Va por Gistau

Yo hoy tenía que hacer otra cosa, y confieso que empiezo este artículo sin siquiera estar seguro de si voy a terminarlo, porque tampoco creo que lo que aquí vaya a contar importe mucho ni a muchos. Y ni siquiera sé muy bien qué voy a contar. Pero al fin y al cabo, esto es un blog, que si no he entendido mal el significado del término, es una especie de género (aunque solo sea en el sentido de «mercancía») que aporta contenidos –que uno espera sean– de interés entreverados con algo de diario personal. Cosa que en general evito para centrarme en lo que debo, las Ciencias. Pero hoy me acojo a Mixtas. Porque me siento en la obligación de escribir aquí algo sobre David Gistau.

No es porque le conociera enormemente, que es de lo que se suele tratar cuando alguien se va. No me he contado entre su círculo de amigos. Mucha gente que le conoció mucho mejor está escribiendo hoy, aportando cosas infinitamente más interesantes e importantes que lo que yo pueda contar aquí. Pero coincidí con él en una época anterior a la que conocen muchos de quienes sí han formado parte de su entramado profesional y sentimental más cercano en esta última década o así. Y simplemente porque las palabras no se las lleva el viento si están grabadas en los centros de datos de Google, creo que quizá a alguien podrán interesarle un par de recuerdos que puedo dejar aquí, dado que posiblemente nadie más de los que coincidimos en aquel tiempo y lugar vaya a hacerlo.

David Gistau. Imagen de YouTube.

David Gistau. Imagen de YouTube.

Allá por el año 2003, si no me patina la memoria, entré a trabajar en una editorial de revistas de viajes llamada Temascinco, o T+5. Fue el trabajo más divertido que he tenido, en una empresa inevitablemente destinada al naufragio, y aún no estoy seguro de la relación entre ambas cosas. Tratábamos de hacer revistas bonitas en fotos y textos, que al lector le dieran hambre de viajar. Y David Gistau era uno de nuestros colaboradores estrella.

Lo de estrella le iba que ni pintado. No porque su actitud fuera la de tal, sino porque era un tipo que hacía saltar chispas a la cuartilla (es un decir; ya escribíamos en Word). Era como si le atizara una paliza a la hoja en blanco. Y cuando se pasaba por la redacción, siempre desprendía un torrente de carisma, de esa clase que los tímidos siempre hemos envidiado y del que hemos tratado de aprender, sin éxito, porque para eso hay que nacer.

De hecho, siempre tuve la sensación de que de David la gente se enamoraba, de una manera o de otra. Creo que le sucedió a alguna de una manera más o menos literal, incluso durante algún viaje de aquellos que él hacía para la revista. Y también a alguno, no sé si de una forma más metafórica; pero el caso es que incluso un Umbral ya por entonces muy avejentado y sin el punch de sus mejores tiempos parecía capaz de abrirse lo que fuera a la mención del nombre de Gistau. De hecho, a mí me abrió su casa, Umbral, digo. Cuando inventé una especie de sección consistente en entrevistar a famosos sobre sus viajes, y justamente Umbral acababa de publicar su autobiografía viajera, Días felices en Argüelles, quise entrevistarle, y fue solo el nombre de David Gistau el que consiguió que una tarde de comienzos de verano el venerable le abriera la cancela de su casa a este pobre y desconocido redactor que apareció allí con una bolsa de naranjas para zumo y un chorizo ibérico. Cuando entré, lo primero que hizo Umbral fue preguntarme por Gistau, y manifestarme su admiración por lo bien que escribía. Lo segundo, preguntarme si el chorizo era del que daban en los aviones.

El fundador y director de T+5, Benjamín Ojeda, era también un rendido fan de David y le divertía comentar sus andanzas conmigo, la mayoría incontables, hasta tal punto que yo no sabía cuánto había de verdad y cuánto de leyenda sobre un tipo que ya era todo un personaje. Porque solo un personaje podía hacer cosas como plantarse en mitad del restaurante de un barco de cruceros y aullar a grito pelado «¡ICEBEEEEEEERG!», como hizo David cuando a Benjamín se le ocurrió la descacharrante idea de enviarle junto con Jorge Berlanga para reportajear cómo eran aquellas vacaciones de barandillas doradas y hamacas en cubierta.

Y eso resultaba más que incongruente entonces, porque David era un tipo que había estado en la guerra de Afganistán, haciéndose fotos mientras disparaba un AK-47 hacia el cielo. Aquello lo versionó en su primera novela, A que no hay huevos, que publicó la propia T+5. Benjamín, que era un zorro, se inventó un premio de la propia editorial para promocionarlo: Premio 100.000 Millas Lunas de Miel (Lunas de Miel era el nombre de la revista que hacíamos, y para la cual se fundó la editorial). Aún conservo el ejemplar de la novela con la cinta que la hacía acreedora del premio. Y es más, aún conservo el archivo Word de la novela, que me pasó Benjamín para que le dijera qué me parecía. Yo se lo dije, cuando conseguí dejar de reír por aquella maestría con la que Gistau manejaba la matáfora, la hipérbole y la parodia.

Actualización: acabo de descubrir que he escrito «matáfora». Pero voy a dejarlo así, porque es una errata afortunada que describe perfectamente el estilo de Gistau.

Todo aquello naufragó, porque la editorial sí que colisionó con un gran iceberg. Yo me fui a otras cosas. Supe que David sentó la cabeza; me contaron que se había echado novia argentina durante los inviernos en los que buscaba el verano de allí para escapar del frío de la meseta. Y ya. Le seguí leyendo. Había madurado y se dedicaba a escribir de política y fútbol, pero no había perdido ni un ápice de ese pedernal de sus dedos que le sacaba chispas a la yesca de la página. Incluso sin gustarme el fútbol, devoraba aquellas columnas suyas en las que decía que el nombre de Beckenbauer sonaba como un baúl cayendo por una escalera.

Pues sí, al final lo he terminado. Porque ya no tengo nada más que decir. Y en realidad esto sigue sin importar mucho ni probablemente a nadie, sino a mí solo. Porque esta mañana, al escuchar la noticia por la radio, me ha dado por mirar atrás con una extraña mezcla de gusto y sinsabor, que es lo que pasa cuando uno no sabe decidirse entre la añoranza o la pena, y simplemente se queda como tonto, paralizado por la conmoción.

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