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Un archivo para resucitar la historia de los años sesenta

"Amerika devorando a sus hijos" - Jay Belloli, 1970

«Amerika devorando a sus hijos» – Jay Belloli, 1970

La memoria gráfica que perdí en mudanzas, mangoneos, olvidos y otros accidentes —todas aquellas revistas, fanzines, pasquines, panfletos y hojas volanderas—; que maltraté por despiste, cuelgue, colocón o porque la consideraba efímera, inválida e incapaz de soportar el ocre de los años; que desprecié sin saber cuánto me castigaría el karma por la infidelidad

Merced a la solidaria aportación de algunos menos desprendidos y más inteligentes que yo y por el fácil manejo de los escáneres y las redes virtuales, la memoria gráfica que dejé escapar se me aparece en uno de esos celestes nichos de Internet que consienten la recuperación y demuestran que todo símbolo mantiene parte de la munición original pese a los años.

Babylon Falling es un microblog de Tumblr —esa especie de biblioteca de Babel donde lo mejor y lo peor comparten cobija— donde la contracultura de los años sesenta y la dinamita hip-hop de los noventa conviven para «resucitar la historia y hacer posible su disfrute si todavía resuena», según apuntan los gestores del site, relacionado con una tienda de libros y cómics independientes de San Francisco (EE UU).

Malcom X

Malcolm X

El blog, cuyo archivo de varios años empieza a ser notable en cantidad, ofrece imágenes escaneadas de publicaciones de toda índole e intenta, cuando es posible y los datos aparecen —los underground no eran nada amigos de dejar su firma y tampoco cultivaban el personalismo arty-narcisista que padecemos desde los años ochenta y se ha convertido en caricatura en el siglo XXI—, etiquetarlas con fecha, autoría, soporte o intención.

Poco se sabe, por ejemplo, de esta imágen de un joven Malcolm X con una de sus frases más conocidas: «Nací con  tantos problemas que ni siquiera me preocupan los problemas. Me interesa una sola cosa: la libertad, por cualquier medio… Me aliaré con cualquiera sin importar su color, siempre que quiera cambiar la miserable situación del mundo».

Casi todo es conocido, al contrario, de la siguiente: una ilustración publicada en 1969 por la tantas veces llorada revista inglesa OZ Magazine para un reportaje del libertario, poeta y periodista italiano Angelo Quattrocchi titulado The Situationist Are Coming (Llegan los situacionistas).

"The Situationists Are Coming", 1969

«The Situationists Are Coming», 1969

Esta vez el mensaje es: «Lejos de ser una imposibilidad dialéctica, la eliminación del concepto de trabajo es el requisito previo a la eliminación efectiva de la sociedad mercantil».

Quattrocchi fue de los que sólo abandonaron el barco por razones de peso (la muerte, en 2009). Su libro póstumo fue The Pope Is Not Gay! (¡El Papa no es gay!), donde aventura que el gusto de Ratzinger por los zapatitos rojos de Prada dice más de lo que oculta.

En Babylon Falling abundan tesoros de este calibre. Resulta especialmente notable, por lo chocante para el criterio castrado con que vivimos hoy, el material publicitario que juega con la paradoja y el descreimiento y se sirve de un código que acaso parezca naíf a algunos pero a mí me sugiere, pese a la maldad innata de los publicistas, locura y libertad.

Anuncio de "Steal This Book", 1971

Anuncio de «Steal This Book», 1971

«Una guía de supervivencia y guerra. Más de 300 páginas con el último material sobre: autoestop, primeros auxilios, lucha callejera, vivir en clandestinidad, tráfico de drogas…», promete el anuncio de Steal This Book (Roba este libro), escrito por el yippie Abbie Hoffman en 1971 con la intención de ofrecer artimañas y consejos para vivir gratis.

Es agridulce ver ahora la candidez del inserto publicitario del hombre más investigado de todos los tiempos por el FBI (su dossier tiene más de 13.000 folios), cuando sabemos que Abbie, diagnosticado como bipolar en 1980, se suicidó en 1989 —150 pastillas de barbitúricos combinadas con alcohol— porque llevaba muy mal haber dejado de ser joven.

Es el doble valor de frecuentar archivos tan polivalentes como el de Babylon Falling: encuentras el pasado en el que viviste pero también todas sus salpicaduras.

Ánxel Grove

Foto de Robert Altman para el "San Francisco Express Times" - Febrero, 1969

Foto de Robert Altman para el «San Francisco Express Times» – Febrero, 1969

Foto de George Adams para "Evergreen", 1970

Foto de George Adams para «Evergreen», 1970

Jim Morrison retratado por Andy Kent

Jim Morrison retratado por Andy Kent

Ilustración de Vaughn para el "East Village Other", 1968

Ilustración de Vaughn Bode para el «East Village Other», 1968

Grafitti en People’s Park, Berkeley - 1969

Grafitti en People’s Park, Berkeley – 1969

La cabaña para tomar el té con el protohippie Thoreau

"Walden; or, Life in the Woods", primera edición, 1854

«Walden; or, Life in the Woods», primera edición, 1854

«Fui a los bosques porque deseaba vivir en la meditación, afrontar únicamente los hechos esenciales, y no sucediera que estando próximo a morir, descubriese que no había vivido. No quería vivir lo que no fuera vida; ¡la vida es tan cara!, ni tampoco deseaba practicar la resignación, a menos que fuese enteramente necesaria. Quería vivir profundamente y extraer todo lo maduro como para infligir una derrota a todo lo que no fuese vida; guadañar un ancho espacio a ras del suelo».

¿Cómo no rendirse? La entrega está garantizada cuando el autor, en las primeras páginas y con inteligencia, nos vende lo que viene: la crónica, según promete, de dos años de vida en una mínima cabaña en los bosques, sin otra ayuda que la de sus manos, sin otro alimento que el extraído de la tierra, con sencillez extrema, sin compañía ni civilización como consuelo para llenar el tiempo.

Henry David Thoreau (1817-1862), el autor de Walden (editado en origen como Walden o la vida en los bosques) es venerado como protohippie, anarquista, adorable emancipador, ambientalista, precursor de la desobediencia civil un siglo antes de Gandhi…

Es un intocable, uno de los primeros indignados, un trascendentalista vigoroso, un vernacular padre de cada neoizquierdista, cultivador de tomates o perseguidor de la autarquía de la huerta y el veganismo, acaso el último clavo ardiendo al que nos amarramos para soñar con una utopía mística que nos libere de la tristeza cotidiana con decorado Ikea y  televisión pay-per-view como único ventanal.

Henry David Thoreau (Photo by Hulton Archive/Getty Images)

Henry David Thoreau (Photo by Hulton Archive/Getty Images)

«La riqueza de un hombre se mide por la cantidad de cosas de las que puede privarse», escribió.

¿Cómo no adorarle?

Todavía queda dentro de mí, y de millones como yo —cada día veo varias referencias a Walden en Facebook y Twitter, esas cabañas que nos convierten en ermitaños trabajando gratis para los magnates del 2.0—, los rescoldos de la brusquedad ardiente de las primeras líneas del libro:

«Cuando escribí las páginas que siguen, o más bien la mayoría de ellas, vivía solo en los bosques, a una milla de distancia de cualquier vecino, en una casa que yo mismo había construido, a orillas de la laguna de Walden en Concord (Massachusetts), y me ganaba la vida únicamente con el trabajo de mis manos. En ella viví dos años y dos meses. Ahora soy de nuevo un morador en la vida civilizada».

