Sabía que Troya no iba a tardar en dejarme. Desde este verano las fuerzas la estaban abandonando gradualmente. A partir de la Navidad su debilidad se acentuó, los paseos eran apenas dar la vuelta a la manzana, levantarse era un esfuerzo; pero su espíritu era el mismo, sus ganas de vivir eran palpables.
Sabía que Troya no iba a tardar en dejarme, pero no esperaba que fuera tan pronto. No esperaba tener que despedirme para siempre de ella ayer mismo.
El viernes por la noche no quiso cenar. A partir de ese momento se negó a comer y el sábado supe que había decidido que era el momento de irse.
A partir de entonces, ya no nos separamos. La tuve a mi lado, dormitando en el salón, junto al sofá o a mi cama. Al alcance de mis caricias en ambos casos.
No fue preciso ayudarla. El lunes por la mañana, en mi dormitorio, a mi lado, respiró lenta y profundamente media docena de veces y se fue. Hasta aquí llegó nuestro viaje de casi quince años juntas. Es triste, sí; hay lágrimas, por supuesto; pero sé bien que no hay manera mejor de despedirse.
Tenía unos 18 o 19 años, era muy mayor, tuvo una buena vida, tuvo también una buena muerte, sin dolores y con toda la dignidad del mundo. Todo es cierto y consuela, pero no impide que su marcha duela, que la eche de menos.
Desde este lunes ya no está esperándome tras la puerta, ya no puedo acariciar su pelaje denso. Pero no voy a pensar en lo que me falta, sino en lo que me ha quedado de ella, que ha sido muchísimo.
Troya ha muerto y no creo que esté saltando en verdes campos o que nos volvamos a encontrar. Troya ha muerto y no está ahora al otro lado del arcoíris, por mucho que agradezca todas las palabras de aliento en ese sentido.
Troya se ha convertido en muchos buenos recuerdos, que ya es mucho. La atesoro en mi memoria, acurrucada a mis pies, volando tras la pelota en la playa de Gijón, jugando feliz con todo perro pequeño que encontrase en su camino, convertida en mi segunda sombra, jugando a pelearse con su amigo Ron, tumbada pacientemente bajo las caricias torpes de los niños de mi familia.
Su muerte la ha dejado para siempre dentro de mí y estoy convencida de que ese es el lugar en el que ella querría estar de poder elegir. No se me ocurre otro mejor.
Adiós Troya, seguimos caminando juntas.
Un puente de mayo hace casi quince años acudimos a una protectora en busca de un nuevo miembro de nuestra familia. Una familia escueta, dos adultos que no llegaban a los treinta años y dos gatos adolescentes, que había perdido a uno de sus miembros dos semanas antes, a nuestra perra Mina.
Troya fue la perra que se vino a casa con nosotros, asustada al principio de casi todo: las escaleras, los hombres de mediana edad, el palo de la escoba… En la protectora la habían llamado Raspa, así de demacrada la encontraron. No le costó superar sus miedos a nuestro lado.
Era una perra de unos cinco años me dijeron, cruce de caza de unos 20 kilos. Tenía perdigones en el cuerpo y leishmania. No era fácil que saliera en adopción pese a ser buena como el pan. Entre todos los perros que había esperando un hogar, ella me ganó cuando entré en su chenil y se tumbó sobre mí, con su cabeza en mi regazo, quedándose dormida casi al instante.
Era una atleta. Corría como el viento, saltaba como jamás he visto saltar a un perro. Era muy obediente, salvo cuando un conejo se cruzaba en su camino. Solo recuerdo haberme enfadado con ella cuando corría a cazarlos rauda sin atender mi llamada. Me enfadaba porque estaba preocupada por si le daba por cruzar alguna carretera o corría tanto que se perdía.
En el tiempo transcurrido a su lado he pasado de ser una veinteañera que entraba a trabajar a media mañana a ser una madre de familia, con otro horario, en otro hogar. Muchos cambios en los que siempre me ha acompañado, sumando canas y consideración en su mirada.
En este tiempo Troya inspiró el Día Internacional del Perro sin Raza que impulsó 20minutos y ahora se celebra en todo el mundo. El logo está basado en ella.
Fue pionera en viajar en el Metro de Madrid para un reportaje.
(JORGE PARÍS)
También fue el primer perro no de asistencia en pisar el Ministerio de Agricultura para concienciar de la importancia de procurar el bienestar a sus congéneres.
Recorrió la Universidad Rey Juan Carlos para hablar de la Cátedra Animales y Sociedad.
(JORGE PARÍS)
Ha acudido al colegio de mis hijos como embajadora animal, ayudando a algún niño a superar su miedo a los perros y dando ratitos de alegría a varios niños con autismo.
También vino a eventos de prensa, entregas de premios, ferias de adopción…
Yo no soy la única que albergará a Troya en mis recuerdos, su existencia ha ocupado un rincón en muchos corazones.