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Un disco y una película del único ‘beach boy’ que sabía hacer surf

"Pacific Ocean Blue" - Dennis Wilson, 1977

"Pacific Ocean Blue" - Dennis Wilson, 1977

Compré mi primer Pacif Ocean Blue en 1977.

El disco acababa de ser publicado y era una incongruencia. ¿Qué pintaba tanta densidad, tanto gospel, por muy pagano que fuese, tanto fluir hacia el vientre azul del océano en el año de la -usaré la palabra de moda antes de que no signifique nada- indignación de Pretty Vacant (no nos pidáis que vayamos, no estamos aquí); la guerrila urbana de So Bored With the USA (el lenguaje del dolar que hablan los dictadores del mundo); la desesperación killer de Frankie Teardrop, el padre de famila que mata a su mujer, a su hijo y se suicida (todos somos Frankie / todos vivimos en el Infierno); la zozobra de Elevation (nuestros labios están sellados, nuestro aliento arde)?

Compré mi primer Pacific Ocean Blue por fidelidad. A veces compras los discos por un compromiso, una relación tan vieja como tú mismo, una simbiosis imposible con quien pudiste ser.

Perdí aquel ejemplar del vinilo: lo presté a algún mal amigo (cuando alguien me pierde un disco lo eliminó de los listados), lo olvidé tras una juerga, lo entregué como dádiva… No recuerdo. Así descubres que te haces viejo.

Luego compré otro Pacific Ocean Blue. El disco estaba descatalogado, era un tesoro oculto (por eso lo traigo hoy a la sección Top Secret de este blog) y las redes de peer-to-peer aún no habían llegado para curar a nuestros corazones de la nostalgia y a nuestros bolsillos de la ruina financiera. Tuve que pedirlo por correo postal a un tipo de Austin-Texas. Metí en el sobre un billete de veinte dólares y, a las tres semanas, recibí el disco. Aunque peligrosos, sobre todo para nosotros mismos, éramos gente de fiar en los tratos con narcóticos por medio.

Tenía varias razones para desear hasta ese punto irracional Pacific Ocean Blue, incluso desoyendo la sensación temporal-racional (por tanto, bellaca) de que no era música adecuada para aquellos tiempos. Pensar con un reloj en vez de pensar con el corazón también es una bellaquería.

"Wendy / Little Honda / Don't Back Down / Hushabye" - The Beach Boys, 1963

"Wendy / Little Honda / Don't Back Down / Hushabye" - The Beach Boys, 1963

Enumero algunos de los motivos que justifican, quizá con pobreza, pero hagan el favor de consentir que me enganche a lo que desee, mi dependencia personal:

1. Cuando era niño, es decir, cuando era realmente yo mismo y la Caterpillar del tiempo no me había mordido a dentelladas el espíritu, el primer disco que compré con mi dinero, el que reunía de las dádivas familiares, fue un extended play de los Beach Boys, el grupo en el que tocaba la batería (muy mal) Dennis Wilson, el hermoso tipo maduro de camiseta azul y mirada triste que firmó años después Pacific Ocean Blue.

2. Dennis Wilson era el único de los Beach Boys que sabía hacer surf. No era una mago de las olas, pero entendía el idioma de las mareas.

3. Dennis Wilson había sido coleguita de Charles Manson. Sí, ése Manson, el gurú de la sangre, el señor de las moscas del sueño hippie. Antes de la carnicería, Charlie y algunas de sus mansonitas habían sido huéspedes en la mansión de Wilson, le habían regalado sexo y gonorrea, destrozado un Cadillac y compartido LSD. En 1969, cuando los crímenes del clan se convirtieron en la primera ceremonia mediática de horror y cuchillos de la edad moderna, yo tenía 14 años. Leí cada línea con el ansia inmensa con que prende el horror en el pecho de un adolescente.

4. Dennis Wilson actuaba en una de las películas de mi vida. Deseaba hacer del eslogan del trailer, «Comenzaban a vivir a 140 millas por hora», la divisa de mi improbable escudo de armas.

Two-lane blacktop. Un filme sobre el mejor y más hermoso automóvil nunca fabricado: el Chevy 1955.

Motor Hardtop de ocho cilindros en uve, pistones de aluminio ligero y 180 caballos de potencia.

El Chevy era un helado sundae pidiendo un bocado y roncaba como un anciano, pero visto de frente sonreía, se alegraba del camino, y también nosotros sonreíamos, contagiados de nafta, purificados por la promesa de las llantas ribeteadas de blanco, alados por el cromo de la figura estilizada que coronaba el capó, unida a la carrocería por una fusión de apenas un milímetro, expelida, indomable, hacia el vacío.