Así comienza Walden. La imagen inmediata que el lector se hace de Thoreau es la de un hombre que se ha atrevido a quemar las naves, romper los puentes y vivir entre pájaros y árboles, un San Francisco de Asís moderno…

Si a alguien le interesa conocer al cantante (Thoreau) una vez conocida la canción (Walden), que eche un vistazo a la mejor biografía sobre el personaje:  The Days of Henry Thoreau, del académico —y gran admirador del personaje— Walter Harding. La instantánea que resulta poco tiene que ver con la de un delicioso ermitaño progresista, desprendido y autosuficiente.

Réplica de la cabaña de Thoreau en la ubicación original y estatua del escritor

Réplica de la cabaña de Thoreau en la ubicación original y estatua del escritor

1. La pequeña cabaña no fue construida por Thoreau, que no tenía idea de carpintería y era muy torpe para los trabajos manuales. Era una vieja construcción de un siglo de antigüedad que había reformado como refugio el también escritor y amigo de Thoreau Ralph Waldo Emerson.

2. La cabaña «en los bosques» estaba situada cerca del lago Walden, al borde de la carretera entre las ciudades de Concord y Lincoln, en una zona que ya entonces estaba bastante poblada y muy bien comunicada.

3. Thoreau iba casi todos los días a Concord, a 2,4 kilómetros de la cabaña. Se abastecía de alimentos, bebía alguna cerveza en el bar, compraba prensa y libros y visitaba a su madre y tías, que vivían en el pueblo y siempre le tenían preparada alguna delicatessen para que se llevase a la jungla.

4. Cada sábado la familia y amigos celebraban una reunión masiva en la cabaña. Cestas de viandas y bebidas llegaban al bosque para solaz de los asistentes.

Esquema para construir una cabaña como la de Thoreau

Esquema para construir una cabaña como la de Thoreau

5. Amigo de la propaganda, el escritor empezó a dar conferencias en Concord tras un año de residencia en Walden y avisó a su círculo de amistades del experimento de vida salvaje que llevaba a cabo. Muchos notables acudieron de visita a la cabaña. Emerson y Nathaniel Hawthorne se quedaron a cenar y a pasar la noche más de una vez. El vino y el brandy no escaseaban.

6. La proeza de Thoreau fue muy bien recibida por las sociedades burguesas progresistas de la zona, que comenzaron a organizar excursiones turísticas.

7. Una sociedad de damas contra la esclavitud celebró su junta anual en la cabaña en agosto de 1846. Sirvieron un té con pastas.

8. No hay constancia de que Thoreau haya plantado o cultivado ni siquiera perejil durante sus dos años de «vida primitiva».

9. Tampoco parece que se haya desprendido nunca de la levita y el alzacuellos.

10. «No era un lugar solitario. No había ni un día en que Thoreau dejase de recibir visitas (…) En una ocasión se reunieron en el lugar 25 personas«, dice la biografía.

Un par de carteles con mensajes basados en los libros de Thoreau

Un par de carteles con mensajes basados en los libros de Thoreau

Cuando conoces al cantante, la canción deja de acaricirte el alma. Sucede con frecuencia y es doloroso. Quiza debiera tomar precauciones y dejar de leer biografías.

«La mayor parte de los lujos, o las llamadas comodidades de la vida, no son solamente innecesarios, sino también impedimentos para la elevación de la humanidad. En lo que se refiere a los lujos y comodidades de la vida, diré que los más sabios siempre han vivido vidas más simples y pobres que las vidas de los mismos pobres«.

A partir de ahora no te creo, Thoreau. Sé que escribías el canto al ascetismo de Walden con la pluma en una mano y un muslo de pavo asado por mamá en la otra. Eras uno de esos que se indignan los fines de semana pensando en el lunes.

Ánxel Grove

Los Flamin Groovies, el grupo que avergonzó a Mick Jagger

"Teenage Head", 1971

«Teenage Head», 1971

Uno. La portada es de la más arrogantes jamás impresas. Una foto-radiografía, un electrochoque. Vean los botines de Ciryl Jordan —el de las piernas arquedas, la embrionaria calva y la guitarra de metacrilato transparente—: lunas y soles dorados sobre el cuero negro. Para pisar reclamando el terreno.

Dos. Ni una palabra. El título del disco (Teenage Head) se hurta en la cubierta. El nombre del grupo sólo se adivina estampado en letras mínimas en  la caja de amplificador de la izquierda: Flamin Groovies.

Tres. Abril de 1971. Con apenas unos días de diferencia aparecen Sticky Fingers, de los Rolling Stones, y Teenage Head. Cuando Mick Jagger escucha el segundo se deprime profundamente. «Estos tipos nos han ganado la batalla reinterpretando el blues», declara.

Cuatro. El tema que cede el título al disco es munición de futuro. Parecen estar hablando los Sex Pistols que aún no han nacido: Soy un monstruo / Tengo una mente acelerada de adolescente / Un monstruo adolescente / Nacido y alimentado en California / Mitad niño, mitad hombre / Mitad en la tierra, mitad en el mar // Tengo una mujer / Es mi reina bailarina del instituto / Es mi mujer / Es una máquina de amor adolescente / Sabe cómo calentarme / Me lleva y sube y sube // Cuando me veas / Es mejor que escapes / Porque estoy cabreado / Y te joderé sólo para divertirme / Soy un hijo de la bomba atómica / Y el aire podrido de Vietnam / Soy tú / Y tú eres yo.

"Flamingo", 1970

«Flamingo», 1970

Cinco. El disco anterior, Flamingo (1970), prefiguraba la brutalidad de Teenage Head, y a veces la superaba: escuchen Roadhouse.

Seis. Los Flamin Groovies nacieron en 1965 en San Francisco. Por contexto deberían ser hippies pero querían hacer rock and roll, se negaban a los viajes espaciales y preferían el alcohol al LSD. Cuando tocaban en festivales de flower power les abucheaban.

Siete. Después de los años animales, el grupo entró en caída libre. Hicieron buenos discos, pero habían dejado de morder. En Europa se les adora. En España especialmente.

Ocho. La formación clásica de Flamingo y Teenage Head nunca ha vuelto a coincidir en un escenario. Lucha de egos. El grupo se disolvió oficialmente en 1991 después de 24 años de carrera y 15 discos de estudio.

Nueve. Ciryl Jordan, el cofundador del grupo, se dedica a dibujar (bastante mal) y a tocar con la banda Magic Christian.

Diez. No entiendo por qué los Flamin Groovies no aparecen en los libros de historia.

Ánxel Grove

¿Qué queda de ‘God Save the Queen’ 35 años después?

Primera edición en single de "God Save the Queen"

Primera edición en single de "God Save the Queen"

Sediciosa y bárbara. God Save the Queen, el himno de ruptura y rebelión de los Sex Pistols, acaba de cumplir 35 años y no sufre ningún síntoma de esclerosis.

