¡Que paren las máquinas! ¡Que paren las máquinas!

¡Que paren las máquinas! El director de 20 minutos y de 20minutos.es cuenta, entre otras cosas, algunas interioridades del diario

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Aquella tarde remota en que mi abuela me llevó a conocer a García Márquez

Muchos años después, aún recuerdo aquella tarde remota en que mi abuela Ifigenia me llevó a conocer a Gabriel García Márquez.
Mi abuela, que había nacido en 1891, era una mujer menuda, autoritaria, culta y extremadamente religiosa. Dividía su tiempo entre sus lecturas piadosas y profanas, los rezos y el gobierno de su casa y de las del resto de la familia. Tenía una capilla privada en una iglesia de un pueblo de Burgos y una mediana biblioteca -heredada de un tío cura- con un libro del siglo XVI, varios del XVII y docenas del XVIII y del XIX.
Al final de su vida se quedó ciega. Pasaba las horas sentada en un gran sillón, toda de negro, la espalda recta, el moño recogido, un rosario en una mano y un bastón en la otra, y me pedía a menudo que leyera un rato en voz alta para ella.
Un día –tendría yo unos 16 años- me dijo que la habían hablado (¿quién, lo habría escuchado en la radio?) de una novela que se titulaba Cien años de soledad y me ordenó comprarla. Por la tarde comencé a leérsela: «Muchos años después, ante el pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre le llevó a conocer el hielo…”.
Cuando apenas llevaba unos minutos de lectura, mi abuela golpeó dos veces el suelo con el bastón, dos golpes secos y contundentes, y dijo: «No sigas, hijo. Está muy bien escrita, pero es profundamente inmoral”.
Yo no había advertido la inmoralidad del texto, pero las palabras de mi abuela Ifigenia hicieron que devorara Cien años de soledad en las horas siguientes. Me impactó y me sedujo aquella novela, y me gustaron mucho La hojarasca, El coronel no tiene quien le escriba o La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada; me encantó Relato de un náufrago, un gran reportaje, un excelente gran reportaje… y no me gustó nada o casi nada Memoria de mis putas tristes, un indigno colofón a su magistral trayectoria.
En narrativa en castellano, la talla de García Márquez es comparable a la de Galdós, y su impacto e influencia en otras culturas muy superior a la del canario. Se nos ha ido un grande, un grandísimo. Millones de personas que aún ni han nacido se estremecerán de placer un día aún remoto cuando algo los lleve a conocer sus libros.

P.D. Amaba tanto la literatura como despreciaba las normas de la gramática. Ya conté aquí el encontronazo que tuve con él hace ya muchos años, a finales del siglo pasado, aquel día remoto en que le corregí un texto.

Una joya poco conocida, y otros libros para el verano

Estoy este verano con un libro extraordinario, quizás la joya de la literatura española menos conocida por el gran público. Es del siglo XVI, se titula Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, y la escribió Bernal Díaz del Castillo… O quizás no, quizás no fue este humilde soldado nacido en Medina del Campo en 1496 y radicado en Santiago de Guatemala al final de su vida el verdadero autor de la monumental obra. Quizás sea su verdadero autor alguien mucho más principal y sorprendente…
La Historia verdadera… es, para algunos especialistas, la primera novela moderna escrita en América. Para muchos, la mejor crónica jamás escrita de una guerra colonial. Es monumental en todo, hasta en su extensión. Manejo la edición de 2011 de la Real Academia Española, con estudio y notas de Guillermo Serés. Tiene 1.530 páginas, casi como Guerra y paz y Anna Karenina juntas… En un celebrado tema de José Ángel González de hace cinco años en 20minutos (‘Mucho tocho, ningun tostón’) no estaba incluida (ni las de Tolstoi), pero tenía méritos sobrados. Ningún tostón: la obra de Bernal (o de quien fuere) es muy amena, se lee con la facilidad de un libro de aventuras.
Ha sido otro libro mucho más reciente el que me ha hecho volver a la Historia verdadera, que leí confieso que a medias y en diagonal en mis años de la Facultad de Filología. Se titula Crónica de la eternidad, del antropólogo francés Christian Duverger (Taurus). Publicado hace pocos meses, el ensayo de Duverger ha tenido el efecto de una roca enorme cayendo en las por lo general tranquilas aguas de la historia de la literatura española. Duverger sostiene -y lo argumenta con muchas pequeñas y grandes razones- que Bernal Díaz del Castillo, un exsoldado raso, poco instruido, sin ninguna otra obra literaria conocida y que además no aparece en ningún documento o relación de las tropas de Hernán Cortés durante la conquista de México y que con 84 años -cuando presumiblemente escribía- vivía retirado en la actual Guatemala, no puede ser, en ningún modo, el autor de la obra. Va más allá incluso Duverger. Afirma que el verdadero autor es… No os revelaré el final de su ensayo, escrito como si fuera una novela policiaca. Os recomiendo que leáis ambas obras en paralelo, como estoy haciendo yo. La comunidad académica está dividida, no sé si la tesis de Duverger acabará siendo plenamente aceptada, pero, si lo fuera, una figura de la historia española adquiriría una nueva dimensión como escritor, como político y como pensador.
En vacaciones (y el resto del año), no hay nada como la lectura, y tengo a mano muchos otros libros estos días, de modo que voy tirando de uno u otro según las circunstancias. Entre ellos, Don de lenguas, de Rosa Ribas y Sabine Hofmann (Siruela), una policiaca con pistas lingüísticas en la Barcelona de los años 50; La mujer del médico, del irlandés Brian Moore (Contraseña Editorial); Enterrado en vida, de Arnold Bennett (Impedimenta); Karoo, de Steve Tesich (Seix Barral); la biografía Ignacio de Loyola, de Enrique García Hernán (Taurus); y dos clásicos de largo recorrido y acierto seguro: Historias de San Petersburgo, de Nikolai Gogol (Alianza Editorial), y la irrepetible La filosofía en el tocador, del Marqués de Sade, en la edición reciente de Península de nuestro llorado Manuel Fernández-Cuesta. No me acabaré todas, y surgirá alguna otra en el camino. Ya os iré contando.
P.D. Estuve hace unos días recorriendo Sicilia, una semana, y me llevé cuatro novelas que transcurren en la isla y fueron escritas por sicilianos: El Consejo de Egipto, de Leonardo Sciascia (Tusquets Editores), esa historia de una simulación, de una impostura también literaria, en el Palermo del siglo XVIII al que están llegando los vientos de la Ilustración; la excelente El Gatopardo, de Giuseppe Tomasi di Lampedusa (Punto de Lectura), que transcurre en la convulsa Sicilia de la revolución antiborbónica del XIX y la unificación de Italia, y de la que todo elogio es poco; y dos de Andrea Camilleri, de la saga de Salvo Montalbano: La sonrisa de Angélica y El ladrón de meriendas, ambas en Salamandra. Y compré en una librería en Agrigento (Montelusa en las novelas de Camilleri, como Porto Empedocle es Vigata) un curioso volumen: I luoghi di Montalbano. Una guida, de Maurizio Clausi, Davide Leone, Giuseppe Lo Bocchiaro, Alice Pancucci Amarù y Daniela Ragussa (Sellerio Editore). Es lo que parece, una guía detallada de los lugares concretos donde transcurren las ficciones de Camilleri, incluidas las trattorias Da Enzo y San Calogero. ¡Un lujo poder consultarla allí, en la mismísima Marinella! (Los muchos seguidores en español de Montalbano agradeceríamos una traducción cuanto antes de la guía, Sigrid Kraus)

