Tengo casi 54 años y estuve allí cuando tenía 6 o 7. Siempre que he hablado del preventorio me he referido a él como «el campo de concentración nazi» en el que estuve de niña. Recuerdo cosas que son, como mínimo, alucinantes.
Nada más llegar al mencionado lugar, me cortaron el pelo a tijeretazo limpio y comprobaron si tenía piojos. Por supuesto esto nos lo hicieron a todas. Nos daban tirones sin piedad. Nos inyectaron «vacunas» como si fuéramos ganado.
Tuve que guardar la ropa que llevaba puesta, incluida la ropa interior, en una gaveta que había a los pies de la cama y ponerme el uniforme que mi madre me había cortado y cosido, a mi medida. Esta fue la única vez durante mi estancia allí que vestí la ropa de mi talla (excepto el día de visita de los padres). A partir de ahí, una vez por semana, nos daban ropa limpia, pero ni por asomo se preocupaban de si esas prendas que te daban te quedaban grandes o pequeñas. Por ropa interior llevábamos unos calzones que ajustaban con una cinta para atar a la cintura. Mis calzones a veces me llegaban por las rodillas.
La comida, por darle un nombre a eso que ponían en los platos, no había manera de tragarla. Recuerdo que una compañera de mesa cogió un plato de lentejas, lo puso bajo el tablero de la mesa y con un golpe lo dejó pegado en el mismo. El plato salió vacío y las lentejas no se movieron de ahí, no se cayeron.
Nos racionaban el agua, que iba mezclada con un chorro de leche (o vaya usted a saber).
Allí no se hacía ninguna actividad de entretenimiento, nos soltaban en el patio a pasar frío.
Recuerdo que las meriendas consistían en una rebanadita de pan, como las que te ponen en los bares cuando tomas una cervecita, con una lonchita de membrillo o cualquier otra cosa mínima. ¡Que hambre pasé!
Podías escribir una carta a la semana a tus padres. Tenías que dejar el sobre abierto para que la leyeran antes de echarla al correo.
Cuando escribí mi primera carta les decía a mis padres que me dolía la cabeza. Al día siguiente, estando deambulando por el patio, me llamaron por megafonía. Me llevaron a un despacho donde se hartaron de insultarme y rompieron mi carta y me la tiraron a la cara, todo ello acompañado de amenazas si volvía a escribir algo similar.
Yo no entendía nada, vivía muerta de miedo, como casi todas las niñas que allí estábamos.
Antes de comer y cenar nos ponían en batería en el porche, nos hacían bajar la cabeza y nos echaban un cazo de agua fría en la nuca. A día de hoy sigo sin entender el por qué de esta práctica.
Nos duchábamos una vez a la semana con agua fría. Era terrible. La sensación de vergüenza y humillación era inenarrable.
Nos obligaban a rezar el rosario con la cabeza agachada entre las piernas.
Por las noches una señora que era como un fantasma, su piel era casi traslúcida, se paseaba entre las camas con un farolillo, escudriñando cada cama. Nos destapaban para ver si nos habíamos hecho pis. A veces encendían la luz y nos despertaban a todas.
Continuamente se sometía a vejaciones a cualquier niña por las cosas mas insospechadas y absurdas, como por saltar.
El primer día de visita fue a la semana siguiente de ingresar allí y por alguna razón mis padres no lo sabían y no fueron a verme. Cuando pregunté por qué mis padres no estaban me dijeron que eso era porque yo no lo merecía. Un mes después los padres volvieron de visita. Esta vez si vinieron los míos, pero era tal el miedo que tenía que no les conté nada. Además se las arreglaban para que apenas pudiéramos estar a solas con ellos. Tengo una foto con mi padre en la que estoy mirando al suelo, esa fue una de las secuelas que me quedó durante algún tiempo. Recuerdo que mi padre no paraba de decir tonterías con la intención de hacerme levantar la vista y también recuerdo mi sensación de que yo no quería que nadie me viera.

Poco a poco te iban minando, el miedo a todo se te iba metiendo hasta la médula. No te atrevías a decir ni pío, ni a quejarte por nada, ni a hablar siquiera. Estaba prohibido hablar en los comedores, en las duchas, en los pasillos… Sólo podíamos hablar en el patio y bajito.
Cuando llevaba unos dos meses allí, afortunadamente, caí enferma con anginas y me llevaron a «la casita», así llamaban al lugar que hacía las veces de enfermería. El trato no era mejor, no tenían la menor consideración con nosotras. Me obligaron a comer teniendo casi 40 de fiebre y acabé, como la niña del exorcista, vomitando a la «cuidadora» y todo lo que había delante.
Parece ser, no lo recuerdo bien seguramente por la fiebre, que no había manera de hacerme mejorar y llamaron a mis padres para que me recogieran porque tenían que operarme urgentemente.
Cuando llegué a mi casa me senté en el suelo apoyada en la pared y mirando hacia abajo. No me atrevía a hablar ni a decir nada. Por alguna razón no me sentía a salvo. Supongo que tenía miedo de que volvieran a enviarme allí. Mi hermano mayor insistía en que me sentara en el sillón y yo, sin levantar la vista del suelo, le decía que estaba bien ahí.
La ropa que llevaba puesta cuando fui al preventorio estaba llena de agujeritos, roída por los ratones.
Cuando tenía catorce años leí un libro que me impactó enormemente, Los años rojos de Mariano Constante. Algunos pasajes de este libro me recordaban mi paso por el preventorio.
No cabe duda de que estas experiencias fueron terribles para las niñas que las vivimos y que dejan huellas que, en algunos casos, son difíciles de superar. Hoy somos mujeres adultas, supervivientes de acontecimientos que sucedieron en una España oscura, en un momento histórico en el que en este país primaban dos leyes por encima de las demás, la ley del miedo y la del silencio. Fuimos víctimas de víctimas.Por mi parte solo puedo añadir que hoy soy la persona que soy gracias a todas y cada una de las experiencias que he vivido. No borraría ninguna, ni siquiera mi paso por el preventorio.
Cada día es una nueva oportunidad de crear, crecer, experimentar…
Vivir hoy con el dolor de las experiencias pasadas no es sano. Que permanezcan en la memoria es normal, forma parte de nuestro paso por el mundo, pero hay que recordar las vivencias sin la carga emocional que en su momento tuvieron. Sinceramente creo que esta es la mejor manera de vivir una vida plena. Hoy es hoy y es todo cuanto tenemos.
Todos estos acontecimientos son historias de la historia. Hoy es otra historia, con otra luz.