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El hotel más antiguo del mundo: un oasis enfrentado a los nuevos tiempos

El hotel más antiguo del mundo se encuentra en Japón, en la zona de Awazu, en el centro del país. Se llama Hoshi y está bendecido por un hermoso jardín zen; cual arquitectura de oasis, o bosquecillo benévolo, aparece incrustado entre edificios modernos que respetan con pudor su antiquísima forma.

Lleva en pie y dando servicio desde hace 1300 años, y su fuente termal nunca ha dejado emanar gracias al cuidado de sus administradores. Es un ryokan (hotel tradicional) construido alrededor de esas aguas en el año 718 y regentando por la misma familia desde hace 46 generaciones.

El fotoperiodista Fritz Schumann ha publicado un corto documental, titulado Houshi, que se adentra en este establecimiento que llegó a albergar en su centenar de habitaciones a miembros de la familia real, geishas y samuráis. Un espacio de relajación que sobrevive en el contraste de lo nuevo y lo viejo, la tradición y la tecnología, que hay en Japón.

El Hoshi ha sufrido a lo largo de los siglos cataclismos y guerras, pero la familia siempre lo reconstruyó para continuar con un oficio que puede solo transmitirse- según el estricto protocolo privado– a los hijos mayores del clan, y cuya misión es la de proteger con convicción de samurái la fuente termal.

El linaje de esta familia proviene de un antiguo monje que fundó un templo en la zona y que adoptó a un niño llamado Zengoro, el cual sentaría el legado dinástico, vinculando su descendencia al hotel budista. Desde entonces cada uno de los dueños de este espacio cargaron con su nombre: el último administrador responde a Zengoro 46.

En el documental de Fritz Schumann se desliza el conflicto existente entre un modelo tradicional -que lucha por sobrevivir en un mundo volátil- y las nuevas generaciones de la familia, especialmente las mujeres, que pelean por encauzar su destino dentro de una estructura conservadora y asfixiante. La muerte prematura del hijo mayor provoca un conflicto en el sistema de herencia, la preocupación de decidir quién puede ser elegido el próximo Zengoro 47, cuando para cubrir este vacío solo queda la hija superviviente.

Houshi (english) from Fritz Schumann on Vimeo.

Muñecos para sustituir a los vecinos que murieron o se marcharon

Los curiosos se acercan al lugar para hacer fotos, los muñecos se han convertido en una pequeña atracción para un lugar por el que nadie tiene interés. Están diseminados en el paisaje: trabajan en el campo, esperan al autobus sentados en una marquesina, sostienen pacientes una caña esperando a que piquen los peces, algunos sencillamente miran al infinito amarrados a una valla o subidos a un árbol. El pelo es de lana, la boca es un fruncido, los ojos son botones, las cejas y las pestañas están hechas con puntadas.

Im Tal der Puppen (En el valle de los muñecos) —de Fritz Schumann (Berlín, 1987), fotógrafo y periodista alemán residente en Japón— es un vídeo de seis minutos y medio que cuenta la historia de la asombrosa Ayano Tsukimi: una mujer que siembra de muñecos el pueblo semivacío en el que vive. Cada uno, del tamaño de una persona, representa a alguien que murió o se mudó del lugar.

La mujer de 64 años vive en el pueblo de Nagoro, situado en un valle en la isla japonesa de Shikoku: la más pequeña y menos poblada de las cuatro principales del país. Cuenta que cuando era una niña, allí había una presa gestionada por una compañía que daba trabajo a cientos de personas. Tras cerrar el negocio, los habitantes de Nagoro se marcharon poco a poco a las grandes ciudades: ahora sólo viven allí 37.

Ella misma se fue con su marido y su hija para instalarse en Osaka, la tercera ciudad más grande de Japón. Aunque ellos siguen allí, Tsumiki decidió volver hace 11 años y vive con su padre (de 83) en la casa familiar.

Hace una década que empezó a crear los muñecos. «No tenía mucho que hacer. Planté semillas, pero no germinó ninguna. Pensé que necesitábamos un espantapájaros, así que hice uno que se parecía a mi padre». Admite que nunca planeó comenzar a recrear antiguos habitantes y no se detiene en explicar qué le impulsó a iniciar la serie. No es necesario explicar el dolor que provoca ser testigo de cómo un pueblo se apaga, condenado a dejar de existir.

En la colección abundan las ancianas, que admite que se le dan especialmente bien. Tras hacer 350 representaciones humanas, continúa elaborándolas a mano. «Las expresiones faciales son lo más complicado. Los labios son difíciles, si se tuercen un poco, pueden parecer enfadados». El director, los profesores y los antiguos estudiantes del colegio del pueblo, que cerró hace dos años por falta de alumnos (sólo había dos) están entre los muñecos más recientes.

«Los muñecos no viven tanto como los humanos, tres años como máximo», dice Tsumiki, que también reflexiona sobre la edad avanzada de los habitantes de Nagoro: «Puede que llegue el día en que sobreviva a toda la gente de este pueblo». En el pequeño pero sentido reportaje de Schumann, la mujer japonesa revela que no piensa en la muerte, aunque también es consciente de que desde el valle «se tarda 90 minutos en llegar a un hospital apropiado» y eso significa estar a merced de la suerte si hay una emergencia. Tal vez por eso ya se ha encargado de hacer un muñeco de sí misma.

Helena Celdrán