38 libros que aún releo

Algunos libros que he leído y vuelto a leer, y disfrutado cada vez más. (Sólo en español, ordenados de más antiguo a más reciente).
Cantar de Mio Cid. Los milagros de nuestra Señora. Libro de Buen Amor.
Diario de a bordo del primer viaje de Colón. La Celestina. El lazarillo de Tormes. Menosprecio de corte y alabanza de aldea.
Don Quijote. El caballero de Olmedo. El Buscón. La vida es sueño.
Don Juan Tenorio. Pepita Jiménez. La Regenta. Fortunata y Jacinta.
Camino de perfección. Campos de Castilla. Niebla. Luces de bohemia. Cuentos de la selva. Romancero gitano. Veinte poemas de amor y una canción desesperada. La vorágine.
La forja de un rebelde. Crónica del alba. El laberinto mágico. Ficciones. Viaje a La Alcarria. El túnel. Alfanhuí. Pedro Páramo. Las ratas. Juntacadáveres. Rayuela. La casa verde. Cien años de soledad. Las horas. La saga/fuga de JB.

(Y muchos poemas de Jorge Manrique, Garcilaso, Fray Luis de León, Juan de la Cruz, Lope, Góngora, Quevedo, Villamediana, Espronceda, Bécquer, Juan Ramón Jiménez, Lorca, Cernuda, Alberti, Hernández, Benedetti…)

Los libros de mi Navidad 12-13

He trabajado poco durante las Navidades, y he tenido mucho tiempo para leer. He estado con cosas muy variadas, y veo ahora en el recuento que con predominancia de obras británicas. Estos han sido mis 9 libros de la Navidad 12-13:
– El sueño del imperio. Auge y caída de la potencias globales 1400-2000, de John Darwin (Taurus), un especialista en el tema, sobre todo en el Imperio Británico. Muy interesante incluso en clave de actualidad, para entender mejor algunos conflictos actuales. Es muy denso, de lectura lenta. Aún lo tengo a medias.
– Anaconda, de Horacio Quiroga, en la edición de bolsillo de Alianza y Losada de 1981 y que incluye algunos otros de los relatos breves selváticos para mayores del gran narrador uruguayo. Digo para mayores porque reunió en otro volumen, Cuentos de la selva, los que eran para niños. A este le debemos mucho Montse Román y yo en nuestra La golondrina enamorada. Maravilloso y siempre como nuevo Quiroga, uno de los escritores al que más releo y con mayor gusto. Mi ejemplar de Anaconda está desencuadernado y requetesobado. Puse a bolígrafo, hace tres décadas: «En Moyano, martes 22 de septiembre 81 tras los exámenes de septiembre».
– La juguetería errante, de Edmund Crispin (Impedimenta). Es un clásico de la novela de detectives inglesa, de 1946. Confieso que ni conocía al autor. Lo compré a ciegas en La Casa del Libro porque me encantó su expeditivo arranque -«Richard Cadogan sacó su revólver, apuntó con cuidado y apretó el gatillo»- y sobre todo su ingeniosa nota previa: «Nadie, salvo los crédulos más obtusos, supondrá que los personajes y los acontecimientos de esta historia pueden ser otra cosa que ficticios. Es cierto que la vetusta y noble ciudad de Oxford es, de todas las poblaciones de Inglaterra, la progenitora más probable de acontecimientos y personajes improbables. Pero todo tiene un límite». Improbable trama, sí, y encajada con calzador, pero ingenioso, adictivo y encantador relato, que devoras con una sonrisa permanente.
– Diarios sobre Dora Carrington, de Gerald Brenan (Confluencias Editorial). Lo vi en la Librería Antonio Machado y me lo agencié de inmediato. Si te interesa la singular Carrington o el grupo de Bloomsbury o si te gustó la excelsa Al sur de Granada, te satisfarán mucho estos apuntes de Brenan, como a mí.
– Prisioneros en el paraíso, de Arto Paasilinna (Anagrama). Soy devoto del novelista -y ex periodista- finlandés desde hace años, pero esta me ha decepcionado un poco. Luego he sabido que es una de sus primeras obras, ya se atisban en ella algunas de las características narrativas tan peculiares del autor, que llevará a su cumbre en El molinero aullador, Delicioso suicidio en grupo o El mejor amigo del oso. Si tienes curiosidad por Paasilinna, comienza mejor por una de estas últimas.
– El coraje de Miss Redfield, de Ana R. Cañil (Espasa), una buena novela de mujer para -preferentemente- lectoras, género muy en boga últimamente. «Préstala a una chica», me puso en la dedicatoria la propia Ana, colega y amiga. Ambientada en los años sesenta, es casi una novela histórica sobre esos años del franquismo, a través del mundo de las nannies que cuidaban a los cachorros del régimen.
– La información del silencio, de Álex Grijelmo (Taurus). Un novedoso e ingenioso ensayo sobre lengua y periodismo, una contundente denuncia sobre manipulaciones informativas basadas en el silencio y en las medias verdades. El subtítulo del libro lo dice todo: «Cómo se miente contando hechos verdaderos». Muy recomendable, y no solo para periodistas.
– ¡La exclusiva!, de Annalena McAfee (Anagrama). Lo abandoné a las 50 páginas, decepcionado. Lo había comprado engañado por la faja, que lo comparaba con el ¡Noticia bomba! de Evelyn Waugh. ¡Ya quisiera! ¡Esto no se hace, Herralde!
Acabo de comenzar, por último, Una vacante imprevista, la primera novela para adultos de la exitosa creadora de Harry Potter, J.K. Rowling (Salamandra). Bien, sin especial entusiasmo por ahora. Es una novela coral, con muchos personajes y 600 páginas y te puedes perder a poco que te descuides. Ya os contaré.

