Por Andrea Hernández González
Soy española y actualmente vivo en las Antillas Francesas. Pertenezco a la denominada generación sin futuro, generación perdida o generación de jóvenes sobrecualificados. Pertenezco a los “jóvenes aventureros”, aunque a mis ya 31 años quizás cabría apuntar lo de “y no tan jóvenes”, y escribo esto porque no me siento identificada con el lema de “no nos vamos, nos echan” que parece valer para todos los “jóvenes aventureros” que nos hemos ido de España.
En España tengo familia, amigos (aunque cada vez son menos) y hasta un novio, a la espera de seguir mis pasos. Evidentemente, los echo mucho de menos, pero si ahora mismo me preguntaran si echo de menos a mi país, mi respuesta sería rotundamente no, porque para echar de menos un país, hay que estar orgullosa de él, y yo, en estos momentos, lo único que siento es vergüenza; vergüenza por la panda de canallas que nos ha vendido una estafa gigante bajo el nombre de crisis, pero ante todo vergüenza por la complacencia con la que hemos asistido a semejante espectáculo.
Admiro a los españoles que se quedan para luchar por un futuro digno. Sin embargo, a mí no me quedan ni fuerzas ni energías para luchar por un país que ha votado a un Presidente incapaz de comparecer ante los medios, que ha elegido democráticamente a un partido de tintes fascistas, que permite que en un colegio público se haga apología del franquismo y otros regímenes afines, que se desvive por un deporte que debe sumas astronómicas a la seguridad social, y que sale a la calle para vitorear a una selección que, alardeando de española, paga sus impuestos en Polonia y en Sudáfrica. Tampoco entiendo que en las manifestaciones por la defensa de la educación haya tenido al lado a una señora con bastón y haya visto escasos estudiantes, ni que la marea verde y la marea azul parezcan dos equipos al más puro lema “¿y tú de quien eres?”, como si ambos ámbitos no nos incumbieran a todos los españoles como pilares de un Estado con futuro y como si la desgracia no fuera con nosotros hasta que llama a nuestra puerta. Igualmente, contemplé atónita cómo el día de la huelga general, en la que se promovía una huelga de consumo, los bares de la capital estaban atestados de banderas sindicales tras la manifestación. Al igual que me quedo atónita al constatar que personas casi diez años más jóvenes que yo aún sostienen una mirada escéptica (por decir algo) hacia la homosexualidad, porque quizás además de creernos ricos también nos creímos progres sin serlo. Podría proseguir con la cantidad de profesores de la pública que llevan a sus hijos a la concertada, o con los comentarios de gente joven que asegura que es mejor “que cada uno se pague su propia sanidad”. Y seguro que me dejaría cosas en el tintero.
Siento una inmensa admiración por todos aquellos valientes del 15M, pero me sorprende que haya tantas personas que reivindiquen su derecho a que no hablen en su nombre en tanto que mayoría silenciosa. Y es que dicen que los votantes del PP son disciplinados, como si eso excusara no ir a las urnas en plenas elecciones. Lo siento, pero no puedo defender la mayoría silenciosa, porque tal y como están las cosas funciona un voto nulo, un voto en blanco, pero no lo de que “el que calla otorga”. Como dijo recientemente Anguita en una entrevista, “que no sea la protesta de los resignados en los bares”. Y para mí eso es en lo que se ha convertido España: la queja y la resignación. Y si no, démosle tiempo a las siguientes elecciones: ese día, como de costumbre, la gente se olvidará de los sobres, los casos Nóos, los trajes envenenados, los aeropuertos inútiles, y votarán en función de los acontecimientos de las últimas 48 horas. Esos somos nosotros, los de la memoria a corto plazo.
Siento también una inmensa pena por los investigadores cuyos proyectos no han visto financiación en España, por los jóvenes que tras años de trabajo no han cotizado ni un solo céntimo, y por los no tan jóvenes que se ven obligados a ganarse el pan fuera de nuestras fronteras. Este no es mi caso: yo dejé un contrato indefinido (cuando eso existía) y un relativamente buen salario, para ahora cobrar una miseria en el extranjero. Algunos podrían llamarme loca, pero irse al extranjero ya no es para mí una cuestión de calidad de vida, sino una cuestión de dignidad. Dignidad laboral, dignidad como mujer y dignidad como ciudadana, todo lo que me han arrebatado en mi país. Sólo me han dejado la libertad de poder decidir que no quiero vivir allí. Pero no nos confundamos, a mí no me han echado. YO ME HE IDO.