Perfil de un criminal contra el patrimonio universal

Antigua mano de hierro en un desierto sereno, “el señor Al Mahdi”, así es citado por la pionera sentencia de la Corte Penal Internacional, pasará nueve años entre rejas, quizás anhelando el espacio perdido, el enigma geométrico de las dunas móviles, y el viento, el viento que serpentea en el Sahara movido por un aliento cálido que nunca penetrará en su celda.

Ahmad al Mahdi, acusado de crímes de guerra en Malí por el TPI © TPI

Ahmad al Mahdi, acusado de crímenes de guerra en Malí por el TPI © TPI

Es el primer condenado bajo la ley internacional por la destrucción de bienes, arte y patrimonio cultural. La Corte penal consideró que destruir estos bienes equivale a anular personas. Antes de escuchar la sentencia, ha mostrado arrepentimiento por el sufrimiento emocional causado; tal vez de corazón –“por su familia, por su país, por la comunidad internacional”, o quizás buscando el atenuante. Este arrepentimiento viene por haber destruido o dañado joyas irremplazables que dijimos que pertenecen a todos, resilentes piezas de nuestro puzzle antiguo, patrimonio catalogado por la Unesco, mausoleos lejanos que evocaban un tiempo de caravanas y largos trayectos cuando los humanos sabían que la arena era un océano, el origen y final de todo. Tiempos en los que la sal y no el silicio y el petróleo motivaba las guerras.

El Señor Al Mahdi fue acusado de destruir, intencionadamente, junto a otros, 10 edificios históricos y culturales de Tombuctú, en Malí, en junio y julio de 2012. Casi todos eran mausoleos o mezquitas que ofendían a su irracional interpretación religiosa. Tombuctú es conocida como la ciudad de los 333 santos, y cuenta con una arquitectura única de tumbas y mezquitas y casas solariegas, monumentos levantados en barro y madera, el arte y la sencillez de las materias pobres. Edificios como Sidi Mahamoud Ben Omar Mohamed Aquit, Sheikh Mohamed Mahmoud Al Arawani, Sheikh Sidi El Mokhtar Ben Sidi Mouhammad Al Kabir AlKounti… hoy nombres en los papeles del daño que han tenido que ser reconstruidos por la UNESCO, palabras que se unen al viejo discurso de guerra de Carthago delenda est (Cartago debe ser destruida) que hicieran célebre los romanos. Nada quedó de aquella Cartago que fue faro del Occidente. Poco quedó de los mausoleos que fueron erigidos para la paz de los muertos y la poética de la arena. La misma ceguera supera todos los cimientos de la historia. Hay hombres a los que la arena dorada ciega.

Mezquita de Tombuctú. Foto: Michael Himml. ©RADIALPRESS

Mezquita de Tombuctú. Foto: Michael Himml. ©RADIALPRESS

El convicto se llama Ahmad Al Faqi Al Mahdi pero era conocido por su nombre de guerra, Abu Turab. Es un tuareg nacido en Agoune, a 100 kilómetros al oeste de Tombuctú, que fue centro espiritual e intelectual durante los siglos XV y XVI, capital siempre obligada a luchar contra el desierto y otras invasiones. Fue el jefe de la Hesbah, la Brigada de los Buenos Modales, nombre terrible por su ironía para las bandadas que obligan a los vencidos a vivir bajo el yugo de sus caprichos morales. Qué terrible destino ser gobernado por ciegos armados.

Tiene entre 30 y 40 años, nada si se comparan con esas obras de arte que destruyó, no sobrevivirá a la niñez de ninguna de ellas. Él quizás no sabía entonces que también estaba formado de arena. Su delito es atentar contra la maravilla, contra la mirada suspendida en el tiempo que nos habla de mujeres y hombres de paso lento, de trabajos y construcciones que ingenuamente querían superar el ocaso y la idiocia de los seres humanos (terminantemente más lesiva que todas las horas que nos pudren hacia la eternidad). Atentó contra centros de culto para el rezo y la peregrinación, la arquitectura emocional de estos pueblos, necesidad de musulmanes sencillos, común herencia arquitectónica que nos recuerda qué fuimos.

Había recibido una refinada educación islámica y conocía bien los textos sagrados. En abril de 2012, terminó quién sabe por qué unido al grupo armado Ansar Dine, surgido de las cenizas de la Libia que destruimos. Dice la sentencia que en principio se opuso a derribar el patrimonio por mantener una buena relación con los habitantes doblegados; quizás supiera que era un crimen estúpido. Dice la sentencia que finalmente accedió a cometer el crimen siguiendo las órdenes de los miopes universales que llevan destruyendo memoria desde antes de que Alejandro fuera alabado por incendiar Persépolis.

Tombuctú, ciudad mítica, reino de presagio negro para los aventureros de todos los tiempos, estuvo ocupada por los buenos modales de la destrucción de grupos como Al Qaeda en el Magreb Islámico o Ansar Dine, tras el levantamiento de los tuaregs a principios de 2012, hasta que el ejército francés y maliense la retomaron. Grupos de este pelaje destruyeron el tesoro de Palmira en Siria, grupos de otro pelaje más refinado o tecnológico bombardearon a vista de drone la anciana Bagdad y dejaron que su arte se esfumara por las cloacas de las mafias internacionales. Hablan de guerra cultural y de civilizaciones, pero no es cierto. Toda guerra es contra el espíritu humano, y el espíritu humano es universal.

Tuareg en la ciuda de Tombuctú. ©GTRESONLINE

Tuareg en la ciudad de Tombuctú. ©GTRESONLINE

Consideraba el señor Al Mahdi que la ley islámica prohibía la construcción en las tumbas y el rezo inmemorial en ellas. Consideraron los que bombardearon Bagdad que los bárbaros son siempre otros y que una bomba puede más que un petroglifo sagrado o que la fragilidad del cobijo de un santo medieval. Y así, por la irracional decisión de quienes encuentran la verdad escrita en un cerebro de piedra, por quienes aman la guerra como un único arte, por quienes odian la materia y el espíritu que conforman la naturaleza sutil del ser humano, volaron, arrasaron con picos y excavadoras, volaron arriba los techos de arena y las estructuras sagradas de madera, volaron los recuerdos con el mismo vuelo espectral de los budas gigantes de Bāmiyān, volaron los puentes que nos unen en nuestra balsa común, volaron en definitiva una parte de nosotros, una parte que nos explica y une como especie, anularon personas, y dieron con este derrumbe un paso más en nuestra desorientación.

El señor Al Mahdi no estaba en guerra con el Occidente, sino contra toda la materia sensible que nos habita. Quién no entiende nuestros vínculos invisibles es muy probable que nada le importen los visibles y evidentes. Y así seguimos volando a los supervivientes del tiempo, haciendo de nuestra estúpidez el legado.

Hoy nadie rezará o se asombrará en el antiguo mausoleo. Hoy el desierto es un poco más grande, por mucho que el señor Al Mahdi pase unos años en la cárcel. Hoy otros hombres refinados y afeitados hablan de guerra. Hoy miro cada mezquita, iglesia, estatua, acueducto o petroglifo como si fuera el último hombre que los observa.

1 comentario

  1. Dice ser Lico

    Poco me parece para el crimen cometido.

    07 septiembre 2017 | 08:49

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