Cuentos de La Alcarria y de La Campiña

Hace ya bastantes años, cuando nuestra hija tenía solo 6 de edad, Montse y yo -sus padres- nos inventábamos cuentos a la hora de irse a dormir. Sobre todo en Cañizar, un pequeño pueblo de Guadalajara, a las puertas de La Alcarria, en la que tenemos una casa de fin de semana. Al día siguiente se los escribíamos y se los dábamos a leer.
-¡Pero esto no era así anoche! -decía ella.
Hace unos meses, sacamos algunos de ellos de un cajón y se los dimos a una editorial, El Aleph Editores, que ahora los ha llevado a las librerías con el título de ‘La golondrina enamorada y otros cuentos de La Alcarria’. con ilustraciones de Naikari. Aquí va el arranque de uno de ellos…

Los aguiluchos de Torija
En la almena más alta del castillo de Torija vive una familia de águilas. Tienen el nido en la parte que da al precipicio, para que no les molesten los turistas, que suelen mirar el castillo desde el otro lado, el de la plaza. Así lo decidió Mamá Águila cuando se instalaron allí.
Papá Águila no sabía estar mucho tiempo en un sitio. En el pueblo le llamaban Culoinquieto. Hace unas semanas que se marchó de viaje hacia el sureste:
-¡Liebres! ¡Conejos! ¡Lagartos! ¡Perdices! ¡Ratones grandes! ¡Ratones pequeños! ¡Aquí no hay más que carne, solo se puede comer carne! Me voy un tiempo a los pantanos, que me han dicho que allí sí que hay pescado. A ver si pillo unas buenas truchas, o unos barbos, o por lo menos unas carpas, y cambio de dieta, que me estoy poniendo muy gordo y me fatigo al volar -dijo un momento antes de alzar el vuelo desde la torre más alta del castillo.
Mamá Águila lo despidió agitando el ala derecha y secándose con la izquierda una lagrimita que se le escapaba pico abajo.
Mamá Águila es muy buena, pero un poco renegona.
Los sábados, cuando a Torija llega mucha gente a ver la picota, la ermita, la iglesia, la plaza y el castillo, ella refunfuña y refunfuña. En verano, cuando tantos y tantos viajeros de la carretera paran por allí y preguntan si en el pueblo hay una piscina donde darse un bañito, ella refunfuña aún más.
-¡Estoy harta de los turistas! ¡Estoy harta de los bañistas! -grita.
Cuando descubre que una familia de lirones ha instalado su hogar en la pared del castillo, muy cerca de su nidito, Mamá Águila se enfada. Y se enfada aún mucho más cuando se entera de que en la parte inferior del muro, entre las primeras piedras, se han instalado unos ratones desalojados de un granero cercano.
-¡Estoy harta de los lirones! ¡Estoy harta de los ratones!
Pero hay una cosa que aún le tiene más harta a Mamá Águila.
-¡Estoy harta de los turistas! ¡Estoy harta de los bañistas! ¡Estoy harta de los lirones! ¡Estoy harta de los ratones! ¡Pero sobre todo estoy harta de mis propios aguiluchooooos! -se desgañita algunas tardes Mamá Águila desde la torre que da a la plaza, para que se entere bien todo el que pasa.
¿Por qué está harta de sus hijos Mamá Águila? Pues porque son unos vaguetes que no salen de caza, que no limpian el nido, que no vigilan el valle para evitar que se cuele en el territorio otra familia de águilas… A los tres aguiluchos, que son ya mayorcitos, pues tienen seis meses y hace dos que saben volar, se les van las horas en la terraza del Ala de Moska, tomando cervecitas.
-¿Y unas aceitunitas no nos puedes poner? -le dicen a Pili cada vez que les trae una ronda. (…)

Cañizar, Torija, Brihuega, Rebollosa, Ciruelas, Heras de Ayuso, Humanes, Alarilla, Taragudo, Hita, Torre del Burgo, Valdearenas, Muduex, Yunquera de Henares, Trijueque… Esa es el geografía de los cuentos. Y el Badiel, el Henares, el Ungría, el Tajuña. Olivos, robles, encinas, a veces cereal.
En realidad, La Alcarria y una comarca de Guadalajara menos conocida pero también muy evocadora: La Campiña. Además de los animales personificados, el paisaje es otro de los protagonistas de nuestros cuentos.
Esperamos que os gusten.
P.D. En septiembre pasado, cuando ya el libro estaba en imprenta, un zorro comenzó a pasarse cada noche por el bar de Cañizar en busca de comida. Parece un personaje salido de nuestros cuentos…

Periodismo sesgado de hace 7 siglos

Una lectura para el fin de semana. El capítulo 15 de El justiciero cruel. Pedro I de Castilla y el nacimiento de las dos Españas, la obra de divulgación histórica que acabo de publicar junto con mi hijo Ignacio Escolar, segunda parte de nuestra La nación inventada. Dedicamos el capítulo a Pedro López de Ayala, el cronista que se pasó de bando en la guerra civil castellana del siglo XIV y que acabó escribiendo la versión única del conflicto, la de los vencedores. Sesgada, claro.