Al contrario, cuadra con la miseria político-económica presente, pone en su lugar a las familias reales de tanta utilidad social como las figuritas de Lladró, condensa una respuesta adecuada a la patología social del miedo, traza la historia de la prosperidad edificada en torno al hedonismo de uno y la miseria de los demás y proclama exigencias que nunca deberían languidecer y que, como escribió alguien, «ningún gobierno podrá cumplir jamás» porque, como nos demuestran a diario, los gobiernos son antagónicos con la idea de humanidad.

Treinta y cinco años después God Save the Queen habla del futuro. De muy pocas canciones se puede decir lo mismo.

Por el tiempo agotado en que nada ha cambiado, por los años en que todo deberá cambiar, acaso con la misma violencia que subyace en la canción y su escenografía ético-anarquista, vamos a hablar hoy de God Save the Queen, el Juicio Final en tres minutos y veinte segundos. ¿Sentencia? Culpables, desde luego.

Para empezar piensen en cómo nos va, en el diametro de la rendición, en la superficie del dominio, en los ángulos del maltrato, en el círculo del hambre y la sed… Eleven el volumen de su equipo y consideren qué ha sucedido desde 1977 hasta hoy, en los últimos 35 años, mientras escuchan como suena nuestro pasado, que también es presente y porvenir… Si lo permitimos.

John Lydon, 1975

John Lydon, 1975

1. Los delincuentes. Steve Jones (21 años, guitarra), analfabeto, hijo de una peluquera y un boxeador amateur. A los 14 lo internaron en un reformatorio por gamberro. Iba, según él mismo, «camino del crimen y la cárcel». Paul Cook (20, batería), ayudante de electricista y colega de Jones. Glen Matlock (20, bajo), dependiente de un sex-shop —lo echaron del grupo en 1977 porque «le gustaban demasiado los Beatles» y le reemplazó un tal Sid Vicious (20), yonqui y zopenco—. John Lydon (20, cantante), al que Jones bautizó como Johnny Rotten, Juanito el Podrido, por su mala relación con la higiene dental, un pandillero fracasado que se convertiría, como escribió Greil Marcus, en «el único cantante verdaderamente aterrador que ha conocido el rock and roll»: pronunciaba las erres como si le rechinasen los dientes y tenía mirada de lunático, te pulverizaba con los ojos. Había empezado a llamar la atención en 1975, mientras paseaba por las calles pijas de Londres con una camiseta de Pink Floyd sobre la que había garabateado una frase con más poder que el manifiesto de mil intelectuales: «I hate» (Yo odio). También escupía a los hippies. Era un espantajo de las cloacas.

Malcolm McLaren ante la tienda "Sex", 1975

Malcolm McLaren ante la tienda "Sex", 1975

2. El consigliere. Los paseos provocadores de Lydon eran, en realidad, un trabajo. Le pagaba como hombre-póster Malcolm McLaren (1946-2010), descendiente de judíos sefardíes portugueses, exestudiante de arte, aspirante a anarquista y socio de la diseñadora de ropa para falleras modernas Vivien Westwood en la tienda-boutique Sex (que antes se había llamado Let It Rock y Too Fast to Live too Young to Die y después sería bautizada como Seditionaries). El mismo zig zag que McLaren aplicaba a las marcas lo padecía en el el ánimo: era un desequilibrado que quería estar en todas partes y al mismo tiempo. Ayer, teddy boy; hoy, situacionista; mañana, lo que venda… Al final dió en el clavo. Había estado en Nueva York, visto a los Ramones y descubierto las posibilidades comerciales de la fealdad y la confrontación. Regresó a Londres convencido de que la nueva belleza necesitaba ser asquerosa, ofensiva y asustar a los burgueses. No iba más allá: dinero fácil y rápido («sacar pasta del caos», era su eslogan de operaciones). Reclutó a cuatro golfos, les concedió el derecho a gritar, ayudó en la búsqueda de nombre —antes de dar con el de Sex Pistols barajaron Le Bomb, Subterraneans, Beyond, Teenage Novel, Kid Gladlove, y Crème de la Crème— y añadió algo de background intelectual al asunto. «Si la aventura sale mal, os vuelvo a contratar como hombres-póster», prometió para tranquilizar los ánimos.

Sex Pistols, 1976

Sex Pistols, 1976

3. El lugar del crimen. En 1975, cuando McLaren clonó el punk yanqui en el Londres del aburrimiento, el Reino Unido era un país en desmantelamiento, con la cantidad de desempleados creciendo a tanta velocidad como la grosería de la inmisericorde brecha social y los servicios públicos en perpetuo recorte por mor de la política privatizadora del neoliberalismo. En 1977 deciden festejar, con el barco a punto de naufragar y las condiciones de vida ya hundidas, el Jubileo de Plata de la Reina Isabel II (25 años en el trono). Se organizan fastos millonarios, similares a los celebrados hace unos días por los 60 años en el sillón de la monarca —que, según Forbes, es la 23ª mujer más rica del mundo, con una fortuna personal declarada de 600 millones de euros—.

Single de "God Save the Queen", editado por Virgin

Single de "God Save the Queen", editado por Virgin

4. La munición. El 27 de mayo de 1977 la discográfica Virgin Records pone a la venta el single de los Sex Pistols con God Save the Queen en la cara A y Did You No Wrong en la B —antes de que la banda firmara con la disquera, la empresa A&M había editado algunos ejemplares (se asustaron del contenido de la canción y pararon el proceso) como el que aparece al principio de esta entrada: se tiene conocimiento de que existen una docena y es el disco más valioso en las subastas: 12.000 libras esterlinas, unos 15.000 euros—. El single es el más censurado de la historia: no sólo la BBC, sino también las radios independientes, se niegan a emitir el tema; los almacenes lo boicotean, la prensa seria editorializa lo mismo que la amarilla y habla de «afrenta» y «atentado moral» contra el himno nacional del Reino Unido del que se mofan los Sex Pistols… El grupo organiza una gira por el Támesis en un barco alquilado (el Queen Elizabeth). La policía carga y hay apaleados y detenidos. Se debate sobre los Sex Pistols en el Parlamento. A Rotten le ataca en la calle un skin y le deja secuelas permanentes en una mano. Cuando le preguntan cómo solucionaría los problemas del país, Rotten responde: «Resolvedlos vosotros. Es vuestra puta culpa, esclavos, putos cabrones«. El single y su mensaje de profundo y desolador asco calan en la sociedad: el disco se convierte en el más vendido, pero las empresas mediáticas lo ocultan en las listas de éxitos con maniobras grotescas como dejar en blanco la casilla del título de la canción o simplemente subir al número uno a la que ocupaba el segundo puesto, una balada de Rod Stewart que se titula, para completar el ridículo, I Don’t Want To Talk About It (No quiero hablar sobre eso).