Dennis Wilson en el Chevy de "Two-lane Blacktop"

Dennis Wilson en el Chevy de "Two-lane Blacktop"

Two-lane blacktop fue titulada en España Carretera asfaltada en dos direcciones. La estrenaron, sin pena ni gloria, en 1971: una road movie melancólica, una alegoría sobre la derrota final de los ideales hippies dirigida por Monte Hellman, un legendario y valiente francotirador. La película, aunque bienquerida por la crítica, es otro Top Secret.

Dos jóvenes viajan en un viejo Chevy de 1955 por el suroeste de Estados Unidos, ganándose la vida en carreras ilegales con otros coches con apuestas por medio.

Las figuras principales son arquetipos sin nombre: el Conductor, interpretado por el cantautor James Taylor y el Mecánico, Dennis Wilson, que, ya lo anoté, tocaba la batería en los Beach Boys y era tan bello como el Chevy.

Recogen por el camino a la Chica, una hippie (Laurie Bird) que deambula haciendo autoestop, acaso, escapando de, no queda claro, algo o alguien.

Sólo hablan lo necesario, sobre todo de mécanica.

Cuentan que el rodaje fue una juerga cabal, que James Taylor, que acababa de grabar Sweet baby James, se afeitaba con la luz del amanecer, cantando a los Beatles, el grupo que, según estableció la sentencia judicial contra Manson y sus mansonitas, inspiró los crímenes de 1969:

He sleeps in the park
Shaves in the dark
Trying to save lightbulbs

Unos años después, en 1979, sintiéndose hinchada de viento, Laurie Bird se suicidó con una sobredosis de somníferos en el lujoso ático de Manhattan que compartía con su novio Art Garfunkel, el de Simon and Garfunkel.

En 1983, Dennis Wilson, que era una piltrafa de párpados lejanos, se ahogó en el Pacífico y James Taylor mezcló su sangre con el marfil de la heroína.

Ni ellos ni yo sabemos dónde ha ido a parar, a qué osario, a qué escarcha, nuestro Chevy, el mejor coche del mundo. Lo fabricaban en 1955, año de mi nacimiento.

Mi tercer Pacific Ocean Blue (la edición de lujo publicada en 2008) lo descargué de una red peer-to-peer. A 140 millas por hora. Es la única velocidad frenética que me permito a estas alturas.

Ánxel Grove

John Fahey: el guitarrista-alien

Hace unos días, escribiendo una pieza sobre los cuarenta años de Layla, la canción de Derek and the Dominos, recordé una cita de Louis Amstrong:

Hay que amar para poder tocar.

No albergo ninguna duda: los intépretes de Layla amaban. Algunos (Eric Clapton), a la mujer de un amigo; otros (Duane Allman), al recuerdo de un magnolio en el jardín de los abuelos. Todos, al cálido abrazo de la heroína.

Hay tantos avatares del amor como espejos, ríos o delirios.

Recordé otra versión de Layla. La de John Fahey.

Hay que ser muy valiente o muy temerario para intentar revivir una canción tan encerrada como un tesoro en un museo nacional. A nadie le prestan la llave, la combinación dorada, para abrir algunas celdas.

Fahey reunía las condiciones: tenía la destreza de los aventureros y estaba como una cabra. Era un alien.

John Fahey (1939-2001)

John Fahey (1939-2001)

Vean la foto: un scholar estadounidense. Vernáculo, aseado, con varios carnets de bibliotecas en la chaqueta de mezclilla.

Nativo de Washington pero criado en Takoma-Maryland (1939), fue un niño infeliz blanco. La tristeza nunca dejó de ser su único regazo. El vientre de algunos es una fuente sucia.

Una noche de 1954 escuchó en la radio a Bill Monroe, uno de los padres del bluegrass. Un señor con traje y sombrero, pero con la piel de serpiente y las manos de río de los vecinos de Appalachia.

Años más tarde Fahey describiría el impacto de la pedrada de Monroe en un libro que deberían almacenar en la sección de poesía, How Bluegrass Music Destroyed My Life (Cómo la música bluegrass destruyó mi vida):

No había escuchado nunca bluegrass.
Yo era una niño querido. Tenía amigos. Uno más en la pandilla.
Estábamos juntos todo el día. Nos separaban para asuntos artificiales como la escuela.
Esa clase de asuntos.
Estábamos terriblemente solos. Éramos excesivamente sociales. Éramos agresivamente sociales.
Compulsivamente sociales.
Sí.
No podíamos luchar contra eso.
Divorcios. Sobre todo, divorcios.
Algunos de nuestros padres eran criminales. A veces los encerraban y no los veíamos durante una temporada.
No teníamos a nadie para aconsejarnos. Para entendernos. Para compadecernos. Para
AYUDARNOS.
Algunos de nuestros padres estaban enfermos o en el paro. Esa clase de asuntos.
Pero sobre todo divorcios.
(…)
Y aquella noche escuché a Bill Monroe.
¡Dios!
No estás a salvo en ninguna parte.
No del bluegrass.
No.
Era un sonido horrible, enloquecido. Me volví loco, perdí la chaveta. Era lo más repugnante que había escuchado nunca. Era un ataque terrorista revolucionario a mi sistema nervioso a través de la estética.
Era más negro que el disco más negro que había escuchado.
Me mutiló. Me tiró del sofá. Tenía la boca abierta y los ojos expandidos. Me encontré a mí mismo.
Nada fue lo mismo desde entonces.
He enloquecido.