El cronista López de Ayala

«Como los juglares y los poetas épicos, los cronistas medievales eran una curiosa mezcla de publicistas y periodistas de su tiempo mucho antes de que ninguno de esos dos oficios existieran. Las crónicas son un género de la historia y de la didáctica, pero también un antepasado de la comunicación institucional y del periodismo político partidario, un antecedente lejano del publirreportaje y del advertorial. En cuanto informadores, se esperaba de los cronistas un conocimiento profundo de los asuntos de los que escribían, buena memoria a ser posible, mucha capacidad de documentación en todo caso y la mayor cercanía en el tiempo y en el espacio a los asuntos y personajes sobre los que escribían. En cuanto publicistas, se daba por descontado que las virtudes de sus biografiados brillarían intensamente en sus textos, y que sus defectos quedarían solo esbozados o directamente ocultos.

La imparcialidad, la ecuanimidad, la equidistancia y el espíritu crítico no eran conceptos muy en boga en aquellos tiempos. Los cronistas –como los juglares y los poetas épicos– hacían comunicación, sí, pero también y a veces sobre todo propaganda. Acababan convirtiéndose en la persona que más sabía sobre el rey del que informaban, en el equivalente al actual periodista especializado, pero ejercían más de jefe de prensa o de dircom de su personaje, de panegirista o hagiógrafo, que de observador crítico.

Gran parte de lo que ha llegado a nosotros sobre Pedro I y sobre Enrique II sale de una sola fuente de información: Pedro López de Ayala. Gran parte de lo que sabemos o creemos saber sobre los defectos y los crímenes de Pedro y sobre las virtudes y los éxitos de Enrique surge en las crónicas escritas por López de Ayala acerca de los cuatro monarcas a los que sirvió: Pedro I, Enrique II, Juan I y Enrique III. ¿Era ecuánime Ayala, es creíble? ¿Hay en su trayectoria vital y profesional motivos para desconfiar de él?

Ayala era de familia noble. Su padre, Fernán López de Ayala, fue un caballero que sirvió a Alfonso Onceno y a Pedro I y se pasó al bando de Enrique, tras haber estado entre los nobles sublevados. Su tío abuelo, Pedro Gómez Barroso, un cardenal y estadista, consejero de Alfonso XI. Los tres fueron muy longevos para la época. El cardenal vivió 75 años, el padre 80, Pero (o Pedro) también 75. Tan larga vida, les cundió para hacer muchas cosas.

«Fue este don Pero Lopez de Ayala alto de cuerpo, é delgado, é de buena persona: hombre de gran discrecion é autoridad, é de gran consejo así en paz, como en guerra», dice un texto casi contemporáneo a él. «Fué de muy dulce condición, é de buena conversación, é de gran consciencia», añade. Hay que precisar, de todos modos, que el que así escribía, Fernán Pérez de Guzmán, era sobrino del propio López de Ayala y tío del escritor Iñigo López de Mendoza, el marqués de Santillana, del que Ayala fue tutor.

Ayala fue historiador, poeta, traductor, militar y político. Había nacido en tierras alavesas, probablemente en Quejana, en 1332, un año antes que el futuro Enrique II, dos años antes que el futuro Pedro I. Sobrevivió a ambos de muy largo. Iba para eclesiástico, y lo formaban como tal con su tío abuelo cuando parece que la muerte de un hermano mayor obligó a la familia a cambiar de planes: dejó la corte del cardenal y se fue a la del rey, donde estaba ya su padre, y desempeñaron uno y otro diversos oficios elevados para Pedro I. Fernán, el padre, fue el militar que tomó la comarca vizcaína de Las Encartaciones para Pedro I cuando este buscaba y perseguía a Nuño, aquel niño de muy pocos años que era señor de Lara y de Vizcaya. Pedro, el hijo y cronista, fue doncel de Pedro I en 1353, y siete años después iba al mando de la galera del rey, la Uxel, cuando la flota castellana cercaba Barcelona, en la Guerra de los Dos Pedros. No fue la única encomienda distinguida que le hizo el rey, pues en 1360 era alguacil mayor de Toledo.

Pero en 1366, ¡sorpresa! Cuando se desata la guerra entre los hermanastros, Pedro López de Ayala y su padre abandonan a Pedro I y se pasan al bando del pretendiente Enrique. «Viendo que los fechos de don Pedro no iban de buena guisa, determinaron partirse dél», cuenta el propio Ayala, hablando de sí mismo en tercera persona. En otra de sus obras, Libro Rimado de Palacio, es más directo en sus reproches a Pedro I: “Por el rey matar omnes, non llaman justiçiero, / ca sería nombre falso: más propio carnicero”.

Enrique lo recompensó con la largueza que acostumbraba. A Pedro lo hizo alférez mayor del pendón de la Banda. Esta era una orden de caballería nueva, secular, no religiosa. La había fundado Alfonso XI para distinguir a los nobles leales y señalar por tanto con su ausencia a los levantiscos. Era muy significativo que Enrique se la otorgara a Ayala, que era un noble desleal al rey legítimo, Pedro I.

Le fue mal a Ayala en la primera gran acción de guerra en la que participó como enriquista. Fue en la batalla de Nájera, el sábado 3 de abril de 1367. Los ejércitos de Pedro I, reforzados por soldados ingleses del Príncipe Negro, entre ellos sus célebres arqueros, aplastaron a los de Enrique de Trastámara, al que apoyaban los mercenarios del francés Bertrand du Guesclin. Ayala cayó prisionero. Por fortuna para él, su captor fue el Príncipe Negro. De haber caído en manos de Pedro I, probablemente hubiera sido ejecutado sin contemplaciones, como traidor a su rey. El Príncipe Negro, más pragmático, retuvo a Ayala seis meses, hasta que cobró de la familia un buen rescate.

De Enrique recibió Ayala muchas mercedes más. Lo nombró alcalde mayor y merino primero de Vitoria y luego de Toledo; le concedió los señoríos de Arciniega, Torre de Valle de Orozco y Valle de Llodio; lo designó miembro del Consejo Real; lo envió a Francia para negociar una de las alianzas contra los ingleses…

Ayala subió aún más alto en la escala del poder con los siguientes Trastámaras. Fue camarero y copero mayor de la corte del hijo de Enrique, Juan I, y su embajador para delicadas misiones internacionales, y finalmente su canciller mayor, la distinción mayor en su larga carrera política. Fue después miembro del Consejo de Regencia de Enrique III durante su minoría de edad. Antes, en 1385, participó en primera línea en otra gran batalla, la de Aljubarrota entre tropas castellanas y portuguesas. También llovieron las flechas de los arqueros ingleses sobre el bando de Ayala, también estaba en el bando perdedor, también cayó prisionero, «quebrados dientes y muelas». El cautiverio fue esta vez de al menos un año, quizás de dos, primero en el castillo de Leiria y después en el de Óbidos. Fue liberado y volvió a Castilla después de que insistieran mucho ante los portugueses tanto el rey de Castilla y el de Francia, Carlos VI –que lo tenía en gran estima, como consejero suyo y francófilo militante en la Guerra de los Cien Años–, como la mujer de Ayala y de que se pagara un caro rescate, 30.000 doblas. La esposa del cronista, por cierto, se llamaba Leonor de Guzmán, como la madre de Enrique II.

