En los vídeos promocionales y en los conciertos de presentación de su último disco Björk oculta su rostro tras gasas semitransparentes de las que nacen bordados y encajes. No sorprende la excentricidad —una marca de la casa—, sino la insistencia con que se blinda de las miradas del público, apenas dejando la boca al descubierto para cantar. Tal vez lo haga por simple vanidad, a lo mejor le es difícil soportar que las letras de Vulnicura (un álbum confesional y descarnado) la muestran como un ser humano vulnerable.
Nada más filtrarse en Internet, la artista islandesa adelantó la publicación del disco y se lanzó a dar entrevistas, en muchas hacía esfuerzos por no llorar o terminaba por dejar que brotaran las lágrimas. En aquellos primeros encuentros con la prensa mencionó que sentía «vergüenza» por exponerse de manera tan sincera, «tan adolescente». Dejaba de ser un vendaval polar y se mostraba sola y doliente.
El artista tras los antifaces barrocos es James Merry. Colaborador de Björk desde hace seis años, declara que bordar es un antídoto contra las prisas, te obliga a pisar el freno para centrarte en un ritmo terapéutico. Sólo necesita hilo, aguja y tejidos, puede llevar un pequeño taller en la mochila y además adora la «ponibilidad» del «producto final». «No están incrustados en un marco sobre una pared, puedes llevarlos, doblarlos y ponerlos en la lavadora cuando se ensucian», dice en una entrevista reciente.