Se nos ve el plumero Se nos ve el plumero

"La libertad produce monstruos, pero la falta de libertad produce infinitamente más monstruos"

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Salí de Londres descalzo. Los malos nos van ganando

Al regresar a casa, he leído varias docenas de comentarios al último post que dejé aquí («A falta de votos, buenas son togas»), antes de volar el lunes hacia Londres. No es lo que yo llamaría un aterrizaje suave. ¡Cómo está el patio!

El conflicto sobre los peritos, los superiores de los peritos, los jueces, elmundobórico.es, ETA, el 11-M, Madina, víctima de ETA y víctima también de la Asociación de Víctimas de Alcaraz , y todo lo que aún nos queda de las dos españas, siguen enredándonos, erre que erre, por las páginas de nuestros diarios de papel y digitales.

Al deshacer la maleta, he tirado sobre la cama el Financial Times de ayer y, de pronto, he reparado en la gran foto de su portada. A tres columnas, el presidente George W. Bush y el ex presidente Bill Clinton aparecen medio abrazados y luciendo ambos su mejor sonrisa.

Ya se que son políticos, o sea, actores, y que pueden disimular sus sentimientos, en cuanto aparece una cámara en el horizonte. Pero, al menos por un instante, son capaces de fingir, de vencer lo que les separa, para abrazarse y reirse juntos a carcajada limpia.

¿Sería posible ver algún día, en nuestros diarios, una foto semejante con el presidente del Gobierno actual y el presidente anterior sonriendo juntos?

¿Podemos imaginar a Zapatero y a Aznar, tan juntos como aparecen Bush y Clinton en la portada del Financial Times de Londres?

¿Podemos imaginar la misma escena, incluso, con José María Aznar y su antecesor en el cargo Felipe González?

Hace años, en plena transición, fue posible esa foto con Adolfo Suárez y Felipe González.

¿Por qué no es posible ahora?

¿Qué hace tan diferentes a nuestros líderes políticos de los norteamericanos?

¿Hacia donde camina nuestra clase política?

¿Hacia dónde nos llevan?

¿Queremos ir con ellos a la basura de la crispación permanente, sin respiro?

Con esta reflexión he deshecho la maleta y, con cierta pena, me he sentado a escribir estas líneas y a envidiar a los norteamericanos por esa foto de Bush y Clinton. Y a envidiar también a los ingleses, porque la gran foto de sus portadas de ayer (en The Times, en The Daily Telegraph, etc.) era la de un hermoso caballo (Desert Orchid), campeón legendario de muechas carreras, que había muerto de viejo a sus 27 años. Y sus editoriales iban destinados a defender la calidad de la enseñanza y el futuro de la Universidad de Oxford.

En fin, un par de días en Londres -para dar una conferencia en la London School of Economic y debatir sobre el futuro de la prensa- sientan la mar de bien.

Refresca mucho tomar distancia de las portadas de nuestros diarios de trinchera y respirar un poco de democracia gran reserva.

Claro que tampoco en Londres atan los perros con longaniza. Da miedo ver a los taxis que vienen a por ti, sin conductor aparente, por el lado antieuropeo de sus calles, pitando para no atropellarte. Nunca me acostumbro a conducir por la izquierda. Estos ingleses…

He notado, sí, un cambio de atmósfera desde mi último viaje a Londres y tiene que ver con el terrorimo islamista, la seguridad y la libertad de los ciudadanos.

Desde que entras en el aeropuerto notas algo raro y distinto que yo no había notado al aterrizar en los últimos meses en París, Oslo, Estocolomo, Almería o Madrid.

Hay muchos policías con el dedo en el gatillo de sus metralletas. Te hacen entrar en rigurosa fila india, mientras los perros policías te van olisqueando y sus dueños te escudriñan de arriba abajo.

Al abandonar Londres tienes que llevar la crema de afeitar y los líquidos en una bolsa de plástico transparente, como en toda Europa, pero te tienes que quitar más ropa y tienes que pasar los zapatos por la cinta de control. Por eso pasé la frontera descalzo.

Nunca me había pasado. Ni siquiera en Estados Unidos, donde son tan fanáticos o más que los ingleses en cuestiones de seguridad.

Desde luego, de haberlo sabido hubiera llevado calcetines nuevos. Los que enseñé a mis compañeros de aduana, al cruzar el control, eran viejos y tenían dos hermosos agujeros en el talón de Aquiles. Pero -eso sí- estaban limpios. Los había lavado yo mismo la noche anterior en el lavabo del hotel.