Durante su largo cautiverio portugués, Ayala escribió dos de sus obras fundamentales: el Libro Rimado de Palacio y el Libro de Cetrería o Libro de la caza de las aves. La primera, una obra satírica y didáctica, es en ocasiones muy crítica con los políticos, pese a que el propio autor lo era –“Si estos son ministros, sonlo de Satanás / ca nunca buenas obras tú fazer les verás”– y con los judíos. El fomento del antisemitismo ya había sido años atrás una de las estrategias de Enrique de Trastámara contra Pedro I, protector y amigo de los judíos. El propio Ayala contribuyó a ello. Cuenta en su crónica que en una entrada de Enrique en Nájera en 1360, mucho antes de la gran batalla, los soldados del Trastámara “ficieron matar a los judíos”. Y añadía el cronista: “Esta muerte de los judíos fizo facer el Conde don Enrique porque las gentes lo hacían de buena voluntad”. Como al pueblo le gustaba que se hiciera, lo de Enrique no estaba mal, parece decir Ayala. Esta permisividad del cronista con las matanzas de judíos ya se había advertido en cómo cuenta la que llevan a cabo las tropas del pretendiente en Toledo, durante la rebelión nobiliaria.

El proyecto de redactar sus crónicas probablemente es ulterior al cautiverio. A finales de siglo las tendría acabadas, y las revisaría al final de su vida, ya en el XV y con el reinado de Pedro I muy lejano y los Trastámara definitivamente asentados en el trono. En 1388, Juan I había pactado en Bayona con Juan de Gante, marido de Constanza, la segunda hija de Pedro I, la renuncia de ésta a sus derechos sucesorios a cambio de casar a su hija, Catalina, con el primogénito de Juan I, el futuro Enrique III. Las dos ramas sucesorias de Alfonso Onceno se unían, y se instauraba para el heredero de la corona el título de Príncipe de Asturias, vigente aún hoy. Ayala también estuvo allí, en las negociaciones del Tratado de Bayona.

Ayala estuvo, en resumen, en muchos de los grandes acontecimientos históricos de su época, y fue incluso protagonista de algunos de ellos. Sabía de lo que hablaba, conocía bien la materia. ¿Le da eso más credibilidad a lo que cuenta o la pierde porque en los asuntos más polémicos o controvertidos estaba claramente alineado? ¿Informaba o manipulaba? ¿Hacía periodismo o hacía propaganda?

Las crónicas de López de Ayala están entre las obras literarias más relevantes del siglo XIV en castellano. Se han publicado mucho desde entonces, agrupadas bajo el título de Historia de los reyes de Castilla o Crónicas de los reyes de Castilla, o bien separadas, con el nombre de cada rey. Tienen una alta calidad literaria: Ayala relata bien, engarza, relaciona, hila, cambia de plano, va y viene sin perderse entre un mar de acontecimientos simultáneos en distintos lugares. Evoluciona el género de la crónica, que hasta él era apenas una enumeración cronológica de hechos. Le añade criterio, intención, psicología, interpretación… Pero, ¿es Ayala una fuente limpia, donde solamente hay agua, o es un charco que además de información contiene muchas otras materias que pueden intoxicar a quien beba de ella sin prevención?

Hay disparidad de opiniones, pero lo cierto es que, por su trayectoria personal y por lo que se atisba en muchos de sus textos, López de Ayala es un cronista sospechoso de parcialidad. Como hemos adelantado, había militado en el bando petrista, al más alto nivel cerca de Pedro I, y se había pasado con armas, conocimientos y bagajes al enriquista. Cayó prisionero en Nájera, y probablemente fue uno de los que se libró de la ira de Pedro y de la muerte gracias a lo pactado en Libourne. Fue uno de los jefes militares máximos del ejército de Enrique. Ocupó más tarde varios cargos relevantes en la corte del nuevo rey y en la de otros Trastámara. Escribía cuando su antiguo rey ya había muerto y el nuevo era el vencedor… Parece, en conclusión, juez y parte, y en una lectura atenta de la crónica se le nota, como se ha apuntado varias veces, páginas atrás.

Tan sospechoso se sabía Ayala, que él mismo parece ponerse una venda antes de que se le hagan heridas: «E por ende de aquí adelante yo Pero López de Ayala, con la ayuda de Dios, lo entiendo continuar así lo más verdaderamente que pudiere de lo que vi, en lo cual non entiendo decir si non verdad», escribe en el Proemio a sus crónicas, en las primeras páginas de su texto.

Ese “non entiendo decir si non verdad” ¿es un mero formalismo enfático previo, que solían usar todos los cronistas? ¿Es una declaración de principios fiable? ¿Es un excusatio non petita accusatio manifesta? Muchos especialistas que han estudiado a fondo la obra de Ayala creen que es de fiar en lo que relata, apenas le han encontrado fallos o contradicciones en el relato de hechos, o detalles desmentidos por otras fuentes documentales independientes. En una edición de las crónicas hecha mucho tiempo después, en la segunda mitad del siglo XVI, el historiador aragonés Jerónimo Zurita asegura: “Y aunque siguió [Ayala] la parte del rey Don Enrique contra el rey Don Pedro su hermano, y fué su privado, y se vio por él en grandes peligros y trabajos, no se puede con razon decir que hubiese cosa verdadera que no osase escribirla, ni ninguna agena de la verdad que cuente él en sus Relaciones y Memorias”. Las sospechas, sin embargo, surgen en otras cosas. En cómo magnifica a menudo lo que le perjudica a Pedro y cómo minimiza lo que le perjudica a Enrique. En la desproporción de trato a uno y a otro. En la falta evidente de ecuanimidad. En algunos silencios. En algunos sucesos inexplicados: ¿por qué el sanguinario Pedro I –tal y como lo retrata López de Ayala– perdona en tantas ocasiones a su hermanastro? Si era un tirano implacable, un asesino despiadado ante la más mínima deslealtad, ¿cómo es posible que las rebeliones que organizan desde que toma el trono su hermanastro Enrique y su primo Fernando fuesen perdonadas?

