¿Un perro perdido?

Martín agradecía con frecuencia su altura. Era lo suficientemente grande como para que cualquiera se lo pensara dos veces antes de meterse con él, pero no tanto como para colocarle en el punto de mira de los que no toleraban a los diferentes. En un curso inferior había un chaval que medía algo más de dos metros, todo codos y rodillas, que se había ganado el apodo de “el cigüeño”. La regla de oro en aquella jungla social era no llamar en exceso la atención y él, por suerte, la cumplía tanto en lo que estaba en su mano como en aquello que no podía controlar. Sacaba unas notas bastante razonables pero muy lejos de los tres o cuatro de casi todo sobresalientes, su apariencia y su comportamiento eran del todo normales y nunca había tenido la mala suerte de ponerse enfermo y cagarse en clase o llamar la atención por cualquier otro motivo. Lo cierto es que así eran la mayoría en su clase y en todo el instituto. Ocho de cada diez pasaban los cursos sin grandes penas ni grandes glorias. Los otros dos que completaban la estadística eran otro cantar: uno era alguien que se salía del tiesto por macarra, el otro era algún paria. En toda las clases había un par de matones y otros dos pobres pringados.
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El más infeliz entre los infelices en su clase era Juan. Todo comenzó cuando Alberto, que era al capullo oficial, comenzó a llamarle Juana cuando tenían unos doce o trece años. Juan era frágil, con piel de porcelana, algo amanerado en sus gestos y con una voz quebradiza.

La cosa comenzó con bromas infantiles y estúpidas, como esconderle las cosas cuando iba al baño, quitarle la silla cuando se iba a sentar, lanzarle las ceras por la ventana abierta o hacerle dibujitos ridículos en el pupitre. En algunas ocasiones él se había reído, no se enorgullecía de ello, pero era un niño y todos lo hacían. Incluso Juan esbozaba risas trémulas intentando congraciarse con la manada en plena humillación.

Ya no eran unos niños y aquel acoso había evolucionado y ganado en crueldad. La llegada de la barba y el estirón no había sido suficiente para contrarrestar esa impronta femenina. Las bromas eran más hirientes e implicaban con frecuencia las redes sociales y el Photoshop, se le excluía y ridiculizaba. Martín, como muchos otros de la clase que no veían ya ninguna gracia en torturar al pobre chico, se limitaban a pasar del tema. Igual que los profesores, que eran conocedores del problema pero preferían ignorarlo y seguir dando apuntes.

Martín no tenía claro si Juan era gay, aunque era cierto que, como decía de cachondeo Andrés, “no se le conocía mujer”. Tampoco le importaba lo más mínimo que lo fuera. Volviendo a Andrés: “mejor, menos competencia”. Sabía de sobra que lo estaba pasando mal, que tenía derecho a ser lo que le diera la gana y a que le gustase quien quisiera. Y no lo sabía porque lo hubieran hablado en clase de ello en un plano teórico, igual que del aborto o la eutanasia, lo sabía porque lo sentía en las tripas.

Por eso, en el fondo, le jodía limitarse a ser un espectador para evitar conflictos.

Aquella mañana, durante el descanso, Alberto y Carlos habían ido con el móvil en la mano en busca de Juan, que estaba tranquilamente de charla en una esquina con Laura, carne de primera fila tímida y simpática al mismo tiempo, poquita cosa en general. Era imposible ver a un tío de la clase hablando a solas con Juan, habría sido la mejor manera de invocar problemas. Al acercarse fingieron resbalarse con el aceite que soltaba ‘Juana’. Ya solo con eso lograron que Laura desapareciera. Luego quisieron mostrarle fotos en el móvil.

– Mira tío, Twitter está lleno de actrices porno y tienen fotos en las que se las ve haciendo de todo. Tengo aquí una que te la va a poner dura seguro – dijo Alberto metiéndole el móvil bajo la nariz.

– Déjame en paz –

– Vamos, que quiero comprobar si te la pone dura. Como no sea así, lo tuyo no tiene remedio –

Juan se zafó como pudo y se dirigió a la cafetería del instituto. Era buena idea, allí siempre había algún profesor. Si conseguía llegar, claro. Alberto y Carlos le seguían riendo.

Sí, se alegraba de no destacar y de ser lo bastante grande.

– ¿Qué haces aquí solo? –

Martín se volvió para encontrarse a Manu sentada en el alfeizar.

– Necesito ayuda con Historia. Tenemos el examen el viernes y no he estudiado nada. ¿Te parece si repasamos los apuntes juntos? Mola la manera que tienes de hacerme entender las guerras –

– Vale, pero no me apetece pasar la tarde metido en casa. Puedo coger a Logan y damos una vuelta por el pinar mientras lo repasamos. Hace un montón que no le doy un buen paseo –

– ¡Hace un frío que pela! – protestó ella.