Póster de la revuelta de mayo de 1968 en París y cartel de los Sex Pistols (Jamie Reid, 1977)

Póster de la revuelta de mayo de 1968 en París y cartel de los Sex Pistols (Jamie Reid, 1977)

5. El testimonio. La letra de la canción de los Sex Pistols, traducida al español, dice: Dios salve a la Reina / El régimen fascista / Te han convertido en un idiota / Una bomba h en potencia // Dios salve a la Reina / No es un ser humano / No hay futuro / En el sueño de Inglaterra // Dios salve a la Reina / Que no te digan lo que quieres / Que no te digan lo que necesitas / No hay futuro, no hay futuro  / No hay futuro para ti // Dios salve a la Reina / Sabemos lo que decimos, tío / Adoramos a nuestra Reina / Que Dios la salve // Dios salve a la Reina / Porque los turistas son dinero / El torso de nuestro personaje / No es lo que parece // Dios salve a la Reina / Dios salve la historia / Dios salve tu demencial desfile // Dios salve a la reina / Señor, ten piedad / Todos los crímenes se pagan / ¿Cuando no hay futuro / Cómo puede haber pecado? // Somos las flores en el cubo de la basura / Somos el veneno de tu maquinaria humana / Somos el futuro, tu futuro // Dios salve a la Reina / Sabemos lo que decimos, tío / Adoramos a nuestra Reina / Que Dios la salve //  Dios salve a la Reina / Sabemos lo que decimos, tío / No hay futuro / En el sueño de Inglaterra // No hay futuro , no hay futuro / No hay futuro para ti / No hay futuro , no hay futuro / No hay futuro para mí.

Edición de lujo y tirada limitada de "God Save the Queen", 2012

Edición de lujo y tirada limitada de "God Save the Queen", 2012

 6. ¿RIP?. Los Sex Pistols nacieron para morir deprisa. Fueron una refrescante maldición. Como una versión en reverso de un embarazo, estuvieron nueve meses entre nosotros, del 4 de noviembre de 1976, fecha de publicación de su primer disco, el single Anarchy in the UK / I Wanna Be Me; al 14 de enero de 1978, cuando actuaron por última vez en público —actuar es un verbo demasiado condescendiente, ya no se soportaban entre sí—. Fue en San Francisco (EE UU) [aquí está el concierto completo] y Rotten acabó el show hablando cara a cara a la audiencia: «¡Ah, ja, ja, ja! ¿Alguna vez os habían engañado? Buenas noches». El resto ha sido muy triste: la muerte anunciada de Vicious, convertido en un más que presunto asesino; actuación de los músicos como mercenarios sin rumbo —con excepción de los muy aconsejables primeros álbumes de PIL, la banda de Lydon—; una reunión crowdfunding en 2007-2008 en la que tocaron como si ellos mismos no hubieran negado la posibilidad de futuro; vulgares pleitos por los derechos de las canciones ante una justicia a la cual nos aconsejaron maldecir; el lanzamiento de un agua de colonia con el nombre de la banda («pura energia, combinada con aroma a piel, heliotropo y pachuli») y, hace unas semanas, durante el nuevo jubileo de Isabel II, la reedición de lujo de 3.500 ejemplares de God Save the Queen en vinilo de siete pulgadas de la que se ha descolgado Lydon diciendo que «socava todo aquello por lo que lucharon los Sex Pistols». Treinta y cinco años después de la canción ante la que nadie era capaz de sonreir, ¿qué queda? Quizá el mensaje esencial de un joven gandul que no se cepilla los dientes, se siente «vacío», quiere «destruir a los transeúntes» y aconseja, como vomitando: «Sean irresponsables. Sean irrespetuosos. Sean todo lo que esta sociedad detesta (…) Te aseguro que no me odias tanto como yo te odio a ti«. Suficiente, ¿no?

Ánxel Grove

Levon Helm: diez años de vida extra gracias a un establo

The Band, 1967 (Foto: Elliot Landy)

The Band, 1968 (Foto: © Elliot Landy)

Tres de las cinco personas de la foto están muertas. El del medio se suicidó en 1968 1986, a los 42 años. El del extremo izquierdo falleció de un ataque al corazón en 1999, a los 55. El que está entre ambos murió el jueves pasado de un cáncer, un mes antes de cumplir 72.

No menciono sus nombres en el primer párrafo porque nunca cometieron la grosería de obligarnos a la veneración genealógica ni practicaron el apostolado egoísta de la sacra iglesia del rock, despreciable como toda congregación, poblada por medianías, frecuentada por fanáticos ciegos.

Esos cinco tipos retratados por Elliott Landy en el buen año de 1968 en las montañas Catskills (no se trata de un plató de ocasión para hacerse pasar por chicos de campo: vivían allí) se llamaban The Band. Eran la única banda posible.

Levon Helm, 1969 (© Magnum Photos)

Levon Helm, 1969 (© Magnum Photos)

La tercera muerte estaba anunciada desde 1998. «Tiene usted cáncer de garganta», dijeron los médicos a Levon Helm —hijo de granjeros de algodón de Arkansas, la tierra de gente con sombrero y uñas sucias donde sedimentó el blues, fuente única—. Dios te da donde más duele. De las cuerdas vocales de Mark Levon Helm había nacido el grito arrugado de los derrotados: la suya era una voz  que condensaba la sarga mojada por el chaparrón bíblico de la injusticia, el contrabando como senda de iluminación, la sombra de los barrancos donde van a morir los perros viejos, el alcohol de los pobres como única compensación por tanta miseria… Bruce Springsteen, que busca el mismo tono, lo dijo con lengua llana: «Hablamos mucho sobre el asunto, pero Levon es el asunto».

«Podrá vivir unos cuantos años, pero se quedará sin voz». Los médicos lo anunciaron con firmeza inmutable de avatares de Krishna. Cáncer en la garganta, bisturí, quimioterapia… Un barranco postrero para el perro enfermo. En 1998 todos comenzamos la cuenta atrás para Levon Helm. Concluímos que solamente nos quedaban las grabaciones como consuelo.

Establo-estudio de grabación de la casa de Levon Helm

Establo-estudio de grabación de la casa de Levon Helm

Después de dos años sin voz ni canciones, dos años blancos como hospitales, Helm empezó a hablar de nuevo, a cantar. La culpa del milagro la tuvo un establo en las montañas. Montañas y pelo de bestias, acaso no haya otra cura.

Fue como un inesperado bis. En 2004 Levon Helm, que debía muchos recibos a los médicos que le habían condenado antes de tiempo, organizó un concierto en el establo, adaptado como estudio de grabación. Los vecinos y amigos llevaron mazorcas de maíz, puré de calabaza y costillas asadas. El establo y el hijo de granjeros de Arkansas pusieron la música. Desde entonces, hasta hace pocos meses, la fiesta se celebró cada sábado. La llamaron Midnight Ramble y era una sorpresa. Reservabas la entrada, llegabas con algo de comida, te sentabas cerca de la chimenea y te dejabas caer por el barranco.

El elenco de cada noche dependía del azar y parecía dictado por un dios bondadoso. Podía incluir a Elvis Costello, Jackson Browne, Emmylou Harris, Dr. John, Gillian Welch, Rickie Lee Jones, Los Lobos… Hay un par de discos que sintetizan el milagro del establo.

Levon Helm sonreía, cantaba, tocaba la batería y la mandolina, renacía en una marcha atrás que le llevaba hacia delante. No tenía la rabia tensa de los años setenta y los músculos doloridos le obligaban a golpear los tambores con menos pegada, pero la sonrisa era un guiño a la muerte. «Te estoy ganando, chica», parecía decir.


