Solo un capítulo más Solo un capítulo más

Siempre busco la manera de acabar una serie cuanto antes... para ponerme a ver otra.

Archivo de la categoría ‘Deadwood’

Deadwood o el nacimiento del Estado

Durante el mes de agosto voy a estar de vacaciones, tras un intenso año de trabajo. Pero eso no quiere decir que el blog descanse. Para aunar mis días de asueto y que ésto continúe funcionando, he pedido a varios amigos y amigas que os cuenten cuáles son sus series preferidas y por qué. Así, de paso, le damos otro aire a lo que se suele leer aquí. Que lo disfrutéis.

El texto de hoy es de Nacho Segurado

Mi paciencia para acabar las series es inversamente proporcional a la obsesión por no dejar un libro a medias, por malo que sea. Así que no sé bien lo que hago aquí, infiel admirador de tramas. Miento, sí lo sé: acepté la invitación de Jesús —¡él sabrá cómo prefiere arruinarse!— para escribir «algo, lo que quieras» sobre su negociado. Ya le advertí: de acuerdo, muy bien, pero te endosaré algo del pleistoceno de las series; una década en el mundillo es casi una era geológica.2

Pretender, con eones de retraso, sentar cátedra sobre la sublime Deadwood sería una gimnasia estéril y pretenciosa. Pero no pienso dejar pasar esta oportuna diligencia. Llevo años rumiando pacientemente las impresiones sobre la serie que redimió el alicaído género del western, popularizó el adjetivo shakespeariano en el lenguaje televisivo y contribuyó a alimentar el prestigio de la HBO como cadena de culto.

¿Os suena aquello —ya tan gastado— de que hoy el mejor cine se rueda para televisión? Pues Deadwood casi, casi lo inauguró. Interpretaciones portentosas, repletas de majestuosa teatralidad, diálogos literariamente engarzados hasta alcanzar cotas de profundidad deliciosas y, para envolver tantos tesoros (sin Sierra Madre), decorados, vestuario y movimientos de cámara que para sí quisiera más de una superproducción. Otra virtud que quizá también nos suene, paladares —ay— demasiado mimados, a lugar común.

1Según la muy previsible División Internacional de las Letras, Borges es un escritor para escritores, mientras que Benedetti lo es para lectores. Por supuesto, no estoy de acuerdo con esto (simplificar es mentir), pero la trivialidad me sirve para trazar una brecha similar en cuanto a las series, mi propia simplificación. Mientras The Wire sería lo más parecido a un minucioso ensayo sociológico, Deadwood es algo así como un extenso poema épico (inacabado) sobre los orígenes del Estado.

Porque Deadwood —un embrión de poblado de frontera, de la Frontera Americana como la describiera en el siglo XIX el gran Frederick Jackson Turner: la de la simplicidad primitiva y el individualismo feroz— es una empresa colectiva donde las fuerzas hobbesianas se desencadenan con siniestra precisión, con una crudeza despiadada… con una profusión de insultos sin igual en la historia de las series. Y si no me creéis, escuchad.

La violencia pura del desgobierno; o mejor: de donde aún no ha llegado el gobierno. El sucio imperio en construcción del ‘virrey’ de turno –en la serie es el esquinado y proteico Al Swearengen, que ya para siempre será el rostro curtido de Ian McShane— y el territorio inhóspito del héroe, Seth Bullock, el varón colmado de virtudes que a todos incomodan, porque en el estado de barbarie cualquier avance moral es puesto bajo sospecha.4

De fondo, entre cerdos que descuartizan rivales, la depravación de los amores violentos y los discursos luditas, la sombra civilizatoria de la metrópoli avanza imparable con su mezcla inoportuna de anhelo de progreso y exaltación de las leyes complejas que rigen los destinos humanos. De la galería de seres que habitan Deadwood, me sigo emocionando al recordar a la encomiable, dipsómana y sin embargo humanísima Calamity Jane; al médico del pueblo, Amos Cochran, atormentado y lúcido matasanos; o a la prostituta Joanie Stubbs, la gran heroína de la serie, por encima de la ñoña Alma Garrett.

3Como en toda obra de arte, en Deadwood hay una predisposición quizá involuntaria a lo sublime, a embellecer la miseria de lo cotidiano. Resulta obvio que el Deadwood real —que existió, como la mayoría de los personajes de la serie— debió de ser un territorio incómodo para la vida, donde los vicios y las virtudes tendrían un componente desagradable y prosaico. Pero en el Deadwood imaginado por David Milch no hay espacio para lo vulgar. Hasta la sangre del último cocksucker refulge.

 

 Nacho Segurado es periodista e historiador. Trabaja en 20minutos y edita Europa Inquieta