– De eso nada, al sol se está bastante bien –

– Flipas. Los tíos tenéis todos el termostato mal graduado. Con lo a gusto que se está en casa calentitos –

– ¿Quieres que te explique la Segunda Guerra Mundial equiparando a Inglaterra con Andrés y Francia con Alejandra, o no? –

– Tú ganas, como siempre – dijo riendo Manu. Luego señaló con la barbilla el lugar por el que habían desaparecido Juan y su séquito. ¿Quiénes serían ellos? –

– Alberto sería Alemania, Carlos sería Italia. Y Juan me temo que Polonia – suspiró sin la menor duda.

***

Era una birria de pinar. Completamente artificial, con los árboles alineados y flanqueado a un lado por la autovía y al otro por un polígono industrial, pero era un sitio tranquilo, estaba a unos quince minutos andando de su casa y podía soltar a Logan para que olfatease y corriera un poco. Si obviaba lo que les rodeaba, la perfecta alineación de los pinos, y se concentraba solo en la tierra llena de agujas y de los primeros y tiernos brotes de hierba verde, era capaz de disfrutar bastante.
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– A mi madre no le gusta que venga por aquí, dice que como hay tórtolas y conejos también hay escopeteros que vienen a pegarles tiros y le da miedo que me lleve uno –

– No se meten en estos caminos por los que hay gente paseando, corriendo y en bici. Se quedan en los sembrados de más allá. Ahora casi no venimos, pero antes mi madre y yo sí que nos escapábamos bastante con Logan para que desfogara y los tiros siempre sonaban lejos. Aunque es verdad que no deberían sonar ni lejos ni cerca, que por aquí no se puede cazar –

– No parece que ahora necesite desfogar mucho, no quiere separarse de tu lado –

Martín miró a su perro caminando fatigosamente a su lado. Al llegar le había quitado la correa y había echado un par de breves carreras, pero ahora parecía agotado. ¿Cuándo fue la última vez que habían venido? No podía haber pasado más de un par de meses y no le había notado tan cansado, tan mayor.

– Tal vez será mejor sentarnos por el merendero en lugar de pasear – propuso a Manu. Y eso hicieron. Buscaron un banco cerca de una barbacoa de piedra puesta ahí para uso y disfrute de los domingueros y Logan se tumbó a sus pies mordisqueando un palo con sus dientes separados y amarillos. En los dientes también se le notaba la edad, ya no eran aquellas fauces llenas de piezas grandes y blancas que cogían con delicadeza su brazo desnudo para jugar en cuanto regresaba del colegio.

Llevaba un buen rato repasando con Manu el desarrollo de la guerra, con los rusos marchando sobre Polonia y los aliados copando Francia, cuando le vio rondar cerca de la barbacoa. Era pequeño, unos diez kilos, de pelo blanco con manchas negras. Quería husmear en torno a la mesa en busca de algún resto de comida y no quitaba ojo a Logan, sacudiendo discretamente su rabito cortado, pero no se atrevía a acercarse.

– Eh, chico. Ven aquí – dijo alargando la mano. Inmediatamente el perro reculó de un salto curvando el lomo.

– ¡Anda! ¿Y tú de dónde has salido? – dijo Manu levantándose. El perro entonces se alejó aún más, aparentemente con intención de desaparecer.

No quería que se acercasen a él. Otro perro con miedo a los hombres como el podenco que llevaba la chica del galgo. De hecho algo se parecía a aquel, con su rostro afilado, el pelo muy corto y un aire nervioso y grácil. Pero a Logan no parecía tenerle miedo. Le quitó el palo y la correa al viejo pitbull, que reunió fuerzas para acercarse a saludar amigablemente a aquel pequeño representante de su especie.

– No parece mal cuidado. Seguro que es de alguien. Tal vez del polígono que hay enfrente. En las naves tienen a veces perros –

– Si es de alguien, ese alguien debería tener más cuidado y no dejarle vagabundear por aquí. Si no sabe cuidar de un perro, no se merece tener uno-

– ¿Qué le va a pasar por vagabundear por aquí? Esto está tranquilísimo, no veo que haya ningún peligro-

– No tengo ni idea, pero se me ocurre de todo: que le dé por cruzar la autovía persiguiendo un conejo, que se encuentre con algún gamberro. ¡Qué se yo!. Solo sé que yo no dejaría a Logan por aquí a su bola. Ni por aquí ni en ningún sitio. Si tiene un dueño, no se lo merece –

Silbó para que Logan se acercase y con él vino el perrillo como había esperado.
Aprovechó que parecía feliz de verse junto a un congénere para acuclillarse muy despacio a su lado y extender una mano con los dedos hacia abajo. El perro no se acercó, pero tampoco huyó. Tras un par de minutos se aproximó a olisquearle. Martín movió la mano muy suavemente y le acarició la parte inferior del hocico con las yemas de los dedos, luego el pecho. El perro llevaba un collar de nylon raído y estaba delgado, que no esquelético. Subió un poco los dedos hasta engarzarlos con el collar, al sentirlo el perro dio un salto hacia atrás y retorció la cabeza para intentar liberarse. No tuvo éxito y se encogió de nuevo, tenía miedo pero no intentó morderle. Martín prosiguió con sus caricias sin soltarle.

