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Algunas palabras sobre Habla terreña de Frank Stanford (Pre-Textos, 2024)

Mira cómo apunta alto mi propio nacimiento. Allen Ginsberg y James Joyce y Frank Stanford en su “Habla Terreña” editada por Pre-Textos, la muerte apuntando una cita en 1978, el mismo año de mi nacimiento, sin respetar puntuación ni ausencia, así que: ¿Qué lugar reclamas en este asterismo de emociones que se despliega a través de las páginas de la edición de Pre-Textos? En edición bilingüe y con la estupenda traducción de Patricio Ferrari y Graciela S. Gublielmone.


Lo encuentras, lo lees, lo saboreas, el óxido y el pantano: “Encontré a la muerte y al amor/colgados como perros en mi huerto/no tenía ni escoba ni agua fría”. La serpiente de leche, se enfrenta al fuego en mitad de la noche: “El esplendor de la luna sin lazos/ coagulando en el asiento del cupé”, se desliza la piel de la Humanidad cambiante y “Un cementerio muy cerca de la habitación del sordomudo” es como la equis del veneno destilado en un mapa de la mente del poeta.

Suena a culto de la Virgen del Pantano. Inhalando fuegos fatuos, metano y poco más, pero el borracho piensa que respira almas, así la lista crece, de pecados y frugales perdones, a duras penas, asmática la virgen y, de repente, un Diablo amable, acude a su encuentro, con un ventolín recién comprado. Todo parece cerrado, así que tuvo que buscar un lugar de guardia, le mordió el pezón y sus dientes tenían algo de papel de lija y todo aquel humo que emanaba del balde de plumas recogía los restos inservibles de la piel de la Humanidad. “Sunflowers abundant”.

Frank Stanford, con sus poemas que cortan como una hierba afilada, como el barro del motel, como los ojos que se rebanan al ver pasar el río, intoxicados por los viales de veneno que cruzó la leche materna de contrabando, desde el pezón hasta el beso, frío plata, párpados cerrados y monedas: escucha el eco de Caronte en pleno corazón de América. Apunté quemaduras en el libro, una mosca verde que se ahoga, voluntaria, en el licor, para darle el sabor especial que la muerte le pide a los que comparten trago con ella: dulzón, mareante, la piedra del jinete es metálica. Jesucristo, en el porche, desdentado, pide besos y ofrece perdón, lleva haciéndolo año tras año, desde antes de que llegaron los franceses, incluso antes que los españoles: “Lidia me lo escribió en una carta que encontraron después de que tomara el veneno”. Lo importante es saber si lo leyó antes o después, si lo escribió antes o después. Jesucristo, la cerilla, el veneno. ¿Quién avisa a la muerte de que las casas están vacías? ¿Quién le avisa que rebosan de enfermedad y juventud? Como los ladrones, los que aprovechan vacaciones y celebraciones, dejando marcas en la madera de los portales: “Tú temblabas/como quien cincela la fecha de un cementerio/las sombras se filtran densas como humo/cuando las tocaste/hasta respirar les quitaba sangre a los árboles”

«Voy a hacerte varias preguntas, Frank, espero que acudas raudo, atrevido, muerto en vida, vivo en sueños y las contestes: ¿Qué historias cuentan los perros bajo la luna? ¿Quién era el que silbaba las canciones? ¿Quién calmó su sed bebiendo durante un verano entero pipas del Paraíso? Espero, sobre todo, recordarlas al despertar».

Un libro sobre la muerte. Adolescente que se encuentra perdida y desorientada. Poemas de calor húmedo, de piscina municipal, de cincuenta habitantes y los chicos, sin camiseta, recogiendo colchones en el vertedero, es hora de construir el templo de la última infancia, que se inaugure con la sangre de la forastera, la que prometía lenguas extrañas, lenguas de los que caminan hacia el instituto, esos. Nada de vidas abotargadas, de tiempos que se mueven en miles de direcciones. En la noche: “Hasta que jadeaba como esposa de pescador/cepillándose el cabello”. En el anochecer solo hay luz artificial, el reflejo de la luna es peligroso, como los sueños, como las sombras. Cazadora de un bestiario incómodo: “Rompo botellas de gaseosa en la carretera/cerca de la curva/atrapo a los muertos/riéndose de las picaduras del yanqui”.

En los sueños, en los sueños vuelvo a ellos: hay humo negro: “Raíces lentas ardientes y adormecidas”. En el pantano, en el río, en el mar, de cualquier lugar, de los tipos de Barry Gifford, de los de Jack Kerouac, de los de Walt Whitman y Sam Shepard, demasiado alejados de la ciudad como para utilizar sus neones, mejor las lunas, las llenas, las jorobadas, da igual, no es lo que importa: “Uno lleva una hermosa chalina afirma que la luna engaña/debajo del parche que le cubre el ojo izquierdo/rosas salvajes les cubren las bota/que sin andar hicieron camino”. La casa arde antes de que el río crezca, porque no hay nada dentro que salve la vida: “Antes que yo caminara sobre estos diques/largas tumbas de mi padre que él mismo levantó como faraón”.