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Este archivo está manchado de sangre: las fotos policiales de Nueva York

Antonio J. Demai, 19 años. 19 de diciembre de 1915

Antonio J. Demai, 19 años. 19 de diciembre de 1915

Podría ser un poeta, bello y simbolista, acaso tuberculoso, muerto en la soledad de la indigencia o quizá el modelo potencial para un óleo goyesco o un montaje de Joel-Peter Witkin… El joven cadáver es moderno con determinación —carne escueta, mejillas afiladas, ropa pobre, cabellera descuidada con esmero—, pero la escena y la maravillosa foto de la escena tienen casi un siglo de edad. Es una imagen policial —es decir, una representación de evidencias— de un crimen cometido en Nueva York poco antes de la Navidad de 1915. Sabemos por la ficha del archivo que el muchacho, quizá italiano, se llamaba Antonio J. Demai, que murió de un tiro en el estómago y que el homicidio se registró en un cuarto del número 287 de la calle Hudson.

La foto es una de las 870.000 que el Departamento de Archivos de la ciudad de Nueva York, en algunos momentos del siglo pasado una de las más violentas del mundo, ha digitalizado y colgado en Internet. Probaron la base de datos en fase beta durante dos semanas y, a bombo y platillo, la declararon abierta en el éter ciberespacial hace dos días. La demanda de visitantes es tan alta que no hay acceso a las imágenes y, en el momento de escribir esta nota, la web anuncia «labores de mantenimiento para solucionar el problema», una precisión que pone en duda la intención expresada en el lema del departamento: «siempre abierto».

Sin datos, sin fecha

Sin datos, sin fecha

Las muchas y merecidas reseñas del nuevo archivo online que han sido publicadas estos días se detienen, sobre todo, en el caudal de fotos de obras públicas que salen a relucir. Se han exhibido imágenes de puentes en estado emergente, procesos de adoquinado y otras cosméticas urbanas, ambiente en las tribunas de los estadios y algunas escenas meramente documentales. También se ha estimado como milagroso el trabajo del funcionario Eugene de Salignac, fotógrafo municipal cuya obra, esteticista y del agrado de los no menos decorativos archiveros, fue descubierta en 1999 por uno de sus sucesores.

El trabajo de los fotógrafos-policía que contiene el archivo es reseñado de puntillas o directamente ninguneado. Como mucho se mencionan las características macabras de la danza de la muerte con la sangre y las escopetas, navajas, revólveres, martillos y otras armas de ataque empleadas como instrumentos de los crímenes.

Es una injusticia. Estamos ante un ejemplo mayor de fotografía periodística y artística. Dice bastante del oficio fotográfico-periodístico y su vanidad que las obras hayan sido realizadas por agentes de policía que no han pasado del anonimato, que no quisieron ejercer el derecho a la firma o lo ejercieron de modo sigiloso. Ninguno de sus sustantivos trabajos gusta demasiado a los archiveros. Tampoco a los periodistas.

Sin datos, sin fecha

Sin datos, sin fecha

Una buena cantidad de las fotos forenses de Nueva York ya habían sido publicadas en 1992 —circunstancia de la que parecen no haberse enterado los reseñadores del archivo online, que reproducen alguna de ellas como si fuese inédita— en el libro Evidence del periodista Luc Sante, que asoma por segunda vez a este blog (la primera fue a consecuencia de la antología de ensayos Mata a tus ídolos). Dada la caída de la web del archivo de Nueva York, me he tomado la libertad de escanear de mi ejemplar las imágenes que ilustran esta entrada. Sante, como todos los parias de la tierra, adora a los piratas y sé que nada debo temer.

El ensayista belga, residente en Nueva York y sus lindes desde hace varias décadas, ultimó jornadas silenciosas en el archivo policial. Antes de redactar el libro se preguntó si el estilo de las fotos indicaba que se trataban de la obra de una sola persona: los planos cenitales, la composición clásica y cierto sentido lírico a la hora de afrontar la violencia cruda indicaban que sí, pero, tras la investigación en los archivos, Sante descubrió que había seis agentes encargados de la cámara y que el estilo unipersonal que adivinó en primera instancia era más bien un método desarrollado con la práctica y según las necesidades del trabajo: escenificar con rigurosa naturalidad la escena de un crimen.

Homicido de un hombre apellidado Roshinnsky, el 15 de febrero de 1916

Homicido de un hombre apellidado Roshinnsky, el 15 de febrero de 1916

Tras mucha indagación, el periodista dió con los nombres de los fotógrafos: John A. Golden, Clement A. Christensen, Arthur W. DeVoe, Frederik F.E. Zwirz, Charles E. Carsbrer y un tal Abrams del que sólo averiguó el apellido. Todos eran funcionarios de la Policía de Nueva York y alguno ascendió bastante en el escalafón, como Zwirz, que llegó a ser responsable del departamento de huellas dactilares del cuerpo. Ninguno es recordado como fotógrafo. Tampoco lo pidieron: eran policías, hacían un trabajo. Hemos olvidado que somos lo que hacemos, sobre todo cuando lo hacemos bien.

