Un pingüino visita Barcelona asustado por nuestras ansias de Omega 3

Este pingüino, que llegó de turismo a Barcelona, traía consigo un aviso. Uno de esos mensajes que son tachados de aburridos por los parroquianos del bar global.

 

 

El aviso es el siguiente: el ecosistema de la Antártida podría colapsarse si no actuamos de una vez. Para evitarlo Greenpeace ha desplegado una campaña de título épico o marcial: La marcha de los pingüinos. Reclama un espacio de protección de 1,8 millones de kilómetros cuadrados en este continente helado, que sería el santuario más grande de la Tierra. Quisieron llamar la atención mandando animales de papel por medio mundo. Su supervivencia es también la nuestra.

Nos importa, sin embargo, su futuro lo mismo que nos preocupa el deambular de un bosquimano sediento por el Kalahari. La Antártida no es la Atlántida, claro. Preferimos soñar con las catástrofes del pasado, cosas lejanas, anteriores a los romanos. Las amenazas de presente, y sobre todo las del futuro, son un verdadero coñazo.

«La Atlántida desapareció vaya usted a saber por qué, pero culpa nuestra no fue».

Frases como esta las escucho a diario en los bares. La parroquia sabe mucho de civilizaciones perdidas y poco de los polos actuales. “Al neandertal se lo cargaron los sapiens, los nuestros”, alega uno. Y entonces el bar estalla en un sonoro «¡a por ellos, oé! “¡En los polos no vive nadie, qué más dará!”, interviene otro. “Hombre, los inuit, en el Gran Norte”, respondo. “¿Pero esos tienen estudios o calefacción?”, alegan al contraataque. “Las hipotecas no existen en la Antártida, y solo por esto valdría la pena salvarla”, les contesto siguiendo con la lógica de su clara reducción al absurdo.

Si el polo se derrite o lo machacamos con la sobrepesca – ahora nos ha dado por zamparnos todo el krill, que es un crustáceo minúsculo indispensable para la vida marina y que está lleno, para su desgracia, de Omega 3– nos parece aburrido. Bastante tenemos ya con Cataluña separándose del continente cual nuevo Gondwana, o con Rajoy, los falsos másteres, y el resto de la banda que entona el “novio de la muerte”. La distracción es la distracción y Cristiano Ronaldo siempre sabrá agasajarnos con una estupenda chilena. Y una chilena vale más que todo el krill del mundo.

El pingüino que visitó Barcelona estaba hecho de papel. Fue diseñado por el artista alemán, Wolfram Kampffmeyer, conocido por Paper Wolf.

 

Tras viajar por Sydney, Washington, Buenos Aires, Nueva Deli o Berlín, el animal paró en frente de la Sagrada Familia.

 

Si nos dijeran que esta maravillosa iglesia se está derritiendo armaríamos el Belén, sacaríamos los tanques a la calle, juntaríamos a independentistas y unionistas, a pesar de que Gaudí, sabemos, copió las formas naturales. Los glaciares valen poco porque los hizo la madre Naturaleza, que tiene el don subversivo de hacerlo todo gratis. Pensamos por ello que vale más la pena esa cosa negra y viscosa que habita en su subsuelo, o dejar a los pingüinos y focas muertos de hambre.

¡El shushi maki es la hostia!, interviene otro habitante del bar.

Llevaba este pingüino un sombrero de turista, y eso nos parece lo más gracioso de todo. Lo malo es que este animal artístico es un símbolo que ha utilizado Greenpeace para que nos fijemos en estos turistas forzosos.

Los animales de los polos lo pasarán peor en este viaje que un alemán visitando las Pirámides en agosto. Los pingüinos y las ballenas no saben sudar.

Como preferimos soñar con la Atlántida dejaremos que se mueran de pena o achicharrados. Cocidos, porque los pingüinos son un coñazo. El krill es solo una cucaracha marina y el Omega 3 la nueva fuente de inmortalidad.

“¡Humans first!”, así termina la conversación en el bar globalizado. Si un día necesitamos a estos animales los tendremos en papel gracias a artistas como Paper Wolf. La Sagrada Familia en cambio es eterna, perfecta. Ha costado un dineral, años de sacrificio eclesiástico. Barcelona seguirá amando el tráfico colapsado y los turistas andarán despistados.

La metáfora me parece sencilla, y así intento yo, pobre de mí, cerrar la conversación que hemos tenido en el bar Atlántida: parecemos aquella familia que decidió ponerse a arreglar el microondas antes que apagar el incendio que asolaba la casa.

«Tranquilos, amigos: siempre nos quedarán los animalitos de papel». Termino repitiendo esta frase para que no piensen que soy un catastrofista o un amargado. «El Krill es aburrido», responden ellos.

Después, brindamos. En la tele juega Cristiano Ronaldo. Huele a humo…

 

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