Hay docenas de ejemplos de su sesgo, ya hemos destacado algunos en los anteriores capítulos. Desde atribuir el abandono de Blanca de Borbón por Pedro I sólo a la pasión de este por María de Padilla hasta hacer suyas una y otra vez las reivindicaciones de los nobles sublevados. Desde adjudicar a hierbas mandadas dar por Pedro varias muertes en la cama (Alburquerque, Blanca de Borbón) hasta el diferente tratamiento narrativo que hace a las matanzas ordenadas en Toledo por los dos contendientes: a la de Pedro, con 22 víctimas mortales, le da López de Ayala una gran relevancia; la de Enrique, con 1.200 víctimas, judíos mayores y niños, pasa casi inadvertida en su relato. De cómo carga las tintas contra Pedro I por la muerte de su primo, el infante Juan de Aragón y Castilla, a cómo pasa de largo sobre otro asesinato casi simétrico: el de Fernando de Aragón y Castilla, hermano de Juan y víctima probablemente de gente de su otro primo, el Trastámara.

Un ejemplo más, muy curioso. Ayala describe pormenorizadamente en su relato a los dos contendientes. A Pedro I así:
«E fué el Rey Don Pedro asaz grande de cuerpo, é blanco é rubio, é ceceaba un poco en la fabla. Era muy cazador de aves. Fué muy sofridor de trabajos. Era muy temprano é bien acostumbrado en el comer é beber. Dormía poco, é amó  mucho mugeres. Fué muy trabajador en guerra. Fue cobdicioso de allegar tesoros é joyas».

Y a Enrique así:
«E fué pequeño de cuerpo, pero bien fecho, é blanco é rubio, é de buen seso, é de grande esfuerzo, é franco, é virtuoso, é muy buen rescebidor é honrador de las gentes».

Ambos blancos y rubios, grande de cuerpo Pedro y pequeño Enrique. Pero Pedro con algún defecto (ceceante, mujeriego, codicioso), y Enrique, todo virtudes y atributos positivos.

La crónica de Pedro López de Ayala sobre Pedro I tiene en total 333 capítulos. En el título de 17 de los capítulos se menciona directamente a Pedro matando a alguien o mandando matarlo. El último capítulo, sin embargo, en el que relata cómo Pedro I acude engañado a la tienda de Du Guesclin y es matado por su hermanastro Enrique, lo titula Ayala así: “Como el Rey Don Pedro salió de Montiel, é murió”. Enrique no aparece matando, y se diría que Pedro ha fallecido de muerte natural.»

La crisis de hoy y la de hace siete siglos

«El siglo XIV fue, probablemente, el más duro de toda la historia de Castilla, quizás el más negro de la Península Ibérica desde que esta existe. Tres grandes catástrofes, el hambre, la peste y la guerra, golpearon a la población con saña, extendieron la muerte, dejaron la tierra «yerma, estragada, pobre» y cambiaron el Estado y la política. Fue una crisis sistémica que transformó la sociedad y disparó las desigualdades: los poderosos aumentaron su poder y su riqueza y la gente llana se empobreció y perdió algunos de los derechos que habían logrado las generaciones anteriores».
Así comienza ‘El Justiciero Cruel. Pedro I de Castilla y el nacimiento de las dos Españas’, el nuevo libro sobre la Castilla medieval que he escrito con mi hijo Ignacio, tras nuestro ‘La nación inventada’ de hace dos años.
Le cambias a ese párrafo inicial solo algunas palabras -hambre, peste, guerra… por globalización, ingeniería financiera, crisis económica y política…- y se diría que estamos hablando de hoy, y no de hace siete siglos.
El libro llega la próxima semana a las librerías. Esperamos que os guste.

El 12 de octubre, contado por Colón

Se edita poco o nada, se lee menos, apenas se estudia en las facultades de Filología… Pero merece la pena. El Diario de a bordo del primer viaje de Cristóbal Colón es un texto muy interesante. Uno de los primeros libros de viajes de nuestra literatura, un gran reportaje, casi un blog primitivo y muy actualizado. Todo con mucho detalle, con mucha precisión y con bastante destreza narrativa.
Os reproduzco aquí lo que anotó Colón el jueves 11 de octubre de 1492, pero que en realidad abarca también el 12, viernes como este año. Dice así:

