
(GTRES)
Tengo la sana costumbre de adquirir un ejemplar de todas las revistas en las que salgo, así que esta semana me acerqué al kiosco a llevarme una de ellas cuando una conversación acaparó mi atención.
A mi derecha, una mujer con un carro de bebé sostenía una flor en su mano mientras una señora mayor, de pelo blanco y vestida con un abrigo de grandes ojales, se dirigía con voz de júbilo a la criatura. Los halagos brotaban tan altos de sus labios que no pude evitar quedarme con ambas, mientras mis dedos pasaban páginas sin sentido.
– Precioso bebé- repitió hasta en tres ocasiones-, no comas la flor que lleva tu mamá, es veneno y te puedes morir.
La madre le aclaró a la señora con ternura que aquella flor no podía hacerle daño porque no era de verdad, pero la extraña señora continuó advirtiendo al bebé que la observaba.
– Oh, qué lástima- lamentó la mujer mayor con voz envuelta en piel de cordero-, no entiendo por qué no alquilan bebés a gente como yo. Durante unas horas.
La madre la miró seria, y yo estupefacta. Ya no pude fingir no estar inmersa en una situación que me era ajena.
– ¿Alquilar bebés? – preguntó la madre esperando haber malinterpretado sus palabras.
– Sí, un juguete humano.
Se hizo el silencio.
– Pero, señora, un bebé no es un juguete.
La madre retiró el carro de la vista de la anciana.
– Deberían alquilarlos, no es justo, no es justo… – sugirió contrariada, a las puertas de una rabieta propia de una niña.
La madre puso los ojos en blanco y se despidió de la mujer con un adiós seco.
Pero yo no pude evitar seguir el rastro de esa anciana que había conseguido ponerme la piel de gallina y arrastraba, dentro de una nube de laca, la mirada perdida por una calle muy transitada de Madrid, sola, sin un bebé al que pasear.
Estancada en sus palabras sentí miedo, pero aún más lástima de ver cómo aquella anciana se alejaba sin la cordura y el consuelo que ofrece la compañía, y nadie a quién agarrarse dado su escaso equilibrio, quedando éste a merced de un bastón.
Pensé, por su indumentaria de colores, que si nos hubiéramos cruzado en la calle, sin mediar palabra, habría adivinado en ella a una abuela de esas que hacen sándwiches de queso y pepino a sus nietos, cortados en triángulos y cuidadosamente colocados en platos con estampados de flores. De esas que llenan los espacios con botes de mermelada y etiquetas caseras y guardan las cajas de galletas en el estante más alto de la despensa. Me habría encantado que así fuera. Pero la vida a veces es tremendamente injusta.
No son venenosas las flores, sino la soledad de muchos mayores abandonados a su suerte entre las bulliciosas aceras.
Avec tout mon amour,
AA