Un disco de versiones, un disco de canciones bellas, extrañas, ocultas. Un disco donde la definición de eclecticismo es contradictoria: por un lado la selección de temas es tan variado que asusta (de Carlos Cano a Charly García existe un salto cualitativo que solo se mantiene unido por el liviano hilo del idioma) y, por otro lado, Quique González lleva todos los temas a su terreno, sobre todo en el fraseo, en la manera de interpretar. Eso sí, hay momentos de salvación tan pura que asusta. Para alguien como yo, ajeno al universo González, es una manera muy especial de adentrarme en él.
Con un tema de Juan Perro, “A la media luna” se abre el disco. Cambiamos el malecón por el pantano, con tensión eléctrica y voces de vírgenes paganas, hechicería, dialecto francés con mucho, mucho acento, la cocina del alma se abrió y tiene los platos más especiados de la zona. Con metales jugosos, con pianos honky tonk, con los coros de las señoritas. Marcamos el primer hito del disco. Esa manera que tiene Josele de elevarse en el estribillo, como un cazador de agujas y besos, la lleva hacia una percusión casi marcial Quique González, que se muestra como seguidor acérrimo, casi venera el proceso de humanizar la semilla de Humboldt, función de exponente decimal, con esos órganos nutritivos que parecen sencillos. Pienso en Josele y su guitarra, él solo, sin la electricidad de Malasaña, en la playa de Samil, saturnismo (“Un día normal de plomo”) soñando con púas y buscando un loco que grite: “Mi nombre es legión”. Antes que Warren Ellis y Nick Cave grabaran blues del bosón de Higgs, Josele se acercó a Escohotado y su “Teoría del caos”. Y ahora estamos aquí. Los tres. Viajando en el tiempo.
El cedé de “Slowly” de Luis Eduardo Aute nos ha regalado grandes momentos: cuando Diego Vasallo llevó a un terreno de armónica y frontera el tema homónimo, convertir (sin acreditar) a la Rosenvinge en su Jane Birkin particular… Aute entre Paul Bowles y Gainsbourg, entre Malcon Lowry y Jaime Gil de Biedma. Y, claro, aquel Jacques Brel que ya era un fantasma, un recuerdo, que había vuelto de Las Marquesas para morir en París, con un pulmón menos, para grabar esa maravilla de último disco, cielo azul, Gauguin… aquí Quique González enhebra una sencilla tonada desnuda, de guitarra y piano, poco más. No hacen falta las orquestas donde el trueno de Brel se elevaba apurando el paquete de gitanes. No, solo es un susurro de vida. No me dejes solo, no me dejes solo.
Y llegamos a una pequeña sorpresa. Sorpresa para unos y realidad para otros. La divinidad de Charly García ha sido objeto de sesudos doctorados… y su “Filosofía barata y zapatos de goma” es, quizá, su último gran disco. Antes del Saynomore, antes de El aguante y la Influencia. Y llega “De mí”. Él jugaba con ventaja. Él siempre tenía a Pedro Aznar, a Spinetta, a Andrés y Fito en los teclados. O a la banda, a los Enfermeros. Quique González se eleva contra el muro de abandono de Charly y es capaz de ser más orgánico que García. Mirar a los ojos a Charly, aguantarle la mirada, es algo que no todo el mundo es capaz. Conseguir convencernos, convencerme, al cantar “Cuando ya estés cansado de llorar/No te olvides de mí/Porque sé que te puedo estimular”. Por la o de cansado y la capacidad de ser un estimulante.
Tomar “La casa cuartel” de Kiko Veneno, una gema escondida en “Está muy bien eso del cariño” y llevarla a la narrativa de Bruce Springsteen de “Nebraska”, con esa manera de dulzura y recuerdo que amasa en mi memoria la casa de los maestros donde pasé mis primeros años, junto a mis padres, en un pueblo perdido en el tiempo y en el espacio. El hogar es donde estás con ella, con él. Un breve discurso de arpegios acústicos, de escobillas de terciopelo, ese Guardia Civil en Rosas, en Gerona, al lado de La Escala, donde mi madre metió por primera vez los pies en el mar, donde mi abuelo estaba destinado a la batería de costa. El charnego Veneno vuelve a Lorca, hoy callado, corriendo, sobre la arena, esa “casa cuartel” de Quique donde cambia con gusto las españolas tocadas con púa por las acústicas. Escuchas la original y la revisión de “Herida y cicatriz” y ya sabes ya tenían un ambiente común, un sustrato de cantautor eléctrico, de boxeo y herida, de cariñoso demonio del pasado. Con un hammond enmadejado con los años en los que creíamos que Uncle Tupelo y The Silos iban a salvarnos. Pero la salvación vendrá de Carlos Cano. Vendrá de “¿Qué es lo que será?”. En este tema Quique González utiliza la plegaria, como si hubiera encontrado una versión apócrifa del “Cantar de los cantares” escrito a medias por Carlos Cano y el Cohen de “Ten new songs”, cigarrillos, Javier Mas, calzoncillos de madrugada, todo suspirando por el más blanco entre los blancos religiosos: el de los ángeles que se descuelgan del Albaicín. Si González no ha visto el futuro, si lo ha visto Carlos Cano, ahora es el momento de abrir las cartas que dejó antes de marcharse.
Como se marchó Ulises Montero después de grabar los saxos en “Enfermera de noche”, en “El ritmo del garaje” o “Que dios reparta suerte”. Chaqueta de cuero, malevaje y hornadas irritantes. ¿Cómo hacer una revisión de un tema así? Pues dándole alegría al corazón, un poco barra brava del rojo, desde Víctor Coyote hasta Moris, la ciudad no tiene fin. Y la belleza de una batería tocada de pie, chulapo, mahou, vermú de grifo, García-Alix. Esa manera de los discos del sol, cuando Johnny Cash llegó aprendido y le dijeron, date una vuelta chaval. Mucha elegancia, Quique. Mucha.
Un disco donde la impronta del intérprete queda clara, es esencial, donde hay valentía y elegancia, donde lo raro o menos conocido demuestra que González se ha escuchado los discos de los mayores con exigencia estudiantil y ha sido, en lo poco más conocido, un jugador con cartas buenas, que cierra la mano sin más complicaciones.