El cosmonauta Yuri Gagarin, icono ‘rave’ tras la caída de la URSS

Una cosa aprendí ayer: Yuri Gagarin no fue un cosmonauta soviético, sino el primer raver ruso. Será preciso modificar los libros de Historia entonces. Nada de hitos espaciales: fiestas underground y tecnazo. Gorbachov había anunciado la disolución de la URSS y empezó la bacanal.

Ayer, día de muertos, era una jornada perfecta para mirar hacia el espacio soviético. Así que visité el festival de cine musical In-Edit. Para mi asombro, la película que esperé minoritaria estaba llena de vida, repleto el cine hasta los topes, una sala abarrotada, una de esas salas que te reconcilian con la humanidad cultural.

Imagen del documental I Am Gagarin. In-Edit

Imagen del documental ‘I am Gagarin’. In-Edit

Proyectaban el documental I am Gagarin, de la productora Petit à Petit, y dirigido por Olga Darfy. La temática la creía periférica: la caída de la URSS y el nacimiento entre sus ruinas del movimiento rave; el tecno entendido como un aullido liberador cuando el viejo mundo se descompone y entre sus grietas aparecen una pandilla de «partisanos» dispuestos a emular a sus héroes soviéticos, los cosmonautas; solo que el cohete en la nueva no-Rusia era su mente y cuerpo, la desinhibición, la ruptura, la locura del ritual cósmico que terminaría en nada: polvo estelar…

Una generación aprendía de golpe y a golpes el significado de la novedad, los pasos tambaleantes en un no lugar que acabaría después siendo la cuna de la autocracia de Putin. Una libertad, como todas las libertades cósmicas, efímera, el mismo rayo desintegrador que también golpeó a la Barcelona ácrata de finales de los 70 y el Madrid de los 80: artistas conceptuales, pisos ocupados destartalados, sonidos que nunca habían llegado a esa URSS desplomada -también los kiwis fueron una novedad, y se comieron en su inocencia hasta la cáscara-, y entonces llegó la primera rave anunciada (aunque de pago), la mítica Gagarin Party.

Celebrada en 1991 en el Pabellón del Espacio de Moscú, lugar de exaltación de antiguos hitos soviéticos, a pocos días del tratado de Minsk. La tierra homenaje del cosmonauta Yuri Gagarin. Buscaban estos exploradores – unida la psicodelia de Leningrado (San Petersburgo) con las comunidades artísticas de Moscú– un nuevo cosmos metafísico en un espacio que se había desvanecido de la noche a la mañana. Lo encontraron rodeados de maquetas de cohetes y naves exploradoras; sus cuerpos flotaron en ácido, y el aire alimentó la euforia, y la euforia derrumbó el último muro antes de que las máquinas excavadoras levantaran el nuevo telón capitalista.

Querían ser los primeros en conquistar los cielos, como Yuri.

La rave, una vez más, como disruptor histórico de los límites, del mismo modo que ocurrió en otros lugares, de este a oeste. El caos como instrumento socializador, el humano como animal que danza y que celebra la perdida del sentido, la llegada del éxtasis que devorará en su turba a más de uno. El aullido dionisíaco que anunciaba Nietzsche frente al controlador himno apolíneo soviético. La rave como el antiguo aquelarre en los márgenes de la sociedad, la performance participativa en la nueva no-Rusia. Las drogas, colores, el lema punk del “fuck the system”, o el “nosotros somos la nueva civilización”, un grito naíf de aquellos jóvenes que supieron despegar desde las cenizas, bailar en los amaneceres sin normas o expectativas, sin miedo, en espera de que explotara el cohete, estela de cenizas y vidas.

Sin ser una película excepcional, tiene la virtud de mirar en esas grietas, en los mundos ocultos que se repiten en el globo, cuando los jóvenes y no tan jóvenes parecen endiablarse y tomar los espacios olvidados, y celebrar así sus noches sin fin, las mañanas diluidas, la ruptura del tiempo, la subversión de las horas productivas, bailando sobre las ruinas de una civilización o un imperio moribundo, sin capas o clases, unidos ricos y pobres, mafiosos y artistas, nómadas e intelectuales, como ocurrió en Barcelona acabados los 90  -danzando en las free partys en aquellas fábricas derrumbadas del glorioso pasado-, o en el Este europeo, en los Balcanes, o ahora mismo, quién sabe dónde: en cualquier espacio secreto creado sobre ruinas, alejado en los bosques, un territorio efímero y salvaje para invocar el arrebato dionisíaco.

La cultura rave, siempre denostada, criticada, temida, perseguida, imposible de domesticar, aparece como una repetición desordenada en el tiempo. De las bacanales a las fiestas de brujas, del verano del amor a la caída de la Unión Soviética, del Berlín unificado a los Balcanes emergidos tras la guerra. Cuando todo se desintegra, cuando el abismo anímico es la regla, cuando la muerte exhibe su billetera… entonces los locos se reúnen y bailan y celebran la ruina y la utopía. La vida no valía nada entonces, y los rusos bailaron, despegaron, aunque muchos no supieran después cómo aterrizar.

Para aquellos jóvenes, el cosmonauta Yuri Gagarin, antiguo héroe de la patria, y único en pie tras la debacle, fue el primer raver; el primero, en su imaginario, que se atrevió a cruzar los límites aún a riesgo de desintegrarse. El cosmonauta como primer raver, la bruja como primera danzante, el primitivo como primer loco que liberó su alma frente a la sensualidad del fuego. Siempre serán perseguidos porque los sabemos imposibles de domesticar: son arrebatos de un espacio temido que nos habita, ese cosmos negro y desconocido que teme Apolo, el profundo espacio interior anterior a toda norma. Primitivo. Oscuro. Desconocido. Auténtico. Peligroso. Loco. Creativo. Luminoso. Esperando el momento propicio para su eclosión.

1 comentario

  1. Dice ser roetnig

    Si tenemos en cuenta que Gagarin murió en 1968… el resto de el articulíto es pura basura.

    02 noviembre 2017 | 22:38

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