Los años subterráneos de Christina Rosenvinge (Segunda parte)

Sigo recordando los años subterráneos de la Rosenvinge y todo lo que sucedió, alguna cosa será cierta y otra será un bello momento que he amasado para sentirme mejor. Lo más recomendable es hacerse con «Que me parta un rayo. La mirada eléctrica de Christina Rosenvinge» de Carlos Hernández Vázquez editado por EFEME en su colección Elepé. Todas las fotos de José Vizcaíno, excepto las de mi colección particular y algún regalo.

La banda. Menuda banda. Mezclo a los grupos, mezclo a los miembros. El directo. El tipo de la gorra, el del blues, el gran David Gwynn, siempre fiel a Christina en todas las giras con los Subterráneos (las dos que puede verla tocar, En Bruto y Centro Cívico Delicias). Pero luego, atentos, que vienen curvas: por los teclados tuvimos a Tito Dávila. Sí, Tito ha estado muchos años con Ariel Rot (lo conocí una noche larga en el mítico Candy Warhol de Zaragoza, lo abordamos unos cuantos fans de la música de los Enanitos Verdes, el tipo no se lo creía). Aquel tipo que compuso “Lamento Boliviano”, aquel que estaba por Buenos Aires cuando Calamaro quería juntar plata para un pasaje a Madrid que lo salvara del Plan Austral. Elsa Fernández en el bajo y Sergio Castillo en la batería. A Castillo lo conocen los puretas. Buen tipo en la batería, eficiente, con Miguel Ríos y Joaquín Sabina.

Luego hubo gente pululando, gente que se las sabía todas: en la guitarra entra Tito Fargo. ¿Quién coño es Tito Fargo, Octavio? Pues ya ha salido en Motel Margot porque formó parte de la banda española de Antonio Birabent cuando grabó aquellos maravillosos discos madrileños para Subterfuge. Creo que en alguno de esos discos salían Ray y Christina en las dedicatorias. Tito Fargo, volvemos a Fargo, tocaba la guitarra junto a Skay en Patricio Rey y los Redonditos de Ricota. Y eso son palabras mayores. O menores si no tienes ni idea de rock en español. Había más argentinos en la banda, claro. Entraba y salía la gente.

En la sección rítmica Marcelo Fuentes, también argentino y en la batería, por lo menos un batería al que conocí tocando en la banda de Christina, Pablo Guadalupe. Pablo había tocado en Pachuco Cadáver con el jodido Roberto Pettinato (saxofonista de SUMO) y también en Lions in love (una de esas bandas tan modernas que nadie terminaba de entender, con Daniel Melingo, que hablaré más tarde de él, un tipo que fue miembro de Los Abuelos de la Nada). Pero es que Pablo Guadalupe tocó con el puto Charly García.

Ya había avisado. En 1996 Charly publica Say no more. Es la época más desquiciada de Charly. Say no more, La hija de la lágrima, el disco con Mercedes Sosa y El aguante. Estaba en llamas cuando me acosté. Es imposible distinguir quién toca qué tras tantas capas de spray, delirio y brazaletes. No hay un plan. Y Christina lo sabía. Lo sabía porque luego hizo lo que quiso.

Así que teníamos un guitarra de blues y una panda de rockeros argentinos. Y Andrés Calamaro puluando. Y Alejo Stivel cantando. Y Claudio Gabis, uno de los padres fundadores del rock nacional con Manal o grabando con La Pesada, Daniel Melingo (y Justo Bagüeste, que no tocó, pero los tumba a todos por carácter y resistencia y, además colaboró con la Rosevinge.

Bueno, más bien la Rosenvinge colaboró con él IPD, en el 2005, en su disco Bestiario, junto a Suso Sáiz. Allí Christina recita un poema de Silvia Grijalba -que además toca el Theremin-, sobre los mantras de spoken word del gran Justo). Y si estaba Justo estaba Javier Arnal. Tengo una foto suya en uno de esos discos de opio y ajenjo de Javier Corcobado, un LP de barbies tóxicas y sirenas, otra vez sirenas, pasadas de láudano.

Christina tuvo un miembro de la banda de Charly García y a un Chatarrero de Sangre y Cielo en los Subterráneos. Y tocaban en directo, porque no tenían repertorio suficiente, una versión de The Band: The Weight. Mientras estoy escribiendo este artículo muere Robbie Robertson. En la primera línea se habla de la llegada a Nazareth-Pensilvania. Paris-Texas. Nazareth-Pensilvania. En el libro de Carlos Hernández alguno de los miembros de la banda recuerdan haberla tocado en directo. Es cierto: hay un registro aquí.

