Había leído en repetidas ocasiones al influyente crítico americano Alan Sepinwall que ‘The Americans’ era una de las mejores series en emisión y una de sus preferidas. Suelo coincidir bastante con él en gustos, así que fruncí el ceño y pensé: «Tengo que darle una nueva oportunidad.» A la recomendación de Sepinwall se unía la de Alberto Nahum, al que también le apasionaba la serie. ¿Cómo iban a estar equivocados mis dos críticos predilectos? Así que, intentando hacer caso omiso a mis impresiones sobre la primera vez que intenté verla y no pasé del cuarto episodio, la retomé con ganas.
Sin embargo, cuando terminé las dos primeras temporadas tuve la sensación de que había visto algo notable pero que no llegaba a apasionarme. La serie había comenzado con un enorme deux ex machina —el agente del FBI Stan Beeman se va a vivir justo a la puerta de al lado de los espías rusos e incluso se cuela en su garaje de buenas a primeras para ver si allí hay algo turbio—, aunque había conseguido enderezarse gracias al correcto desarrollo de una premisa arriesgada pero atractiva: ¿cómo se las ingeniaría una pareja de espías de la KGB para conciliar la vida familiar del americano medio con su trabajo sin horarios? La historia tenía su chicha. (Spoilers)