En los últimos cinco años, Helm grabó tres discos. Todos ganaron un Grammy, pero es injusto reducirlos a la entidad difusa de un premio. Dirt Farmer (2007), Electric Dirt (2009) y Ramble at the Ryman (2011) son adultos, no tienen la desesperada pureza redentora de las grabaciones de The Band, pero hablan de asuntos de gravedad intensa en este tiempo de desprecio por la siembra, el arado, las cosechas y el riego: la desaparición, tal vez definitiva, de la cultura rural y su templada elegancia. Percibir que los enuncia un condenado que araña tiempo a la muerte los convierte en sobrecogedores.

"Dirt Farm" (2007), "Electric Dirt" (2009) y "Ramble at the Ryman" (2011)

"Dirt Farmer" (2007), "Electric Dirt" (2009) y "Ramble at the Ryman" (2011)

El escenario final para Helm, el establo celeste, fue congruente, como también lo habían sido los de sus dos colegas en The Band que le precedieron en la muerte: el motel barato donde Richard Manuel se colgó de una puerta con su propio cinturón —los chicos de campo prefieren el cuero— y la casa familiar de pueblo —esta gente nunca babeaba por las bruñidas luces de las vanidosas noches urbanas— donde Rick Danko fue sorprendido por el reventón cardíaco mientras dormía, tras haber declarado a un entrevistador, el día anterior, la verdad necesaria: «Las cosas buenas nunca se planean».

Desde la izquierda, Hudson, Manuel, Helm, Robertson y Danko

Desde la izquierda, Hudson, Manuel, Helm, Robertson y Danko

The Band, la única banda, era un fruto accidental que condensaba todos los sabores del plantío americano: tres canadienses de Ontario —Danko, Manuel y Garth Hudson (1937)—, el medio indio mohawk Robbie Robertson (1943) y el hijo de granjeros Helm. Siendo adolescentes se foguearon en garitos donde, según la ley, eran demasiado jóvenes para entrar. Se llamaban The Hawks y acompañaban al viejo loco Ronnie Hawkins, que les pagó las primeras copas.

El resto es leyenda: entraron en contacto con Bob Dylan, al que apoyaron en la sideral transición del folk al rock eléctrico (1965). En julio de 1966, el cantautor, también nativo de las brumosas tierras de la imprecisa frontera cultural entre los EE UU y Canadá, fue víctima de un accidente de motocicleta. Las secuelas no fueron únicamente físicas. Alquilaron por una renta de trescientos dólares una casa de madera pintada de rosa, Big Pink, en Woodstock, el pueblo montañoso del estado de Nueva York donde Helm levantaría su estudio-establo, y llevaron a término la Gran Pastoral Americana, el  menos es más del rock de los años sesenta.

Dylan y The Band grabaron cientos de canciones complicadas y peligrosas que ni siquiera intentaron editar (circularon profusamente en grabaciones pirata, conquistaron a los Beatles —George Harrison visitó Big Pink y salió transformado— hasta que una selección, The Basement Tapes, fue publicada en 1975). Mientras los hijos de las flores apuraban al máximo el volumen de los amplificadores Marshall y volaban sobre paisajes de gelatina, volvieron la vista al territorio, la verdad de la orografía, y llevaron al rock a terrenos donde resonaban las voces alunadas y góticas de William Faulkner, Flannery O’Connor, Carson McCullers, los libros bíblicos, Robert Johnson, las jigas tradicionales y los cantos de ciego con perro lazarillo.

Segundo álbum de The Band, 1969

Segundo álbum de The Band, 1969

Cuando The Band emergió como grupo, sobre todo con los dos primeros elepés, Music from Big Pink (1968) y The Band (1969), el compositor devocional Robertson preparó sagas sobre la gran frontera norteamericana para las voces de Helm, Manuel y Danko, de timbres, respectivamente, rugoso, frágil y conmovedor. En los dos discos establecieron una simbiosis total con los ciclos, con frecuencia desalmados, de la naturaleza y con el escenario inmutable del devenir errático de los humanos.

En piezas como Long Black Veil, The Shape I’m In, Chest Fever, Stage Fright, The Weight, The Nigth they Drove Old Dixie Down, In a Station o King Harvest había un tono de serenata, no por matizado menos intenso, desconocido en el rock. The Band hablaba el idioma eterno de la desesperanza con un matiz de sermón y plegaria que abrió las puertas para una nueva derivación humana del rock. Después llegó la admiración de todos, algunos discos erráticos y el concierto de despedida The last waltz (1976), convertido por Martin Scorsese en la mejor película de rock and roll de la historia. Les dejo con un fragmento en el que Helm canta una pieza que mientras escribo intenté escuchar, pero que, lo confieso, no puedo afrontar ahora. Duele demasiado.

Ánxel Grove

 

Earl Scruggs, la muerte de un músico que hablaba con los dedos

Los músicos de country and western, bluegrass y otros géneros nacidos según el implacable calendario de las cosechas del maíz y el trigo suelen ser, con algunas excepciones indignas, gente de poco verbo y convencidos de la escasa exactitud de las palabras: prefieren omitirlas y dejar que hablen las manos o murmuren los dedos.

Me gusta el linaje que señalan con su elegante y mansa actitud, tan distinta a la jactancia de los músicos de rock de cuellos estirados que se autoproclaman cónsules filosóficos o archiduques de la bonhomía por dos razones coyunturales, no renovables y bastante miserables cuando se utilizan con modales de limpieza generacional: la juventud y la belleza.

Acaba de morirse un hombre que nunca tuvo la necesidad de pronunciar una palabra o, si la tuvo, fue para dar las gracias por los dones del pueblo llano, el calor de la buena leña de encina o las elipses que trazan las faldas de las muchachas cuando bailan una polka. Earl Scruggs tenía 88 años y tocaba el banjo. Creo que no es imprescindible anotar que lo tocaba como nadie lo ha tocado nunca y como nadie lo tocará jamás, sino dejar constancia de que cualquier ser humano sobre la faz de la Tierra es capaz de entender el lenguaje de Scruggs.

Los Foggy Mountain Boys: Earl Scruggs (derecha) y Lester Flatt.

Los Foggy Mountain Boys: Earl Scruggs (derecha) y Lester Flatt.

La naturalidad con que manejaba el banjo acasó esté relacionada con la larga convivencia con el instrumento, que practicó desde que era un niño de cuatro años (justo la edad que tenía cuando murió su padre, un granjero que también tocaba el banjo y, lo cual no me parece una casualidad, tenía una pequeña librería) en las sosegadas colinas del Condado de Cleveland, en Carolina del Norte (EE UU).

La belleza y el fluido natural de las maneras de Scruggs como músico -llamarle virtuoso sería colocarle a la altura de los repelentes ejecutantes de música clásica de la muy abundante variante clasista, aquella que nace, se desarrolla y muere pensando en la partitura y el chaqué- sólo pueden entenderse como un milagro.

Dicen quienes conocen de fundamentos técnicos que Scruggs desarrolló un modo de tocar -basado en el empleo de tres dedos en vez de dos y una digitalización muy rápida- que sacudió al banjo de su condición de acompañante rítmico y logró elevarlo a la categoría de instrumento solista.