Y no podemos olvidar a Luis Eduardo Aute. Era una buena época para la Rosenvinge. Más allá del impacto que tuvo aquel disco y que le permitió estar haciendo desde entonces lo que su inquietud artística le pedía, también es cierto que colaboró, tangencialmente en “Física y química”, el disco más importante de Sabina hasta “19 días y 500 noches” y, sobre todo, en “Slowly” de Luis Eduardo Aute. Me detengo aquí. Me detengo fuera del disco pero dentro de la historia. En el verano de 1992 y acompañado de Suso Saiz (sí, otra vez Suso), registra “Slowly”. Para mí su mejor LP junto a “Fuga” de 1981. Aute se deja llevar por el cielo protector, el París de Gainsbourg, el Amsterdam de Jacques Brel y su obra cumbre, Slowly -que tuvo una maravillosa versión en la voz de Diego Vasallo, con Mikel Erentxun en el piano y la percusión.

En “l’amour avec toi auteur”, la crónica de un español deslumbrado por la Nouvelle Vague en un París que se desmoronaría unos años más tarde. Y también en “Slowly”, donde Aute mezcla Unchained melody/At the end of the rainbow/ Love me tender /All I have to do is dream, mientras que Christina hace el shalala y el so slowly. Las voces de Rosenvinge, una mezcla de Hardy, de Vartan y, claro, de Jane Birkin. Tan femenino que su voz sale en la “Enciclopedia Británica”, en la definición, junto a Luis Eduardo Aute y su camisa rosa. En el disco no hay seña de la participación de Christina, pero si uno colecciona y se documenta, encuentra la confirmación por parte de Luis Eduardo Aute en una de sus biografías. Recorte, fotografío y pego.Y si no se lo creen, después vino esto: la grabación de la presentación del LP. Emocionante es poco. La compañía no deja que aparezca la colaboración. Fantasma, excepto en las imágenes.

Todos estamos en esto por Justo

Y en Chile y en Perú se vuelven locos con ella. Un concierto en el Festival de Viña del Mar. Y la gente rodea los hoteles. Y él está en la playa. En la playa de Chile. Lo pone en Días extraños. Con el congrio y la farlopa. Ya lo he dicho. Harto del castellano. Loriga sueña con Cheever y Christina con J Mascis. Pronto el sueño se acabará. Pero antes, un epílogo. En 1994 Christina publica Mi pequeño Animal. Uno de mis primeros conciertos. En la sala En Bruto. Nos hace esperar más de una hora. Llega con un litro en la mano y se sube al escenario. Toca una de Neil Young (sería la de antes, claro, nunca he sido mucho de Neil) y “The Cristal Ship” de The Doors. Estamos en trance. Lo que estás es muy lejos del comienzo de esta historia.

En 1996 me regalan mis primeras botas camperas. En una tienda que estaba en la misma calle donde vivió mi tío Octavio y el poeta Ángel Guinda. Luego la trasladaron a una bocacalle, en Méndez Núñez, justo enfrente de la Republicana. El tío que se las vendió a mi padre nos aseguró que Loquillo venía de propio a comprarse allí las botas. Fui con ellas a ver el concierto de Héroes del Silencio en la Plaza de Toros. Hacía un calor horrible. Pero yo tenía mis botas, mis botas de cowboy.

Comienzo la Universidad después del verano del hundimiento de Miguel Indurain en Les Arcs. Allí mi madre me da dinero para que pague el comedor de la Facultad de Ingeniería, pero algunos días escamoteo parte y me tomo un pincho y un botellín de agua hasta que ahorro suficiente como para comprarme Mucho Tequila (Un Homenaje A Tequila). Solo porque Christina grababa un tema. Una versión de Nena. Esas guitarras eléctricas del principio. Me mata. Y la versión de Charly García de “Necesito un trago” o la de “El barco” de Los Sencillos (NO TENGAS MIEDO, PORTUGUÉS).

Ese mismo año en el escaparate de la librería París aparece el libro “Muertos o algo mejor” de Violeta Hernando. Editado por Montesinos. La autora, Violeta Hernando, no tiene más de 14 años, pero utiliza como título una canción de “Mi pequeño animal” de la Rosenvinge. Una amiga, Ana, Ana Royo, me lo regala. Ana se parecía mucho a Nico, la cantante de la Velvet Underground. Fuimos juntos a ver “La pistola de mi hermano”. Éramos los dos únicos en aquella sesión de tarde en un triste cine de Zaragoza. Hace mucho que no sé nada de ella. Todo era torpe. Más bien yo era muy torpe.

