Ya hemos devuelto a Cervantes al cautiverio de Argel

Grabado de Érik Desmazières - Dominio público

Grabado de Érik Desmazières – Dominio público

Cuando se proclamó que la Biblioteca abarcaba todos los libros, la primera impresión fue de extravagante felicidad. Todos los hombres se sintieron señores de un tesoro intacto y secreto. No había problema personal o mundial cuya elocuente solución no existiera (…) El universo estaba justificado, el universo bruscamente usurpó las dimensiones ilimitadas de la esperanza (…) También se esperó entonces la aclaración de los misterios básicos de la humanidad: el origen de la Biblioteca y del tiempo. Es verosímil que esos graves misterios puedan explicarse en palabras: si no basta el lenguaje de los filósofos, la multiforme Biblioteca habrá producido el idioma inaudito que se requiere y los vocabularios y gramáticas de ese idioma. Hace ya cuatro siglos que los hombres fatigan los hexágonos… Hay buscadores oficiales, inquisidores. Yo los he visto en el desempeño de su función: llegan siempre rendidos; hablan de una escalera sin peldaños que casi los mató; hablan de galerías y de escaleras con el bibliotecario; alguna vez, toman el libro más cercano y lo hojean, en busca de palabras infames. Visiblemente, nadie espera descubrir nada.

La mareante idea de la biblioteca universal de hexágonos infinitos soñada por el ciego Borges en un cuento que transita entre las ideas del Paraíso y el Infierno en forma de inacabable masa de libros: todos los posibles, en cualquier combinación o permutación de signos, lenguas, alfabetos o espacios en blanco, es una utopía en la que sólo creen en las lejanas y muy seguras oficinas bajo tierra de las empresas de Silicon Valley donde guardan cada una de nuestras palabras en el e-mundo. Los demás leemos el relato como el genial desatino de un exbibliotecario.

«Los demás leemos», he escrito con toda la intención. ¿Leemos?

Hace unos días, durante las celebraciones dedicadas a Cervantes y el Día del Libro, el clamor era máximo y la multitud salió a la calle con rosas, camisetas alusivas, ganas de cotejar ediciones y fanatismo de hooligans del papel impreso, pero el aluvión sobre el manco y su Quijote ha ido dejando hueco a virales que incendian la red, instrucciones para reducir el estrés comiendo, un especial culos —no pregunten, yo tampoco sé— y las andanzas con poca ropa de unos seres con los improbables nombres de Kaley Cuoco y Karl Cook

Cervantes se ha acomodado de nuevo en un limbo de aroma a cautiverio argelino, conviviendo con, digamos, los gadgets deportivos para ir a la última.

El libro, como el cáncer, el medio ambiente, la malaria y los perros sin dueño, son cosa de un día. Marcamos el calendario, salimos a la calle (aprovechamos para unas cañas, claro) y hemos cumplido.

Manuscrito de Proust - Biblioteca Francesa

Manuscrito de Proust – Biblioteca Francesa

«¿Quién lee mejor que un chico?», se preguntaba Marcel Proust reivindicando la lectura como descubrimiento, aventura y gamberrada. No, desde luego, los chicos españoles. Ni tampoco los padres de los chicos.

Según el último informe del CIS sobre hábitos de lectura, el 35% de los españoles no lee «nunca o casi nunca». Quieto-parado, si cree que el porcentaje no está tan mal, porque entre los que leen «alguna vez al trimestre» —¿el encarte de descuentos del Aldi o de BricoKing, ¿qué otra cosa se puede leer con una cadencia trimestral?— la proporción es del 65%.

Es el momento de una mirada panorámica: de todos esos seres humanos que tiene ante los ojos, tres leen y los otros siete, para redondear, se dedican, por lo visto, a avivar el incendio nunca sofocado de la red.

En el paisaje sentimental de mi vida todo ha cambiado. En tiempos complejos para el libro, sobre todo para algunos libros peligrosos —ya saben la tendencia histórica pasada: en el Palacio del Pardo, Franco disponía de una enorme biblioteca pero todos los ejemplares eran anuarios ministeriales—, recuerdo que nos reuníamos, como todos los universitarios de todas las épocas, para reirnos de los docentes, estirar las pesetas y, sobre todo, para hablar de libros.

Si no tenías dinero, ibas a una librería a babear por aquellos ejemplares que algún día serían tuyos. Si entrabas por primera vez en casa de alguien, te asomabas a las baldas para escanear con la vista los cantos de los ejemplares: si encontrabas algún Cortázar, dabas el alma por el anfitrión. Si había también algún César Vallejo, lo considerabas un avatar de Buda.

Hands showing the sign language alphabet. Wellcome Collection

Hands showing the sign language alphabet. Wellcome Collection

Que yo les invite a leer no tiene  validez alguna. Soy un adicto: me inyecto tinta cada día, todos los días —coloca más la tangible y bellamente sucia del papel, pero la impalpable de los e-books tiene su aquel—. Siempre tengo provisión esperando.

Dado que no soy una fuente ecuánime, dejen que les cite tres estudios médicos de procedencia distinta que encontré en un artículo de Tara Isabella Burton sobre los oscuros poderes —por desconocidos— y habilidades que despierta la lectura:

  • La New School for Social Research de Nueva York ha determinado que la lectura de pasajes literarios tiene un «impacto inmediato» en la capacidad del lector para identificar las emociones de otros.
  • Otro estudio, de la Emory University de Georgia (EE UU) concluye que la lectura cotidiana aumenta la conectividad cerebral.
  • Un tercero, de la University of Sussex (Reino Unido), establece que leer es más eficaz para reducir el estrés que la mayoría de los tranquilizantes químicos.

Es decir, un remedio contra la sociopatía galopante; un instrumento para aumentar la memoria RAM interna y el mejor de los relajantes.

Eso (y el descubrimiento, la aventura y la gamberrada) es un libro. Allá ustedes.

Jose Ángel González

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