La foto de la izquierda, que aparece firmada en el reverso con un lacónico «taken, Abrams» (tomada por Abrams), es un ejemplo de las virtudes del agente como fotógrafo: la composicion no es complaciente, la cámara se ha colocado casi al nivel del suelo para buscar la cara del cadáver y la ominosa mano derecha, agarrotada y ¿quemada?, sin olvidarse de los inesperados audífonos de telegrafista y el aparador con espejo volteado con respecto a su posición lógica…

Sin datos, sin fecha

Sin datos, sin fecha

En esta otra, de la que nada se sabe, la simetría parece compuesta y la postura de madre yacente clásica del cadáver no difiere de algunos ejercicios de los maestros pictorialistas… El fotógrafo, podría decirse, empatiza con la joven asesinada, quizá por una cuchillada o un balazo que dejaron muy pocos rastros de sangre, y la presenta con un lirismo conmovedor, casi alucinado y de extrema ternura en el detalle central —verdadero áxis de la foto— de la pierna descubierta de la chica.

¿Se imaginan que saquemos de los arcones, con seguridad y en todos los sentidos bastante sucios, las fotos de escenas del crimen de los muchos cuerpos policiales españoles? ¿Permitirían la investigación sin poner cortapisas pese al derecho amparado por la ley de la investigación en los archivos antiguos? ¿Encontrarían editor los hallazgos de un posible investigador? ¿Qué revelarían sobre nuestra forma de delatar, traicionar, matar, morir, malvivir, sufrir o sobrevivir?

Sin datos, sin fecha

Sin datos, sin fecha

En esta otra foto, vemos un cadáver encontrado dentro de un barril. Tenía 24 cuchilladas en el cuerpo, entre ellas una que le seccionó la yugular, y la lengua cortada. Se trataba, con probabilidad, de un hombre acusado por algún clan de ser un chivato.

La escena nocturna en el baldío, con el pueblo amontonado al fondo —donde siempre nos amontonan a los sin tierra— y el cadáver encogido al que nadie, excepto el fotógrafo, parece prestar atención, me gusta más como foto y me dice más como documento que cualquier ejemplo memorialista del adoquinado de una avenida o la heroica construcción de un viaducto.

El pasado es un cadáver acuchillado en un barril y es cuestión de educación cívica que nos permitan verlo.

Ánxel Grove

«Puede que hayamos dejado de fumar, pero seguimos ardiendo»

"Mata a tus ídolos" - Luc Sante

"Mata a tus ídolos" - Luc Sante

Luc Sante tiene la decencia de no renunciar. Nació en 1954 en Bélgica y desde hace casi 50 años vive en los EE UU como extranjero, manteniendo la ciudadanía natal, sin acomodarse a la green card, el papel que otorga la residencia y que, como todo papel, es una bastardía para amanecer con un poco menos de angustia y residir en el banquillo local.

Los editores españoles -con la política tarambana normativa del gremio- no habían reparado en Sante hasta que, hace unos meses, los tres benditos locos de Libros del K.O. editaron Mata a tus ídolos, una recopilación de artículos, traducida por Zulema Couso, que en inglés tiene un título bastante más sugerente, Kill All Your Darlings (que podríamos traducir sin temor a la infidelidad como Mata a todas tus fulanas o Mata a todos tus seres queridos, es decir, una invitación al saludable autogenocidio del santorall interno, tomado de un consejo literario atribuido a William Bourbon Faulkner).

El libro es una lección moral sobre periodismo. Como dice en el prólogo otro presunto culpable al que las editoras españolas ningunean, Greil Marcus, se trata de ensayos duros. Tranquilos, no es la dureza cínica de Martin Amis, que de tan sobrado parece hablar desde el panteón de ingleses ilustres, ni de la dureza mentecata de Agustín Fernádez Mallo y otros nocillos españoles, que andan empeñados en revisar la Escuela de Frankfurt pero con hipertexto. Sante es duro porque ejercer la dureza «significa entrar dispuesto a extraer la verdad del sospechoso, sabiendo que el punto decisivo puede llegar cuando el sospechoso empiece a extraerte la verdad a ti«, añade Marcus.

Mata a tus ídolos se abre con Mi ciudad perdida, un razonamiento del amor fou de Sante por la ciudad de Nueva York («me hubiera declarado ciudadano de Nueva York de haber existido tal estado apátrida, de bandera negra lisa») y concluye con Compañero del profeta, una declaración de amor por Arthur Rimbaud, es decir, por el Otro («Rimbaud nunca tuvo un Rimbaud. Mató a sus ídolos. Se tragó sus influencias, las imitó mientras las mejoraba y, de haber estado vivas, les habría echado en cara que era mejor siendo ellas que ellas mismas»).

Luc Sante

Luc Sante

Entre la entrada y la salida (cuyo enunciado debería alcanzar para saber de qué va la cosa: una crónica cultural del siglo XX, sus abrasivas miserias y sensuales toxicidades), Sante habla del joker Bob Dylan, el gángster John Gotti, el ex alcalde Rudolph Giuliani, los cigarrillos («el fumador será un pecador por siempre jamás»), Robert Johnson, Charley Patton, Víctor Hugo, la enorme juerga de los años blancos («llevar una vida rápida y difícil formaba parte del juego y, en algunos casos, constituía la expresión artística de los torpes»), Walker Evans, Robert Mapplethorpe

Que Sante haya llegado al fin a las estanterías de libros en castellano y a la base de datos del ISBN es para alegrarse, pero me importan cada día menos las juergas de masas. Lo que de verdad celebro es que un escritor así –entero, anticool, bárbaro– siga en pie y dejándonos entrar.

Establezco aquí que deseo una de las frases de Sante para mi epitafio: «Puede que hayamos dejado de fumar, pero seguimos ardiendo».

Ánxel Grove