Empezó a pensar a toda velocidad. Si ataba varias bolsas de las de recoger la caca podría fabricar una correa, pero no se fiaba de que resistiera los tirones del perro en caso de que no quisiera seguirlos. Podía ponerle la correa de Logan, pero a ver cómo llevaba entonces a su propio perro. No es que Logan fuera a escapar ni mucho menos, iría andando a su lado, pero no podía ir con un pitbull suelto todo el camino hasta casa. Si llevase cinturón, pero no era el caso… Miró entonces a Manu, ella sí llevaba un cinturón delgado de plástico blanco. Perfecto.

– Déjame tu cinturón, anda –

– ¿Qué vas a hacer con él? Estás loco –

– No puedo dejarle aquí. Debe estar perdido o abandonado –

– ¿Y qué vas a hacer? ¿Presentarte en casa con dos perros? Tu madre iba a estar encantada, seguro. Se le ve bien, seguro que tiene a su dueño cerca. Yo estoy convencida de que es de alguna de las naves del polígono y le dejan salir a pasearse solo por aquí –

– No estoy tan seguro –

– Si te lo llevas a ver dónde lo metes. Te vas a llevar una bronca. Mírale, seguro que sabe apañárselas. Se le ve un perro listo –

Martín se miró en los ojos color avellana del animal. Era cierto que su madre pondría el grito en el cielo. No tenía ni idea de qué podía hacer con él. Antes de darse cuenta de lo que hacía sus dedos habían aflojado la presa sobre el collar y el perro se había alejado de un par de saltos. Se puso en pie, dudando. ¿Debería intentar atraparle otra vez?

– Venga, vamos de vuelta a casa. Logan está machacado y yo me estoy quedando congelada sentada en este banco – dijo Manu cogiéndose de su brazo.

Echaron a andar el silencio seguidos por Logan. El perro les siguió unos pocos metros, muy pocos. Luego se detuvo un momento , dio media vuelta y se alejó trotando en dirección al terreno de labranza.

Aquella noche concilió el sueño sin poder quitarse de la cabeza a aquel perrillo, convencido de que no olvidaría aquel breve encuentro y la sensación de impotencia, de no haber obrado como el corazón le pedía.

***

Esta es la cuarta entrega del folletín animalista que estoy publicando en este blog todos los viernes. Un libro por partes con el que quiero aprender y experimentar una nueva forma de escribir. Quiero hacer una buena novela juvenil, apta para todos los públicos, con el marco de la protección animal para dar a conocer y concienciar sobre esta realidad. Continuará el próximo viernes. Si no podéis esperar ya sabéis que podéis comprar mi primera novela, Galatea, una novela de ciencia ficción solidaria con los perros y gatos abandonados, ya que la mitad de los beneficios irán destinados a ellos.

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Alma, la perrita de las imágenes, tiene unos cinco años y es sociable con todos, humanos, perros hembras y machos.

Está en Proa, una protectora del sur de Madrid. Se entrega vacunada, desparasitada, esterilizada, con chip y con contrato de adopción. Solo en Madrid.

Más información.

6 comentarios

  1. Dice ser Manolo Cuevas

    Muy buenos contenido me encanta vuestro blog como Guias

    13 febrero 2015 | 9:24

  2. Dice ser Irene

    Me está encantando, Martín y la historia.

    13 febrero 2015 | 9:38

  3. Dice ser Jorge

    Argh!! Me he quedado con ganas de más! 🙁

    13 febrero 2015 | 9:48

  4. Dice ser lola amigo

    creo que muchas de las personas que estamos ahora ayudando a los animales hemos sentido en primer lugar, cuando éramos unos niños y no podíamos tomar decisiones sin el visto bueno de nuestros padres, esa sensación de impotencia y de dolor al no poder hacer lo que considerábamos se debería hacer.
    noches sin dormir pensando en ese gatito que te hubiera gustado llevar a casa a darle cobijo y calor, al perrillo que echó a correr por la carretera y no le seguiste ni hiciste por ayudarlo
    son esos sentimientos y ese convencimiento de que no lo habías hecho bien, aunque no te quedara más remedio, el que, al llegar a adultos, nos hizo plantearnos que hay que ayudar, que no basta con mirar y hacer una foto, o darle lo que tengas a la mano para que coma en ese momento … que hay que ponerse las pilas, implicándose más directamente …. así somos los voluntarios de protectoras y las personas que, por libre, y sin más ayuda que ellas mismas y su mas o menos escaso dinero, los que no «pasamos» de un animal callejero, los que reclamamos que la administración vea el problema (aunque persista en su ceguera), los que luchamos por que cese el maltrato … etc. etc. etc. …. en resumen, amigos de los animales

    13 febrero 2015 | 9:53

  5. Dice ser Nomeborresporfa

    A mi es al primero que le gustan los perritos pero insisto con lo de las caquitas en la aceras.

    13 febrero 2015 | 22:42

  6. Dice ser Para lola amigo

    Pues a mi realmente lo que no me deja dormir es ese anciano abandonado, esa persona desamparada, ese parado sin subsidio etc…. mientras no solucionemos ese tema los demás son secundarios excepto para la minoría animalista.

    14 febrero 2015 | 12:14

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