Sobrevolar una nebulosa gracias al arte digital

Solo una supernova debería ser considerada como un acontecimiento verdaderamente terrible: un sol que se queda sin combustible, colapsa y explota.

Un acto de extinción que suele dejar a los cometas, lunas, meteoros y planetas que una vez formó, con alguna traslación o rotación por hacer. Es un sol egoísta que recuerda a esos caudillos bárbaros, pater familias que exigían en el día de su muerte ser acompañados por sus esposas y esclavos.

Un acto terrible que, sin embargo, deja estos fascinantes residuos…

Sabemos poco de las nebulosas. Son como el esperma del universo flotando hacia la fecundación de un nuevo sol, o los restos de la zona muerta de un imperio solar decadente: un cementerio en la amplitud máxima de este término, posos de una estrella extinguida contenidos en el vacío que han dejado los mundos que allí giraban.

Las nebulosas encarnan un ciclo, la danza de un luto nupcial que nos recuerda que en el principio está el fin y viceversa. Resultan extrañas las leyes del cosmos que habitamos: un cementerio termina siendo una guardería. La muerte de un sol engendra nueva vida. Las estrellas que lo nutren aparentan gustos necrofílicos. El más temible de los actos termina siendo algo bello.

En 1054 astrónomos árabes y chinos dejaron constancia de cómo en un día de julio nació en la mañana una estrella. Una explosión a más de 6 mil años luz iluminó el firmamento terráqueo durante meses. Ahí siguen los restos de ese gigante que sorprendió a los antiguos con su deceso: la Nebulosa del Cangrejo.

Es raro, sin embargo, poder observarlas desde nuestro cielo. Necesitamos potentes aparatos para percibir sus colores rojos, turquesas, verde-azulados. Las hay oscuras, que reflejan la luz o que emiten rayos ultravioleta. Recreamos los colores que nos insinúan la datación de sus gases, y esos cuerpos sinuosos característicos, esponjosos, fantasmales, que se corresponden a la levedad de su ciclo, y que en las fotografías me recuerdan a la sangre de un dios marciano desparramándose por la gran cocina estelar. Nos parecen atrayentes y por eso las bautizamos con nombres marinos o de insecto: Nebulosa Mariposa, Nebulosa de la Hélice, de la Tarántula, de la Araña y la Mosca…

El astrónomo Carl Sagan decía que eran el secreto de la naturaleza, una guardería espacial, el lugar donde se criaban las estrellas. En esencia, muchas de ellas son restos de gas y polvo que quieren condensarse, materia que solo busca agregarse -y esta es una manía recurrente en la materia- para alcanzar con la excitación de los átomos la unión en altas temperaturas e incendiarse en la forma del nuevo sol.

Condensaciones que contienen en su sopa los pilares de la creación: las cositas que salieron de la violencia inicial del Big Bang y que conforman cada uno de tus átomos. Helio, hidrógeno, gases ionizados y polvo espacial. Hay millones de ellas en el cosmos: las tenemos en la Gran Nube de Magallanes, algunas pueden observarse directamente, como la Nebulosa de Orión, pero también habitan en las zonas negras del universo ciego.

Durante 16 meses el artista Teun van der Zalm ha usado la tecnología 3D para recrear este fenómeno sin que tengamos que recorrer más de 10 años luz hasta ellas. Se ha colado en la cuna de las estrellas y asistimos a la ecografía de una futura estrella. Toda su obra es un experimento que se basa en algoritmos de física de partículas que ha diseñado, y puede apreciarse el resultado final mediante dispositivos de realidad virtual, en vídeo o proyectados en planetarios. Pinta estas leyes extrañas del universo que hacen que el amor en los cementerios tenga un sentido cósmico.

De entre todos los cataclismos solo la muerte de una persona debería considerarse un acto verdaderamente terrible: un sol que se apaga, dejando traslaciones y cosas por hacer, quién sabe si para crear una nueva estrella, quién sabe si podemos aplicar las mismas leyes de los materiales que lo engendraron.

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