"Blind Joe Death" (1964)

"Blind Joe Death" (1964)

En 1959, a los 20 añitos, Fahey había grabado el primero de sus varias docenas de discos.

Firmó con un seudónimo que secundaríamos todos los melancólicos: Blind Joe Death (Joe Muerte, el Ciego). Sólo prensaron 95 copias. Él en persona vendía ejemplares en mano a los automovilistas que repostaban en la gasolinera donde trabajaba. Nada mejor que el olor a nafta para saber que debes largarte de aquí.

Al tiempo, escribió una tesis universitaria sobre Charley Patton, a quien todavía entonces nadie otorgaba el reconocimiento de fuente sucia de la que emergió toda la música.

Porque nada más que una guitarra y diez dedos separan a algunos hombres de su destino, grabó discos instrumentales en la majestuosa clandestinidad de quienes aman.

Fahey ejerció muchos y variopintos idilios: con villancicos, material funerario, polkas matrimoniales, cantos de montañeses tristes como lobos, elegías de divorcios y bautizos…

Actuaba en universidades, centros culturales, pequeños tugurios de humo y público con anteojos. Los hippies ni siquiera le hacían caso: estaban demasiado ocupados en balancear el sari.

Según la calidad y la cantidad del alcohol consumido, los conciertos eran desastrosos o actos de fe.

"The Dance of Death and Other Plantation Favourites" (1964)

"The Dance of Death and Other Plantation Favourites" (1964)

Desde los coches de quienes le recogían en autoestop lanzaba viejos discos desde los puentes. No necesitaba escuchar nada más y había decidido que la mejor patria para la música es un río.

Desde mediados de la década de los setenta y durante unos veinte años, Fahey malvivió, vendiendo poco a poco su colección de acetatos clásicos, ejemplares casi únicos de blues y bluegrass a 78 rpm, para poder comprar una botella más.

El último acto de expiación fue la entrega a la usura de las casas de empeño de su guitarra, la mejor acústica steel de la historia.

Sufría el virus de la fatiga crónica (Epstein-Barr, según la nomenclatura médica) y diabetes y, en 1991, fue operado de un bypass. Vivía en un motel. Había perdido el virtuosismo de sus diez dedos.

"The Voice of the Turtle" (1968)

"The Voice of the Turtle" (1968)

Regresó en los años noventa. Lo redescubrieron los post-punks, tan locos como él. Jim O’Rourke -el guitarrista y productor que ha trabajado con Sonic Youth, Wilco, Joanna Newsom y tantos otros- le promocionó con desinterés y simpatía. No podía entender como Fahey sufría el abandono mientras tanto mediocre era elevado a los altares.

El renacimiento impulsó un final más o menos feliz. Fahey volvió a dar conciertos, fundó en 1996 la discográfica Revenant e hizo discos tan memorables como Red Cross (2001), donde toca la guitarra eléctrica, juega a la disonancia, cruza el blues del sur con las ragas indias, improvisa a partir de líneas de Bela Bartok, toca con el instrumento desafinado y encuentra la música en el espacio abierto.

"Red Cross" (2001)

"Red Cross" (2001)

En febrero de ese año, unos días antes de cumplir 62, murió en un hospital tras una operación a corazón abierto.

Muy poco conocido en España -por eso le busco refugio en la sección Top Secret-, Fahey supo amar para tocar. Amó hasta la demencia.

Hay muchas e inmediatas posibilidades de escucharle y verle. Dejo unos cuantos vínculos de vídeos para los curiosos:

On the Sunny Side of the Ocean | Wine and Roses | Poor Boy | Dance of the Invisible Inhabitants of Bladensburg | In Christh There Is No East and West | Candy Man | How Green Was My Valley | Lion | Summertime

En una de sus escasas visitas a Europa, dos años antes de morir, Fahey estaba anunciado para tocar en el estirado Queen Elizabeth Hall del Southbank Center de Londres. Había mucha gente con anteojos en el público.

Fahey recordó una canción de Bill Monroe en 1954 y un río en el que se hundían discos en 1968.

Afinó, sacó un pañuelo del bolsillo del pantalón, se sonó los mocos, interpretó un tema y dió por terminada la actuación diciendo:

– Creo que es hora de volver a casa.

De eso se trata. Esa clase de asuntos.

Ánxel Grove