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La receta de la mejor tarta de zanahoria del mundo

Permitidme que haga un paréntesis para regalaros la receta con la que acompañar un gran vaso de leche o una taza de café y que no os falte una gran sonrisa de satisfacción al metérosla a la boca.

Además, tenéis la garantía de que resultará muy fácil llevarla a cabo, puesto que la cocina no es uno de mis dones y, sin embargo, con mi tarta de zanahoria casera SIN GLUTEN conquistaría los estómagos más golosos.

 Ingredientes para 4 personas hambrientas:

  • 150 gramos de zanahorias peladas
  • 150 gramos de harina de almendras
  • 150 gramos de azúcar glas
  • 50 gramos de harina de arroz
  • 2 huevos de gallinas felices (los que empiezan por cero)
  • Medio limón
  • Medio sobrecito de levadura de repostería (sin gluten si sois celíacos)
  • Sal marina fina
  • Mantequilla

Tiempo de preparación:

  • 1 hora y cuarto

Precalentamos el horno a 175 grados. Tened cuidado de no quemaros, todavía tengo la piel roja de mi última quemadura (también es verdad que la torpeza es el sello de mis recetas y aun así el resultado es asombroso).

A continuación, mezclamos con energía el azúcar, la harina de almendras, la piel del limón rallada y las zanahorias cortaditas en discos hasta obtener una montaña homogénea. Un robot de cocina, a máxima potencia y durante 1 minuto, nos facilitará el trabajo.

Es el momento de añadir los huevos y marearlos junto a la masa. Con el robot mezclaríamos a potencia media durante 15 segundos.

Ya estamos listos para mezclarlo todo hasta conseguir una masa uniforme.

Untad con mantequilla el molde donde colocaremos la tarta y verted en éste toda la mezcla.

Horneamos durante 1 hora.

Dejamos enfriar la tarta y la decoramos como nos venga en gana. Yo a veces dibujo cosas con requesón o escribo mensajes, pero quizás a vosotros os apetezca algo menos hortera.

¡A saborear la tarta más rica que hayáis probado jamás!

Avec tout mon amour,

AA

La importancia en la medicina de buscar la excelencia

Esta semana hacía un año de mi intervención de cuello en el Hospital Gregorio Marañón de Madrid, así que lo celebré por todo lo alto -entiéndase la ironía- yendo a ver a uno de los cirujanos endocrinos que estuvieron presentes. Eso sí, después de hincarle el diente a una deliciosa paella y deseando llevarme de postre bajo el brazo el alta definitiva.

Cuando atraviesas por primera vez la puerta de una consulta médica, uno se da cuenta enseguida de si la persona que viste bata blanca y escribe con garabatos ama su trabajo o hace tiempo que dejó de interesarle, aunque la vocación le acompañara durante un tiempo.

Me gusta observar a la gente y con él no me equivoqué hace meses.

Una vez hube ocupado mi silla en una consulta bañada por el sol de la tarde, con la tripa llena y un poco de sueño, reparé en su cara dividida por una línea a la altura de las cejas de quien acaba de echar las horas en el quirófano tras los cristales de unas gafas de aumento para bucear en el cuerpo humano. Mientras me hundía en el asiento, escuchaba cómo narraba con el entusiasmo de un niño su periplo por Nueva York hace unos días por trabajo, con la misma entrega que quien habla de un hobby.

Él y otro compañero de su equipo, ambos jóvenes y ávidos de ponerse al día de todo lo nuevo, habían estado aprendiendo de manos de un coreano (en Corea el cuello es un lugar sagrado) la técnica que en EE UU practican ya desde hace un tiempo para operar el cuello por medio del Robot Da Vinci, que a través de sus múltiples tentáculos y abordajes reduciría las complicaciones quirúrgicas, el tiempo de operación, el tipo de anestesia y solventaría gran parte del problema estético de estas operaciones, como la del cuello, que afectan a la autoestima de muchas personas que ven cómo la sombra de un bisturí les devuelve a diario un capítulo de su vida que no desean recordar.

De repente, me vino a la cabeza ese primer y reputado cirujano al que acudí, urgente y desconsolada, y al que poco le importaron mis preocupaciones estéticas -aparte de las evidentes y prioritarias-. Él vio en un corte en el cuello, de oreja a oreja, la solución a todos mis males, ya que luego podría camuflar 12 centímetros de sutura con un fastuoso collar de perlas.

Salí de allí llorando, muy asustada y con la imagen de un pobre galgo gritando en la horca. Actualmente, mi cicatriz es un tercio de aquello, casi imperceptible y me encuentro perfectamente.

De esta manera, mientras mi cirujano me hacía concesiones de cómo pensaba que serían las intervenciones en adelante en el Hospital Público donde me operé, pensé en la suerte que supone toparse con esos médicos -que no son pocos- ávidos de seguir aprendiendo, que mejoran con creces lo anterior y cuyas ilusiones no han sido todavía aplacadas por la tediosa obligación de acudir al trabajo, sin más estímulos que recibir una compensación económica a final de mes.

Salir de la zona de confort y plantearse dudas y retos en la medicina me parece digno de admiración. Me asusta pensar en esos facultativos a los que les encomendamos nuestra salud y que se resignan a cumplir consultas como si fuéramos números en una carnicería. O que no escuchan y tildan de ansiedad lo que no les cabe en sus cuadriculadas cabezas. Que hablan para que no entendamos. Que dejan de estudiar por el mero hecho de tener ya su título. O que, una vez salimos de ahí, poco les importa si regresamos a ellos para hacer un seguimiento.

Pero como os he dicho, me siento afortunada. Y sí, ya tengo mi alta.

(GTRES)

Avec tout mon amour,

AA