Perfeccionó el estilo acompañando en la segunda mitad de los años cuarenta al padre del bluegrass, Bill Monroe (1911-1996), un compositor y cantante sin cuya épica de la soledad y el fracaso sería imposible entender a Elvis Presley. También era un usurero que explotaba a sus músicos. Scruggs y el guitarrista Lester Flatt se cansaron de la tiranía y en 1948 montaron por su cuenta el grupo The Foggy Mountain Boys, bautizados en honor -y el homenaje tiene la consistencia de una declaración política– a los valles sombríos donde crecieron y cantaron los autores de las canciones que cantan en el cielo, The Carter Family.

Amarrado al banjo y famoso como solamente pueden serlo quienes son referencia de bondad, Scruggs nunca se escondió en las catacumbas de la fama. En octubre de 1969 fue el primer músico de country en tomar postura en contra de la Guerra del Vietnam, tocando en una manifestación masiva en Washington. Durante los años de la revuelta hippie reinterpretó canciones de Bob Dylan con Joan Baez, hizo giras para público peludo como telonero de Steppenwolf (los de Born To Be Wild y The Pusher), se mezcló con The Byrds.

Es justo pensar que Scruggs era el único hombre con corbata de aquellas jam sessions en las que se encontraban la música de los abuelos y la de los hijos. También el único que sabía montar a caballo, acunar a un nieto y manejar con propiedad una navaja de monte.

En 1994 participó en un disco de ayuda a la organización  Red Hot, dedicada al apoyo a los enfermo de sida. En 2001 editaron Earl Scruggs and Friends, donde rinden homenaje al reinventor del banjo una tropa de deudores (John Fogerty, Elton John, Sting, Johnny Cash, Don Henley, Billy Bob Thornton…).

Scruggs murió el miércoles de la semana pasada en un hospital de la única ciudad posible para un músico de bluegrass, Nashville. Me permito sospechar que su mayor orgullo no estaba relacionado con la música que nos entregó desde que era un niño campesino, hace más de ocho décadas, sino con las sonrisas y los juegos bulliciosos de sus cinco nietos y cinco bisnietos.

Ánxel Grove

Un disco astral y alucinado en los años de hierro del franquismo

'Jo, la donya i el gripau' - Pau Riba, 1971

'Jo, la donya i el gripau' - Pau Riba, 1971

Quizá quienes sólo conozcan la España de los años setenta a través de los libros de historia y alguna que otra documentación audiovisual, realizada para mayor gloria de la familia Borbón o cierta clase política, imaginen una tierra polvorienta, sin ánimo, doblegada y sólo esperanzada gracias a las células de la izquierda estalinista, que en aquel entonces aún predicaba el santo evangelio de la Madre URSS.

Por las rendijas de la dictadura ciertamente tenebrosa de Francisco Franco se colaban, sin embargo, productos culturales (llamarlos así entonces era impensable: la cultura no era un producto excepto en el caso de Dalí, Cela y otros pesebristas) que, al ser rescatados desde el presente, estremecen por su valiente arrogancia, su frescura radical y la alternativa utópica que proponían (ni dios ni amo, sin ir más lejos) entre tanto arribista en espera de la muerte del tirano para lanzarse al ruedo de la vida pública (y así nos ha ido).

Hablo de 1971, todavía un año de hierro (en diciembre de 1970 se había celebrado el Proceso de Burgos, un juicio sumarísimo militar y sin garantías procesales que acabó con seis condenados a muerte, luego conmutadas), con el dictador lúcido -si es que alguna vez lo estuvo-, los gerifaltes del fascio mandando en los cuarteles y los políticos tecnócratas haciendo negocios harto lucrativos que han cimentado algunas de las fortunas que aún padecemos.

Había música, claro. Serrat lanzó Mediterráneo, su disco más ligero; Aguaviva, una insufrible coral progre con espíritu de seminario, editó Apocalipsis; Miguel Ríos, que ya labraba su imagen de Gran Colega, Unidos… Una soberana paliza.

Para nuestra salvación también había locos:

Toti Soler (izquierda) y Pau Riba ensayan el disco en 1971. Foto: Mario Pacheco

Toti Soler (izquierda) y Pau Riba ensayan el disco en 1971. Foto: Mario Pacheco

Hoy quiero hablar en la sección Top Secret del blog de un disco que me acompaña desde la primera vez que lo escuché y me seguirá acompañando, tal es su poder sobre mí, hasta que me caiga muerto. Lo considero tan importante como la santa trinidad de 1966: Blonde on Blonde (Bob Dylan), Pet Sounds (The Beach Boys) y Revolver (The Beatles), tan emotivo como Another Green World (Brian Eno, 1975) y el primer álbum de Veneno (1977).

Jo, la donya i el gripau, de Pau Riba,  fue la constatación de que los músicos españoles también buscaban y se afanaban en la trascendencia. Encendió una luz.

El disco es una respuesta política. A Riba y su mujer, Mercè Pastor, embarazada de ocho meses, los había detenido la policía a finales de 1970 porque vivían en una comuna en Barcelona y fueron denunciados por indecencia por los caseros. Con lo puesto se largaron a Formentera, arcadia de los hippies nacionales y europeos. Nuestro Katmandú era una isla.

Pau Riba y su hijo Pauet, en Formentera. Foto: Mario Pacheco

Pau Riba y su hijo Pauet, en Formentera. Foto: Mario Pacheco

El disco fue grabado en un magnetofón Nagra a pilas por Riba y el guitarrista Toti Soler en la casa, sin luz, agua corriente y gas, donde se establecieron el músico y su mujer y nacería el primer hijo de la pareja, Pauet (el gripau del título).

Es una de las obras musicales más pegadas a la tierra que conozco. Destila belleza, candor y reposo, pero, y ésta es la característica que lo separa de otras músicas de su tiempo y área cultural, es astral, sicodélico, alucinado...

He seguido desde lejos la carrera posterior de Riba, atribulada, loca, de profeta atrincherado en su púlpito. En su defensa hay que señalar que sigue en la brecha y ha superado a los censores maximalistas -como todos los nacionalistas- de El Setze Jutges que en 1967 le le habían prohibido la entrada en el club porque no era suficientemente afrancesado y prefería el rock and roll.

Pau Riba

Pau Riba

Me gusta pensar -y me consuela, ¿por qué no?- que mientras Pau Riba grababa Jo, la donya i el gripau, Daevid Allen trabajaba en Banana Moon, Kevin Ayers en Whatevershebringswesing, King Crimson en Formentera Lady, Pink Floyd en Echoes

Me consuela sentir que fui parte, contra las miserias del franquismo y el antifranquismo, de algo que no tiene nombre y que no merece bautizo.

Ánxel Grove

Las ‘mujeres calientes’ de Robert Crumb

"Hot Women: Women Singers From the Torrid Regions of the World"

«Hot Women: Women Singers From the Torrid Regions of the World»

Además de un dibujante afilado y complejo y un neurótico ser humano, el venerable Robert Crumb (1943) es uno más de los enganchados a la alta toxicidad de los discos previos a la tiranía digital. Su colección de varios miles de acetatos y discos de laca de 78 rpm es mítica.

Pese a la relación inmediata que cualquiera establece entre Crumb y el rock -por la temática hippie-sicodélica y su intervención como diseñador de una cubierta legendaria para el grupo en el que cantaba Janis Joplin-, los gustos musicales del dibujante no van por ese lado.

