Excesiva, inverosímil, loca, sensacionalista… y tremendamente entretenida. Así ha sido la cuarta temporada de House of Cards, una serie que nació con vocación trascendente y que, temporada tras temporada, ha derivado hacia lo comercial, depurando lo que no funcionaba o funcionaba menos, para convertirse en un perfecto divertimento, en un culebrón de elegante acabado. Eliminando por fin la envoltura de narración con ínfulas y renunciado —thanks Lord— a las incomprensibles y cansinas tramas de política exterior (¿alguien se acuerda de lo que pasaba con los chinos?), se ha centrado en lo que de verdad interesa: la ambición desmedida de los Underwood y sus tejemanejes políticos.
Una vez liberada de su encorsetamiento y de las etiquetas que no le sentaban bien (esto no es The Wire, señores), House of Cards ha dado sus mejores frutos. Con un desenfreno de acontecimientos que no dejan tiempo ni para respirar, sin el lastre de rusos o chinos (los terroristas siempre dan más juego o si no que se lo digan a Homeland), con personajes hiperbólicos a los que la maldad les rebosa por los poros sin resquicio de grises y, sobre todo, gracias a centrar la temporada en Claire, el personaje más interesante y peor desarrollado hasta el momento, House of Cards ha logrado despegar con una fuerza sorprendente, dejándonos con ganas de más y sin la sensación de desgaste tan acusada que percibí tras la tercera temporada. (Atención, Spoilers)