«Navegó al Oessudoeste. Tuvieron mucha mar y más que en todo el viaje habían tenido. Vieron pardelas y un junco verde junto a la nao. Vieron los de la carabela Pinta una caña y un palo y tomaron otro palillo labrado a lo que parecía con hierro, y un pedazo de caña y otra hierba que nace en tierra, y una tablilla. Los de la carabela Niña también vieron otras señales de tierra y un palillo cargado de escaramujos. Con estas señales respiraron y alegráronse todos. Anduvieron en este día, hasta puesto el sol, veintisiete leguas.
Después del sol puesto, navegó a su primer camino, al Oeste; andarían doce millas cada hora y hasta dos horas después de media noche andarían noventa millas, que son veintidós leguas y media. Y porque la carabela Pinta era más velera e iba delante del Almirante, halló tierra e hizo las señas que el Almirante había mandado. Esta tierra vio primero un marinero que se decía Rodrigo de Triana; puesto que el Almirante, a las diez de la noche, estando en el castillo de popa, vio lumbre, aunque fue cosa tan cerrada que no quiso afirmar que fuese tierra; pero llamó a Pero Gutiérrez, repostero de estrados del Rey, y díjole que parecía lumbre, que mirase él, y así lo hizo y viola; díjole también a Rodrigo Sánchez de Segovia, que el Rey y la Reina enviaban en el armada por veedor, el cual no vio nada porque no estaba en lugar do la pudiese ver. Después de que el Almirante lo dijo, se vio una vez o dos, y era como una candelilla de cera que se alzaba y levantaba, lo cual a pocos pareciera ser indicio de tierra. Pero el Almirante tuvo por cierto estar junto a la tierra. Por lo cual, cuando dijeron la Salve, que la acostumbraban decir y cantar a su manera todos los marineros y se hallan todos, rogó y amonestólos el Almirante que hiciesen buena guarda al castillo de proa, y mirasen bien por la tierra, y que al que le dijese primero que veía tierra le daría luego un jubón de seda, sin las otras mercedes que los Reyes habían prometido, que eran diez mil maravedís de juro a quien primero la viese. A las dos horas después de media noche pareció la tierra de la cual estarían dos leguas Amañaron todas las velas, y quedaron con el treo, que es la vela grande sin bonetas, y pusiéronse a la corda, temporizando hasta el día viernes, que llegaron a una islita de los Lucayos, que se llamaba en lengua de indios Guanahaní. Luego vinieron gente desnuda, y el Almirante salió a tierra en la barca armada, y Martín Alonso Pinzón y Vicente Yáñez, su hermano, que era capitán de la Niña. Sacó el Almirante la bandera real y los capitanes con dos banderas de la Cruz Verde, que llevaba el Almirante en todos los navíos por seña, con una F y una Y: encima de cada letra su corona, una de un cabo de la cruz y otra de otro. Puestos en tierra vieron árboles muy verdes y aguas muchas y frutas de diversas maneras. El Almirante llamó a los dos capitanes y a los demás que saltaron en tierra, y a Rodrigo de Escobedo, escribano de toda el armada, y a Rodrigo Sánchez de Segovia, y dijo que le diesen por fe y testimonio cómo él por ante todos tomaba, como de hecho tomó, posesión de la dicha isla por el Rey y por la Reina sus señores, haciendo las protestaciones que se requerían, como más largo se contiene en los testimonios que allí se hicieron por escrito. Luego se ajuntó allí mucha gente de la isla. Esto que se sigue son palabras formales del Almirante, en su libro de su primera navegación y descubrimiento de estas Indias. «Yo -dice él-, porque nos tuviesen mucha amistad, porque conocí que era gente que mejor se libraría y convertiría a nuestra Santa Fe con amor que no por fuerza, les di a algunos de ellos unos bonetes colorados y unas cuentas de vidrio que se ponían al pescuezo, y otras cosas muchas de poco valor, con que hubieron mucho placer y quedaron tanto nuestros que era maravilla. Los cuales después venían a las barcas de los navíos adonde nos estábamos, nadando, y nos traían papagayos e hilo de algodón en ovillos y azagayas y otras cosas muchas, y nos las trocaban por otras cosas que nos les dábamos, como cuentecillas de vidrio y cascabeles. En fin, todo tomaban y daban de aquello que tenían de buena voluntad. Mas me pareció que era gente muy pobre de todo. Ellos andan todos desnudos como su madre los parió, y también las mujeres, aunque no vi más de una harto moza. Y todos los que yo vi eran todos mancebos, que ninguno vi de edad de más de treinta años: muy bien hechos, de muy hermosos cuerpos y muy buenas caras: los cabellos gruesos casi como sedas de cola de caballo, y cortos: los cabellos traen por encima de las cejas, salvo unos pocos detrás que traen largos, que jamás cortan. De ellos se pintan de prieto, y ellos son de la color de los canarios ni negros ni blancos, y de ellos se pintan de blanco, y de ellos de colorado, y de ellos de lo que hallan, y de ellos se pintan las caras, y de ellos todo el cuerpo, y de ellos solos los ojos, y de ellos sólo el nariz. Ellos no traen armas ni las conocen, porque les mostré espadas y las tomaban por el filo y se cortaban con ignorancia. No tienen algún hierro: sus azagayas son unas varas sin hierro, y algunas de ellas tienen al cabo un diente de pez, y otras de otras cosas. Ellos todos a una mano Son de buena estatura de grandeza y buenos gestos, bien hechos. Yo vi algunos que tenían señales de heridas en sus cuerpos, y les hice señas qué era aquello, y ellos me mostraron cómo allí venían gente de otras islas que estaban cerca y les querían tomar y se defendían. Y yo creí y creo que aquí vienen de tierra firme a tomarlos por cautivos. Ellos deben ser buenos servidores y de buen ingenio, que veo que muy presto dicen todo lo que les decía, y creo que ligeramente se harían cristianos; que me pareció que ninguna secta tenían. Yo, placiendo a Nuestro Señor, llevaré de aquí al tiempo de mi partida seis a Vuestras Altezas para que aprendan a hablar. Ninguna bestia de ninguna manera vi, salvo papagayos, en esta isla.» Todas son palabras del Almirante.»

Fin de la entrada del 11 de octubre. La siguiente la fecha el almirante el 13, sábado. Texto íntegro del diario de Colón

Las Hurdes urbanas de hoy

Acabo de terminar Donde Las Hurdes se llaman Cabrera, de Ramón Carnicer, una de mis lecturas de estas vacaciones. El texto, un libro de viajes y de denuncia social, fue publicado por primera vez en 1963, y armó cierto revuelo. Carnicer -leonés del Bierzo de origen, profesor en la Universidad de Barcelona- había recorrido a pie y con los ojos muy abiertos la paupérrima comarca leonesa, había hablado con todo el que se encontró en su camino y lo contaba en una prosa sencilla y muy eficaz, casi periodística por la mucha información que daba sobre las duras condiciones de vida de los habitantes de aquella remota zona. A las fuerzas vivas del régimen, sobre todo las más próximas, las de Astorga y León, no les gustó nada el retrato, probablemente porque se dieron por aludidos como responsables últimos de aquellas penurias.

El libro, reeditado ahora por Gadir, al cumplirse el centenario del nacimiento de Carnicer, ha envejecido bien tanto en su forma como en su contenido. Parece incluso un texto reciente. La injusticia social, las desigualdades, el aumento de la brecha entre clases sociales… vuelven por desgracia a estar de actualidad entre nosotros.

Los libros de viajes con denuncia social formaron casi un género literario en la España de hace algo más de medio siglo. Fueron uno de los pocos reductos desde donde la literatura le sacó los colores al franquismo. Muchos autores de novela del llamado realismo social frecuentaron también esta fórmula. Algunos expertos sostienen que el libro que abre la saga es el Viaje a La Alcarria, de Cela, es de 1948, pero a mí me parece que tiene demasiado costumbrismo y poca denuncia social.