Crumb prefiere la sangre vieja y los ambientes robustos del blues, el country, el bluegrass, el cajun, el jazz y el swing

Él mismo cantó y tocó el bajo en R. Crumb & His Cheap Suit Serenaders y la mandolina con Eden and John’s East River String Band. Ambos son grupos sin edad determinada. Podrían haber bajado de las montañas hace siglo y medio o ayer mismo.

El creador de Mr. Natural no es nada egoísta como archivero. En un par de ocasiones ha actuado como editor, seleccionando canciones secretas de su colección para compartirlas con el resto del mundo. Como valor añadido, las portadas de las recolecciones son dibujos originales de Crumb.

En 1999 apareció That’s What I Call Sweet Music, una selección de música de baile de orquestas de los locos años veinte. En 2003 publicaron el disco que hoy recomiendo en la sección Top Secret de este blog, Hot Women: Women Singers From the Torrid Regions of the World (Mujeres calientes: cantantes femeninas de las zonas tórridas del planeta).

¿Mujeres calientes? ¿Qué puede entender un viejo verde como Crumb de una expresión tan, digamos, delicada?

Un ejemplo:

Pastora Pavón, La Niña de los Peines (la cantaora con «voz de sombra» de la que habló Lorca), con Niño Ricardo a la guitarra, dándole fuego a unas sevillanas en 1927.

La brasileña Araci Côrtes y la canción samba Quero Sossego, de 1931.

Toña la Negra, desde México, cantando El cacahuatero en una fecha indeterminada de comienzos de los años treinta.
Cléoma Falcon,  la pionera del cajun de Louisiana, cantando Blues Negres en 1934.

En más de una ocasión Crumb ha declarado que su mayor deseo sería vivir entre las nalgas de una mujer robusta.

Ahora ya conocen ustedes que canciones debe cantar la mujer-vivienda para que el lúbrico señor piojoso esté más contento todavía.

Ánxel Grove

El fotógrafo que siempre estaba a la distancia justa

"Men without shirts; kicking car starter on the ground" - William Gedney, 1972

"Men without shirts; kicking car starter on the ground" - William Gedney, 1972

El padre y cuatro de los doce hijos. Hombres sin camisa. William, el padre, patea motor de arranque de un automóvil. Los hijos miran hacia el suelo.

El fotógrafo está a la distancia justa. Sin entrometerse pero tan cerca como para dejarnos saber.

El ballet gestual -los brazos caídos o en los bolsillos o cruzados o sosteniendo los riñones o apoyados en la estaca- pronuncia una sola palabra: extenuación.

«Los problemas del área son complejos y acumulativos. En resumen: lugar remoto, valles bruscos, montañas, innaccesible, sin carreteras. Cincuenta años de destrucción de recursos naturales, minerales y madera han dejado aguas contaminadas y suelos improductivos. Antiguas y corruptas maquinarias judiciales y locales», anota el fotógrafo en una página de sus meticulosos diarios.

"Boy at dinner table" - William Gedney, 1972

"Boy at dinner table" - William Gedney, 1972

William Gedney no diferencia la palabra de la fotografía. Si una no acompaña a la otra, ninguna de las dos tiene sentido, piensa.

El niño de imposibles brazos -otra vez: extenuados-, de mirada desplomada, descamisado… Tienen la desvergüenza de sostener que dios creó el mismo tipo de mundo para todo bicho viviente.

No son fotos de la Gran Depresión, sino de 1972. ¿Tras los Urales? No, en Kentucky, corazón del país más poderoso del mundo a aquellas alturas.

El fotógrafo es un joven callado, elegante, de esas personas que apenas dejan huella cuando pisan, de los que no gritan, de los que no empujan, de los que nunca están de vuelta… Tiene pocos amigos y se dedica a caminar, la mejor de las labores en esta tierra en la que vives mirando al suelo.

"Children and a dog walking on dirt road; two girls carrying books" - William Gedney, 1972

"Children and a dog walking on dirt road; two girls carrying books" - William Gedney, 1972

Gedney, nacido en 1932, llevó una vida modesta.

Pidió una beca para fotografiar el rural estadounidense y le soltaron algo por recomendación de Walker Evans, que le conocía y al que admiraba. El dinero le alcanzó para dar tumbos por el país en los años sesenta. Cuando se le acabaron los fondos dió clases particulares. Nunca pensó en venderse como fotógrafo, en publicar en revistas, en alardear…

Visitó a la familia del minero desempleado William Cornett en 1964. Residió con ellos, retrató su vida de harapos. Regresó en 1972 para seguir fotografiando los días sin camisa de los niños crecidos. Le recibieron como a un hijo pródigo. Gedney se dejaba querer, no se entrometía. No abusaba.

Entre una y otra estancia en las montañas extenuadas de Kentucky, Gadney quiso ser testigo del milagro hippie. En San Francisco hizo fotos de muchachos durmiendo en sofás, de chicas bailando a la luz de la psicodelia, de diggers repartiendo gratis comida entre aquellos indignados beatíficos e inocentes… No sacó demasiadas conclusiones. Nadie que baje de la montaña se deja embaucar por el glamour supuesto de una corona de flores en un parque urbano.

"Girl sitting on windowsill" - William Gedney, 1964

"Girl sitting on windowsill" - William Gedney, 1964

En 1968 expuso -por primera y única vez durante su vida- en Nueva York. Fueron 44 fotos de Kentucky y San Francisco. Lee Friedlander y Diane Arbus fliparon cuando visitaron la muestra de aquel desconocido que parecía tener un don para retratar momentos de desnuda verdad, como si amase profundamente al sujeto de cada foto.

Gadney consiguió otra beca y la estiró lo suficiente como para viajar dos veces a la India, primero a Benarés, en 1970, y luego a Calcuta, diez años más tarde.

Siguió haciendo poco ruido. En 1987 dió positivo en las pruebas del VIH. Dos años más tarde murió de complicaciones derivadas del sida. Tenía 56 años y casi nadie sabía que era gay. No ocultó nada, pero tampoco pregonó nada.

Todo su legado, una colección de más de 5.000 fotos y hojas de contactos y decenas de cuadernos de notas, ordenados con el meticuloso ardor de un andarín, se lo dejó a Friedlander. Los archivos de Gedney están ahora en la biblioteca de la Universidad de Duke.

El material, al completo, ha sido digitalizado con el cariño que merece. Las fotos pueden utilizarse en cualquier soporte citando procedencia (precisión que anoto aquí: todas las imágenes de esta entrada del blog son de la colección digital de William Gedney de la Universidad de Duke). Si Internet ha valido para algo, este es uno de los casos.

"Two girls with dirty clothes holding hands" - William Gedney, 1964

"Two girls with dirty clothes holding hands" - William Gedney, 1964

Como si la fama póstuma no desease turbar la sombra de un hombre sin voz, el tiempo y la cháchara han sido benévolos con Gedney.

En 2000 el San Francisco Museum of Modern Art le dedicó una antología. La titularon Short Distances and Definite Places, una referencia a dos versos (examina esta región / de cortas distancias y lugares definitivos) del poeta favorito del fotógrafo, W.H. Auden.

Ese mismo año se publicó el único foto-libro de su obra, What Was True: The Photographs and Notebooks of William Gedney. Está descatalogado y cuesta bastante dinero en las casas de segunda mano.

