¿Corres y lo cuentas?
Es lo que antes se hacía en un bar, después de la ducha y mientras las piernas todavía dolían. El efecto de la cerveza o del vino hacía que aquel corrillo reducido contase y repasase las sensaciones. Ahora no hay corrillo; hay un teclado que lanza tus sensaciones al espacio.
Nada es mejor o peor, vaya por delante.
Ahora entrenas y lo subes inmediatamente a un tweet o a tu muro. Se puede seguir automáticamente tu runtástica sesión o queda colgado en los registros de tus ambits o fores.
Son algunas de las consecuencias de la literalidad de «estar en las redes sociales». Hay una verdad evidente: a nadie le obligan a que cuente con quién se ha juntado a correr, qué ritmo llevó o cosas por el estilo.
Es evidente que Internet nos ha dado la oportunidad de trascender. Poco, mucho, una basura o campeones a capazos, somos alguien. Además corremos. Cosa que algunos interpretarán como un entretenimiento sin más. Y, otros, correrán pensando en que escapamos de la masa sedentaria y somos capaces de cambiar el cosmos.
Ahí entra el ego del corredor (y de cualquier deportista outdoor)
¿Te has encontrado con algún mito con patas? ¿Añoras el tiempo y el coraje de esos héroes del gremio, capaces de embarcarse en cruzar la península itálica en nueve días o encadenar ciento treinta maratones?
Un día me paré a pensar en qué parte de un entrenamiento queda almacenado para tu satisfacción o para el trabajo a largo plazo. También, qué parte de esos minutos extra o ritmos más elevados eran un empujón psicológico que nos daba qué esperarían los lectores cuando lo contase. Os aseguro que, por muy inmune que seamos a ello, estar expuesto al público termina por rondar tus acciones.
Sí, todo esto son elucubraciones de alguien con mucho tiempo de sobra y un megáfono a su servicio.
También el comentario hiriente de un lector gracioso lo es.
Guerra de egos.