredimensiona el poder de influencia de los asuntos domésticos sobre los comunitarios. Hay un desfase entre las expectativas generadas por los hechos y lo que razonablemente se puede esperar de ellos.

Lo más probable es que, pase lo que pase en las elecciones, el Estado alemán seguirá comportándose de forma similar a como lo lleva haciendo hasta ahora (con algunos matices, como explica de nuevo mi compañero Nico). Como apunta Ulrike Guérot, investigadora del ECFR, Alemania continuará transitando por la misma senda pragmática de los últimos años. Parece por tanto que no hay vientos de cambio en el horizonte: los alemanes seguirán sin entender las cosas –unión bancaria, federalismo– ¿fáciles?.

El retorno del cliché

Me he extendido peligrosamente en calibrar la importancia de la fecha del 22 de septiembre porque de otra manera no se entenderían las frecuentes alusiones al espectro de la germanofobia, que como tal es solo pura entelequia, pero que apunta un cambio de tendencia sobre la percepción que los europeos tienen de los alemanes.

Poco antes del verano, Pew Research publicó una encuesta –de un pesimismo rotundo ya desde el título: The New Sick Man of Europe: the European Union– que aportaba nuevas estadísticas sobre el apoyo ciudadano al euro al proyecto europeo o a los líderes políticos actuales. Os lo resumo: todo o casi todo cae en picado. Además, en uno de los apartados, se pasaba revista a los estereotipos que, estos sí, van en aumento.

En el informe se desmiente algunos lugares comunes de hoy y de siempre, como el de que los alemanes viven obsesionados con la inflación (ochenta años después de la hiperinflación de entreguerras), que son reacios a rescatar económicamente a otros países en problemas o que mantener a raya la deuda es su prioridad absoluta.

Quema de una bandera alemana en Grecia

Quema de una bandera alemana en Grecia

Ninguno de los estos tres clichés anteriores, a tenor de lo analizado por Pew Research, son ciertos. Entre los ciudadanos de las potencias europeas, los alemanes son los menos preocupados por la inflación, los más favorables a rescatar a países y están más preocupados por la desigualdad y el desempleo que por la deuda o el déficit.

Pese a esto,  y aunque la mayoría de europeos de todos los Estados miembros siguen confiando en los alemanes más que en cualquier otra nacionalidad (trustworthy), se está tejiendo una red de adjetivos negativos respecto a ellos: una mayoría considera que son los europeos menos caritativos y al tiempo los más arrogantes.

Más recientemente, varios periódicos europeos de corte progresista han llevado a cabo un experimento similar, preguntando a sus lectores qué piensan de Alemania y de los alemanes. Los resultados ahondan en las diferencias y en esa percepción negativa ya apuntada en el trabajo de Pew Research.

Egoistas, pragmáticos, imperialistas, ultraliberales son algunos de los adjetivos más usados. Por países, todo el cinturón del sur –España, Italia, Francia, Grecia y Portugal– tiene una valoración general negativa sobre Alemania; centroeuropa muestra sentimientos encontrados y el norte del continente muestra un apego más positivo.

El resultado de los comicios del domingo puede que profundice o suavice estas percepciones, pero lo que es seguro es que no las borrará de golpe. Volviendo al principio, Camba también decía en su libro que allí, en Alemania, «no hay civilización, todo es militarismo». Militaristas. Un tópico, este sí, que hoy está ya felizmente enterrado.

 

Obama completa la traición a Europa

En sus clases de historia contemporánea, el fallecido Julio Aróstegui, perspicaz historiador y entrañable profesor, solía advertir acerca de esa nebulosa de las relaciones internacionales que él llamaba «el Asia emergente«. El siglo XXI acababa como quien dice de comenzar, y en el horizonte de la geopolítica (y de los estudios históricos) pesaba ya más el nuevo reparto del mundo por venir que las viejas coordenadas heredadas del siglo bipolar.

Bien, pues parece que por fin el tan pronosticado giro asiático está a punto de concretarse. Lógicamente no es una razón, sino un conjunto de razones, las que progresivamente están conduciendo a un reequilibrio de poderes en el mundo. Razones económicas, por su supuesto, pero también demográficas y políticas: la amenaza de China, la pujanza de la India, la resurrección de Rusia, etc.

obama en Berlín

Frente a este nuevo escenario de fuerzas cambiantes, dicho con un poco de pedantería, hay dos maneras de reaccionar: a la estadounidense y a la europea. O, lo que es lo mismo, una positiva y otra negativa; una valiente y otra timorata.