«Si te fijas con mucho, mucho cuidado en la primera película de Ray Loriga, ‘La pistola de mi hermano’, basada en su libro ‘Caídos del cielo’ en la habitación del protagonista se ve de pasada la portada de ‘The World Won’t Listen’ entre la ropa sucia del chico. Creo que en Zaragoza fuimos a verla al cine cinco o seis personas. Era bastante floja. Salía Viggo Mortensen antes de hacerse famoso con los anillos y las espadas«

 

En 1997 publica Cerrado. Las mañanas camino de la Facultad. El sol y la noche. Un examen de física. Afterhours y What goes on de The Velvet Underground. Ray Loriga en la Sala King Kong mientras escuchamos a AC/DC. Lucio Angulo, recién cortado en la concentración de la selección española, el batería, Pablo Guadalupe, que había tocado con Charly García -o eso decía él. Yo llevaba un colgante de Héroes del Silencio, que ya se habían separado. O estaban a punto.

«El Loriga del que hablaba se parecía mucho al que yo recordaba. El del verano de 1997 en una Zaragoza abrasada por el calor. Estábamos en la sala King-Kong y escuchábamos a AC-DC, había miembros de la banda de Charly García por ahí y jugadores de baloncesto de un equipo que ya no existía. Leí sobre la hipotética muerte de Ray Loriga en un baño de un sitio alquilado, un baño que tenía bañera, uno de esos sitios donde la muerte anda cerca, porque nadie se preocupa de colocar nada en el suelo de la bañera que te agarre a la vida y los sitios donde dejas las toallas blancas, usadas, pero limpias hasta la extenuación, no te aguantarían si te resbalaras al salir con el cuerpo enjabonado. ¿Qué hubiera sucedido si Loriga se hubiera marchado a Buenos Aires en vez de Manhattan? Allí hubiera encontrado a los Gemelos Bang-Bang y hubiera acuñado frases como “La vanguardia es así” mientras bebía Quilmes calientes y fumaba un faso detrás de otro esperando que Pipo Cipollati acabara la llamada a su dealer».

«Pienso en Manhattan antes de leer los relatos de Loriga y me alejo otra vez: estoy en Nuevo México, con Robert Oppenheimer teniendo poluciones nocturnas con diosas hindúes llenas de brazos y Richard Feynman abriendo cerraduras con secretos militares utilizando los primeros decimales del número e como contraseña. El amor es como una bomba atómica. Dejo aquí la sentencia y construyan ustedes la metáfora, no voy a hacer yo todo el trabajo. Seguro que si me pongo a buscar algo sobre bombas atómicas y amor en los libros de los noventa de Loriga, seguro que en “Días extraños”, si lo reviso con cuidado, aparece algo. Tenía el mejor pelo, la mejor moto, la mejor novia. Incluso tenía el mejor fanzine, “El canto de la Tripulación”, coordinado por Alberto García-Alix. Y con Rodrigo, Rodrigo Fresán, en los días aún más extraños».

Se acababa la década y comenzaba el siglo. Hacía un fanzine. Tenía la dirección de casa de Loriga&Rosenvinge. Les mandé una carta. Una carta es una especie de correo electrónico en el que se usa un sobre, un folio manuscrito y un sello. Nunca me contestaron. Se marcharon a Nueva York. Yo me quedé en Zaragoza. Me di cuenta, poco a poco, que no me interesaba Sonic Youth ni Wilco. No sabía si estaba perdiendo la batalla. No sabía si había ni una guerra en la que estábamos participando. Conseguí discos de importación de Adriano Celentano y algunas casetes de Gainsbourg. Pillé cedés de Charly García y los solistas de Andrés Calamaro. Empecé a alejarme de Wenders y Berlín. Muy lejos de la frontera o más bien, en el lado mexicano de la frontera, con los Café Tacuba, Plastilina Mosh y Control Machete. ¿Por qué estás contando tu vida ahora, Octavio? La llevo contando desde hace seis páginas, amigos. Entonces me acordé de Félix Romeo y de “Dibujos animados” e hice tiempo hasta “Discoteque” mientras escuchaba “Radical Sonora” y a Malamente.

Ella me había deseado buena suerte. Y, cuando me di cuenta, estaba viajando a Buenos Aires con Mantra de Rodrigo Fresán en el macuto. Pero esa, esa es otra historia.

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