Veo que Gadir también ha rescatado recientemente a otro clásico del género: Caminando por Las Hurdes, de Antonio Ferres y Armando López Salinas, que es de 1960. Las Hurdes era el sinónimo principal del atraso económico y de la pobreza desde mucho tiempo atrás, desde Les Jurdes. Étude de géographie humaine, publicado en 1927 por el hispanista francés Mauricio Legendre, y Tierra sin pan, el estremecedor documental de Luis Buñuel de 1932. Con las imágenes de Buñuel recientes, vistas en la Filmoteca, y el libro de Ferres y López Salinas en la mochila, mi amigo Juanjo Calvo y yo recorrimos a pie Las Hurdes en marzo de 1978, y escribimos también un libro… que no encontró editor.

Anterior a Caminando por Las Hurdes es otro clásico de la denuncia social disfrazada de libro de viajes para sortear a la censura franquista: Campos de Níjar, de Juan Goytisolo, en el que el escritor barcelonés retrata los paisajes y sobre todos los paisanajes de la comarca almeriense de Cabo de Gata, que hoy es boyante y exporta turismo de naturaleza y agricultura innovadora bajo plástico, pero que entonces era muy pobre y solo exportaba mano de obra barata al desarrollismo catalán. Goytisolo lo publicó en 1954, y unos años después volvió por Almería con un libro de viajes diferente, La Chanca, en el entonces mísero barrio de ese nombre al pie de la alcazaba, muy cerca del centro de la ciudad: de la Rambla, el Paseo o Puerta Purchena. Lo publicó en 1962, pero en París, ignoro si porque aquí se lo impidió la censura.

La Chanca tenía, por tanto, una novedad técnica, una innovación para el género. No era un libro de viajes a una zona rural más o menos remota, a una comarca inhóspita y pobre, sino a un barrio de una ciudad donde se vivía de modo miserable a pocos metros de donde habitaban los más acomodados. Quizás hoy habría que hacer lo mismo. Un libro de viajes, calle a calle, a cualquier barrio pobre de alguna de nuestra grandes ciudades, a Las Hurdes o las Cabrera de hoy. Caminar, mirar, preguntar, conversar… y contar cómo se vive en la España de los recortes y de la galopante desigualdad. Es probable que al régimen no le gustara el retrato.

Los 10 mandamientos del fútbol bronco

Estoy con El Caimán de Kaduna (Paréntesis Editorial), el más reciente libro de Francisco Zamora, Paco para todo el mundo en Madrid, donde es muy popular en el mundillo del periodismo y la cultura y las fiestas con música africana y muchas copas (más antes que ahora, que ya estamos algo mayores).
Guineano de origen, exiliado durante la dictadura de Macías, «el negro Zamora» -como se llama a veces a sí mismo- ha vivido del periodismo (en 20 minutos nos hizo hace tiempo una serie de entrevistas antológicas, aún recordamos todos aquella pregunta a una famosa cantante, a grandes voces por teléfono en medio de la redacción: «¿Y tú qué piensas del onanismo?»), de la música, étnica y paródica, y de ocasionales empleos en el sector público. Y de su faceta de escritor, porque Zamora escribe y publica tanto ensayo (muy recomendable su Cómo ser negro y no morir en Aravaca, de 1994) como poesía y narrativa.
El Caimán… es una novela de trama muy original. Trata de un grupo de presos feroces que han formado en prisión un equipo de fútbol de rompe y rasga. Algunos de los jugadores se dedican también a hacer de negros, o sea de escritores anónimos que trabajan para autores que, fuera de la cárcel, logran dinero y fama. Al comienzo del relato, el preso protagonista anda haciendo una biografía de encargo sobre Iker Casillas…
El fútbol es otra de las grandes pasiones de Paco Zamora. Él asegura entre copas que fue seleccionador nacional de Guinea (y preparador de atletas de velocidad), pero no hemos podido comprobarlo. Sí sabemos, sin embargo, que ha entrenado a equipos de barrio en Madrid y que ha sido representante de jóvenes jugadores africanos a los que buscaba salida en equipos europeos. Solo le pongo a Paco una pega como futbolero: es madridista acérrimo, visceral, más que don Santiago Bernabéu. «Yo soy el verdadero negro con un alma blanca», acostumbra a decir entre bromas.
En uno de los primeros capítulos de El Caimán…, el narrador y protagonista de la novela nos habla del entrenador del equipo de la cárcel, Hachehache (un original homenaje a Helenio Herrera), «un colombiano condenado por culero» que es «un apasionado investigador del fútbol» y estudia psicología en la UNED. Hachehache tiene sus propios métodos: «La noche antes de cualquier partido, obligaba a todo el mundo a hacerse una gayola» porque «un futbolista estresado es lo peor que puede existir». Les decía a sus jugadores: «Un buen pajote antes de un partido ayuda a relajarse y concentrarse. Alivia la presión y ayuda a dominar la tensión nerviosa. Acaba con la precipitación y el agarrotamiento. Ya sabemos que no hay nada como una buena titi, pero…»
En boca de Hachehache pone Paco en la novela los diez mandamientos del fútbol bronco, sea de cárcel o de barriada:

«Frío, metódico, estudioso y atento a cualquier novedad táctica o estratégica, [Hachehache] había hecho famosos diez mandamientos de obligado cumplimiento y que había que asumir desde el primer dia. A saber: las dos primeras hostias serán siempre nuestras. Si nos mientan a la hermana, nos cagamos en la puta de su madre. Contra el más flojo de ellos, el más cabrón de los nuestros. Al rival ni agua: cicuta. El árbitro es un hijo de la grandísima puta excepto cuando pita un par de penaltis a nuestro favor. Si somos mejores que ellos, cañitos, regodeo y choteo. Si somos peores, bronca, gargajos y patadas hasta en el carnet de identidad. El balompié es cosa de hombres, jamás de nenazas. Que pase el balón, pero nunca el adversario. Y, por último, al rival lesionado hay que rematarlo».

¡Quizás un poco exagerado Hachehache en sus ideas sobre el fútbol! No creo que las veamos mañana en la final de la Eurocopa contra España, antes la furia y ahora el toque, e Italia, antes el catenaccio y ahora los medios y los delanteros jugones.