La UE, sumida en la espiral de su propia crisis de civilización, no tiene tiempo ni ganas para enfrentarse con los retos que supone su paulatina pérdida de estatus internacional. EE UU –hasta ahora fiel aliado del (cada vez más) Viejo Continente– parece haber entendido mejor de qué va este nuevo siglo y está reorientando su pesada maquinaria burocrática y militar hacia regiones cada vez más alejadas del Mediterráneo occidental.

Otro día hablaré de Europa y su acelerada decadencia internacional, que es conversación recurrente. Hoy toca EE UU y su ‘traición’, ejecutada con indoloro guante blanco.

Pese a los espejismos veraniegos que comenzaron con la visita de Obama a Berlín, periódica renovación del compromiso simbólico con el viejo orden, y continuaron con la vuelta a la dialéctica, que no a los hechos, de la Guerra Fría, la relación entre EE UU y la UE se debilita de manera preocupante. Los habituales formalismos bienintencionados no son suficientes. Es posible que Europa siga necesitando a EE UU, militar y económicamente, pero resulta bastante obvio que EE UU ya no necesita a Europa (o, al menos, a esta Europa).

En el informe sobre la estrategia militar nacional que EE UU publicó en 2011, y que redefine las líneas maestras de los intereses estadounideses para los próximos años, se apreciaba ya nítidamente el cambio de orientación de Washington. Reiteradas referencias a la evolución «multi-nodal» del mundo, a las potencias regionales emergentes y a la atención prioritaria en la región Asia-pacífico. Sirva de anécdota: en 24 páginas de informe, la Defensa de EE UU dedica un solo párrafo a las relaciones con Europa, mientras que sobre la ‘cuestión asiática’ se extiende varias páginas.

Un nuevo gabinete de corte ‘asiático’

Pero hay más. Obama comenzó su segunda legislatura con una visita oficial a Tailandia y Camboya (una decisión que sentó bastante mal en Alemania) y reorganizó su gabinete con nombres cuya trayectoria vital, académica y profesional apenas tenía vínculos con Europa. En este enlace oficial están las biografías de todos los secretarios de Estado de EE UU. De Jefferson a Clinton. En total, sesenta y siete.

obama y kerry

En los últimos 20 años ha habido 5 secretarios de Estado, tres de ellos mujeres. De todos, solo Warren Christopher no tenían una biografía relacionada directamente con Europa. El resto, desde la primera mujer en alcanzar el puesto –Madeleine Albright– hasta Hillary Clinton, que dejó el cargo en 2013, todos poseían vínculos con el viejo continente.

En cambio, el nuevo secretario de Estado designado por Obama para su segundo mandato, John Kerry, tiene una biografía diferente. Más allá de hablar alemán y francés, sus lazos europeos son más débiles que los de sus antecesores. Toda su vida académica tuvo lugar en territorio estadounidense, y su gran experiencia vital fue la guerra de Vietnam, de donde regresó con varias condecoraciones y firmes creencias antibelicistas.

Un perfil similar presenta Chuck Hagel, elegido por Obama para ocupar el cargo de secretario de Defensa. Hagel es veterano de Vietnam y sus raíces políticas están en EE UU. Por lo que respecta a John Brennan, nuevo director de la CIA, su alejamiento de Europa es todavía más marcado: habla perfectamente árabe y realizó estudios sobre Oriente Medio en la Universidad Americana de  El Cairo.

Un gabinete de corte asiático que se enfrenta estos días a la agudización de la crisis en Siria, que podría desembocar en una intervención militar de EE UU al margen de la ONU. De este espinoso asunto, pero sobre todo de los últimos acontecimientos en la región Asia-pacífico, hablaron en privado, durante la reciente reunión del G-20, Obama y el presidente chino, Xi Jinping. Una reunión que los medios europeos ni mencionaron, pendientes como estaban de lo que decía Putin y de las ya familiares divisiones internas dentro de la UE.

Turquía y la Unión Europea, un ‘ya te llamaremos’ que dura medio siglo

Hasta el más optimista de los diplomáticos estará de acuerdo. Algo falla si tras cincuenta años de negociaciones bilaterales entre actores internacionales –ni enemigos ni beligerantes– el fin último que se pretendía alcanzar sigue posponiéndose indefinidamente.

