La posibilidad no es tan remota: existe. Y como tal, la pregunta sobre cómo seguir creyendo en nuestro proyecto al día siguiente es legítima. Aunque, claro, desesperanzadora. Si Grecia sale del euro —más allá de quién tenga la responsabilidad última del fracaso, aunque, es una opinión particular, el fracaso sería sobre todo de quien guarda celosamente los triunfos en medio de la partida— los europeístas lo tendremos bastante más complicado para defender nuestro credo.
Simplificar los argumentos —que Grecia pague sus deudas vs. toda la culpa es de la troika— no ayuda en nada, como se está viendo estos días de negociaciones menos diplomáticas de lo que todos quisieran. Más allá de las implicaciones económicas, legales, políticas, relativas a los tratados y al funcionamiento de los bancos, las instituciones, etc, todas ampliamente comentadas ya, lo fundamental es, creo, el abismo narrativo que produciría el abandono de Grecia.
Y no porque Grecia represente los valores simbólicos de la democracia y blablaba (basta con leer algunos de los libros del Kaplan viajero para darse cuenta que Grecia lleva viviendo de las rentas, en la mente de los ilustrados europeos, desde hace un par de siglos), sino porque si cae Grecia con ella caerá el principal argumento para sostener el proyecto europeo: la solidaridad entre los Estados y sus ciudadanos.
Leo en Twitter que hay quien se preocupa por los hijos, por la pedagogía. Por cómo les explicarán, cuando toque, que forman parte de una unidad que dejó despeñarse hacia el abismo a uno de sus miembros. No es un tema menor. Hasta hace muy poquito, incluso hasta hoy, la UE es una historia de éxito. Pueden contarse fracasos, exageraciones, autoengaños, pero hasta los más críticos aciertan a encontrar bondades. Ese es el mayor activo, como se dice hoy, con el que cuenta Europa. Si se arrincona a Grecia, habrá que asumir un coste mayor: perder para la causa a las nuevas generaciones.