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Shunga: el porno de los samuráis

Warning. Advertencia. Aviso. Exhortación. Consejo…

Si eres menor de edad continúa leyendo, porque si te digo que no lo hagas, entonces lo acabarás haciendo: forma parte de tu rebeldía biológica este trabalenguas natural.

 

 

Advierto de que a continuación encontraremos contenido sexual muy explícito. Sé que advertirlo en Internet puede parecer una entelequia, pura tautología, porque siempre está presente en este paraíso del exceso, oculto en toda página, amenazando en cada descarga, aguardándonos en la puerta trasera de la Wikipedia; oscuro, privado, perdido, perverso, como en las viejas librerías del Japón antiguo de las que hoy quiero hablaros, lugares donde se consumía mucho erotismo y se alquilaban las estampas picantes por unos días u horas.

También advierto a los puritanos de que este erotismo es histórico, gráfico, artístico, valioso: los cuadros están albergados en los principales museos del mundo en espera de una buena recogida de firmas que nos impele a su prohibición. El British Museum consideró que los menores de 16 años tenían que ir acompañados por un adulto.

Son un ejemplo de la sexualidad gráfica popular en los tiempos del periodo Edo (1603 a 1868), los grabados secretos o de alcoba que fueron precursores de tantas cosas, y que podemos titularlos hoy, siempre buscando el clickbait o ciberanzuelo que mide la calidad de nuestra audiencia, como:

¡El porno de los samuráis!

O si quieres saber que tiene en común Nacho Vidal con el arte de la katana clicka aquí.

(Espero haber conseguido muchas visitas. Soy un minero de clicks sin mucho éxito. Los periodistas se extinguieron hace 65 millones de años con aquel meteorito de Google. Comparte, por favor. Esta es la nueva fiebre del oro. Clicks. Clicks. Clicks. Clicks…)

 Shunga de Utagawa Kuniyoshi. Wikimedia Commons.

Shunga de Utagawa Kuniyoshi. Wikimedia Commons.

Su nombre es Shunga, y eran grabados o pinturas bizarras, pornográficas, o al menos, indecorosas, muy populares en la época, algunas de excelsa calidad artística.

Formaban parte del arte del ukiyo-e, pinturas producidas en masa que reflejaban estampas cotidianas, y que tuvieron mucha aceptación entre los abuelos de los actuales dibujantes de manga; fueron las precuelas del moderno y muchas veces delirante género pornográfico que llaman hentai.

Kitagawa Utamaro. Siglo XIX. Wikimedia Commons.

Kitagawa Utamaro. Siglo XIX. Wikimedia Commons.

Nunca terminaron de ser bien vistas por el Estado o shogunato nipón pero tampoco prohibidas del todo. No fue hasta 1907 cuando el Código Penal Japonés las vetó (es duro saber que nuestros antepasados eran más abiertos de mente). Solían ir unidas a chistes o frases ingeniosas, y en ocasiones contenían crítica social.

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Muñecos para sustituir a los vecinos que murieron o se marcharon

Los curiosos se acercan al lugar para hacer fotos, los muñecos se han convertido en una pequeña atracción para un lugar por el que nadie tiene interés. Están diseminados en el paisaje: trabajan en el campo, esperan al autobus sentados en una marquesina, sostienen pacientes una caña esperando a que piquen los peces, algunos sencillamente miran al infinito amarrados a una valla o subidos a un árbol. El pelo es de lana, la boca es un fruncido, los ojos son botones, las cejas y las pestañas están hechas con puntadas.

Im Tal der Puppen (En el valle de los muñecos) —de Fritz Schumann (Berlín, 1987), fotógrafo y periodista alemán residente en Japón— es un vídeo de seis minutos y medio que cuenta la historia de la asombrosa Ayano Tsukimi: una mujer que siembra de muñecos el pueblo semivacío en el que vive. Cada uno, del tamaño de una persona, representa a alguien que murió o se mudó del lugar.

La mujer de 64 años vive en el pueblo de Nagoro, situado en un valle en la isla japonesa de Shikoku: la más pequeña y menos poblada de las cuatro principales del país. Cuenta que cuando era una niña, allí había una presa gestionada por una compañía que daba trabajo a cientos de personas. Tras cerrar el negocio, los habitantes de Nagoro se marcharon poco a poco a las grandes ciudades: ahora sólo viven allí 37.

Ella misma se fue con su marido y su hija para instalarse en Osaka, la tercera ciudad más grande de Japón. Aunque ellos siguen allí, Tsumiki decidió volver hace 11 años y vive con su padre (de 83) en la casa familiar.

Hace una década que empezó a crear los muñecos. «No tenía mucho que hacer. Planté semillas, pero no germinó ninguna. Pensé que necesitábamos un espantapájaros, así que hice uno que se parecía a mi padre». Admite que nunca planeó comenzar a recrear antiguos habitantes y no se detiene en explicar qué le impulsó a iniciar la serie. No es necesario explicar el dolor que provoca ser testigo de cómo un pueblo se apaga, condenado a dejar de existir.

En la colección abundan las ancianas, que admite que se le dan especialmente bien. Tras hacer 350 representaciones humanas, continúa elaborándolas a mano. «Las expresiones faciales son lo más complicado. Los labios son difíciles, si se tuercen un poco, pueden parecer enfadados». El director, los profesores y los antiguos estudiantes del colegio del pueblo, que cerró hace dos años por falta de alumnos (sólo había dos) están entre los muñecos más recientes.

«Los muñecos no viven tanto como los humanos, tres años como máximo», dice Tsumiki, que también reflexiona sobre la edad avanzada de los habitantes de Nagoro: «Puede que llegue el día en que sobreviva a toda la gente de este pueblo». En el pequeño pero sentido reportaje de Schumann, la mujer japonesa revela que no piensa en la muerte, aunque también es consciente de que desde el valle «se tarda 90 minutos en llegar a un hospital apropiado» y eso significa estar a merced de la suerte si hay una emergencia. Tal vez por eso ya se ha encargado de hacer un muñeco de sí misma.

Helena Celdrán