En 1963, Turquía firmó el primer acuerdo de cooperación con el entonces selecto club europeo –integrado por seis miembros– denominado CEE. Veinticinco años después solicitó el ingreso en la comunidad europea. Pero no fue hasta 12 años más tarde, en 1999, cuando Ankara adquirió oficialmente el estatus de país candidato; el mismo que sigue teniendo, aunque casi dando las gracias, en 2013.

manifestanteturco

Medio siglo de espera. Cincuenta años en los cuales la UE ha pasado de un núcleo de naciones prósperas a un mosaico heterogéneo de 28 estados… ya no tan prósperos. Lo de Turquía es lo más parecido a ser rechazado en la (poco sublime) puerta de una discoteca por no llevar camisa y zapatos mientras el resto pasa alegremente en alpargatas y borrachos como cubas.

Siempre que se acerca el momento de la verdad, brotan argumentos imponderables que obligan a retrasar, replantear, reconducir, reformular, reloquesea, las relaciones entre la UE y Turquía. El lío chipriota, el enquistado problema kurdo o los ecos del genocidio armenio en tiempos del simpático Bulent Ecevit –a mí me caía bien, qué le vamos a hacer, con su bigote grouchiano y su fama de poeta clásico–; todos los anteriormente enumerados, más el autoritarismo y la islamización, durante la década (y lo que queda) de dominio del neosultán Erdogan.

La delegación diplomática de la UE encargada de velar por los asuntos turcos, que con diferentes denominaciones funciona desde 1974, hace estos meses horas extras. Los más de cien expertos que escrutan los avances (y retrocesos) del país respecto del acervo europeo tienen un nuevo foco de preocupación: el descontento popular hacia el actual Gobierno islamista moderado, simbolizado en las protestas multitudinarias de la plaza Taksim.

Para empezar, y sea lo que sea que haya pasado o esté pasando en Turquía, las opiniones en este punto difieren (primavera del pueblo, lucha de clases, revuelta anticapitalista pero de tintes occidentalistas, un nuevo modo horizontal de entender la política…), la UE ya ha retrasado hasta este octubre las nuevas negociaciones sobre la adhesión. Además, el pulso comunitario entre quienes son partidarios de reforzar, en estos momentos de crisis, el compromiso con el estado turco (a fin de cuentas, una potencia emergente) y los que prefieren soltar amarras se ha recrudecido.

Y, como en casi todo últimamente en Europa, la balanza se ha desequilibrado a favor de Alemania, partidaria muy poco discreta –el todopoderoso ministro Schäuble no es un hombre muy dado a los circunloquios– de la línea dura contra Erdogan (las razones germanas para decir no a Turquía son históricas, pero también coyunturales: el más que posible vuelco demográfico y las severas implicaciones que este tendría).

Un otoño que será clave

Visto lo visto, y tras lo que se dice que fue un duro (como siempre) debate, el checo Stefan Füle, comisario de Ampliación, saludaba el pasado 25 de junio en Twitter el acuerdo entre los estados miembros que retrasa la negociación del capítulo 22 –significativo punto dedicado a la política regional– hasta bien entrado el otoño. Cinco días después era el mismo Füle el que escribía ufano en su cuenta de esta red social que la «UE volvía a hacer historia»… con la incorporación de Croacia a la UE.

erdogan

El periodo estival por un lado y el desvío de la preocupación internacional de Ankara a Damasco por otro, parecen haber actuado de bálsamo.Mientras llega el nuevo informe que prepara Bruselas sobre el estado de la candidatura (el último, de 2012, fue de los más negativos de los últimos años), la temperatura política ha bajado unos grados.

Pese a todo, haríamos mal en no plantearnos con honestidad una serie de preguntas (que trataré de ir respondiendo, en los próximos meses, con ayuda de los que realmente saben): ¿Está realmente la UE preparada para recibir a Turquía? ¿Seguirá aduciendo evasivas hasta el fin de los tiempos (o de la propia unión)? ¿Qué otras fórmulas, que no son la adhesión pura y dura, podrían contemplarse?

Como escribió el mordaz y mediático Slavoj Zizek hace seis años en un artículo que no ha perdido apenas actualidad, «‘el problema turco’ no tiene tanto que ver con Turquía en sí misma, sino con la confusión sobre lo que Europa es». Y eso que en 2007 la cuestión de la identidad parecía felizmente encauzada.