En torno a Gedney hay un intenso velo de respeto y también de desconocimiento. Su empatía y compromiso con lo retratado asusta. Su ausencia de retórica o cinismo encaja mal con un momento fotográfico triste en el que sólo cuenta quien habla más alto.

Puedo navegar durante horas, ajeno al dictado del tiempo, por la obra de este ejemplar fotógrafo. Me calma su comportamiento taciturno, la letra aniñada de sus notas en los diarios, la falta de afanes e imposturas con que pasó por el mundo, la sedosa forma de acercarse sin molestar…

"Willie and Vivian Cornett, children and grandchildren, and William Gedney on porch" - William Gedney, 1972

"Willie and Vivian Cornett, children and grandchildren, and William Gedney on porch" - William Gedney, 1972

No es justo elegir una foto cuando en todas hay tanta piel extenuada, pero tengo mis debilidades, mis caprichos.

Si debiera señalar una sola que pudiera contener mediante la humilde ceremonia de trazar un círculo de tinta, digamos, azul; si debiera decir: «ésta es, aquí está el ojo en el loto», me inclinaría por una de las menos drásticas: este retrato de grupo, tomado con disparo retardado, en el cual, entre toda la tribu de los Cornett del remoto Kentucky, sentado en la escalera, en primera fila, haciendo que la familía sonría tras su carrerita para llegar a tiempo, William Gadney se hace carne y se muestra.

Ánxel Grove

Mejor sin techo que repelente en el Palace

Son 500 millones en todo el mundo según la ONU. Tres millones en la UE.

Les llamamos, para que no duela, sin hogar, sin techo o, todavía más asépticamente, homeless, bajo el manto de éter de otro idioma. Nunca importan demasiado: son población invisible, ajena a la mecánica del sistema, son uno de los top secrets que entre todos mantenemos escondido bajo la alfombra de la comodidad.

Hace unos días la prensa del mundo volvió a ejercer la consejería moral: cuidado, muchacho, la calle puede ser tu casa.

Nos mostraron a un homeless que una vez fue rico y famoso: el músico Sly Stone, inventor del funk, gran disoluto, triunfador en el Festival de Woodstock -donde los negros estaban vetados por el racismo en sordina de la mafia hippie (Hendrix actuó, sí, pero Hendrix nunca ejerció la negritud, era pálido)-, autor del primer disco moderno de soul electrónico, There’s a Riot Going’ On (1971) -escuchen Africa Talks to You ‘The Asphalt Jungle’ -.

A partir de una información bastante tendenciosa del New York Post del aprendiz de espía Robert Murdoch -el mismo diario cuyo nivel de seriedad quedó patente cuando llamó Osama a Obama-, los media de varios continentes copiaron y pegaron.

El resumen venía a ser: «Sly Stone vive en una caravana en Los Ángeles y una pareja de jubilados le da de comer». Si sustituimos el vehículo por una madriguera de tres metros por dos, el titular valdría para varios millones de jóvenes españoles que han regresado a casa de papá y mamá por culpa de gente que frecuenta los mismos salones que Murdoch.

Sly & The Family Stone, 1970

Sly & The Family Stone, 1970

Adoro a Sly Stone desde que escuché su música a los 13 años, en 1967 (en concreto, esta barbaridad que todavía me lleva a brincar) y mis primeras fiestas adolescentes llegaban al clímax de sensualidad que nos era permitido, bastante light, con Family Affair.

De otro lado, me suelo entender bastante bien con todos los heridos -por bala, enfermedad, despido patronal o deshaucio bancario- y me saca de las casillas el estigma que, incluso sin conciencia, se marca con ácido en las frentes de los débiles.

Voy a glosar a media docena de músicos que han vivido en la calle, en los márgenes de lo correcto. Son mi ejército secreto de hoy. Los prefiero a cualquier residente-repelente en el Palace.

1. Ted Hawkins (1936-1995). Nació negro y pobre en el sur de los EE UU, donde ambas condiciones garantizan una amplia probabilidad de que te envíen al reformatorio y a la cárcel, lo cual sucedió. Prefirió las aceras a los escenarios. Pese a un postrero éxito en Europa, regresó al vagabundeo y la música a cambio de propinas. Dormía en la playa de Venice, en Los Ángeles. De día ponía los pelos de punta a los turistas con su gospel dolorido.

2. Blind Willie Johnson (1897-1945). Otro tipo pobre y sureño. Desde niño, además, ciego porque su madrastra le arrojó lejía a la cara durante una disputa familiar. Hizo su primera guitarra con una lata de tabaco. No le hacía falta nada más para cantar blues. Durante toda su vida tocó y predicó la buenaventura de dios en la calle. Ni siquiera está claro dónde está su tumba. Yo sé dónde: en todo pecho hendido por la pena.

3. KRS-One (1965). El blues de nuestro tiempo es el hip-hop. Ninguna otra música ha sabido meterse en la sangre del modo abrasivo y generalista del rap en sus más dignas formas. Este cantante-compositor se largó de un hogar violento a los 14 años y vivió como homeless en Nueva York. Lawrence Krisna Parker, al que todos llaman KRS-One, tiene, entre otros méritos musicales, el de haber merecido el interés de otro tabloide repulsivo, el New York Daily News, que tildó al cantante de «anarquista» y escribió en un editorial: «Si Osama Bin Laden compra alguna vez un disco de rap, será un CD de KRS-One».

4. Seasick Steve (1941). Una vez dijo: «Los vagabundos son gente que se mueve en busca de trabajo. Los caminantes se mueven, pero no les interesa el trabajo. Los vagos ni se mueven ni trabajan. Yo he sido de los tres». Steven Gene Wold -su nombre de registro- transitó durante más de veinte años por EE UU sin tener un destino preciso. Luego se arrimó a la música -llegó a tocar con Janis Joplin- y trabajó como técnico de sonido antes de sentir otra vez la llamada del camino y largarse a Europa, donde se ganaba el pan en la calle haciendo lo que mejor sabe, cantar blues acompañado de su guitarra. Ahora es bastante famoso, pero en su mirada sigue habiendo tierra.

5. Dan Tracey (Television Personalities). Eran inteligentes y odiaban las poses en el Reino Unido o-eres-trendy-o-no-me-importas de los ochenta. Dan Tracey (1960) era el alma del grupo, los exquisitos Television Personalities. Lo pillaron robando en una tienda a finales de la década siguiente: tenía que pagar su afición al crack. Condena de cárcel, ruina y, al salir de entre rejas, la calle como hogar. Volvió a hacer discos, algunos con canciones tan deslumbrantes como All the Young Children on Crack (2006).

6. John Fahey (1939-2001). Desde mediados de la década de los setenta y durante unos veinte años, Fahey, quizá el mejor guitarrista steel de la historia, malvivió, vendiendo poco a poco su colección de acetatos clásicos, para poder comprar una botella más de alcohol. El último acto de expiación fue la entrega a la usura de las casas de empeño de su guitarra. Pasó muchas noches a la intemperie. Le importaba todo bastante poco. De ese desapego sólo excluía a su bellísima música.

Todos fueron homeless de un modo radical. No se trata de invitarles a comer. Se trata de que nos enseñen a vivir.

Ánxel Grove