Una lectura para el fin de semana. El capítulo 15 de El justiciero cruel. Pedro I de Castilla y el nacimiento de las dos Españas, la obra de divulgación histórica que acabo de publicar junto con mi hijo Ignacio Escolar, segunda parte de nuestra La nación inventada. Dedicamos el capítulo a Pedro López de Ayala, el cronista que se pasó de bando en la guerra civil castellana del siglo XIV y que acabó escribiendo la versión única del conflicto, la de los vencedores. Sesgada, claro.
El cronista López de Ayala
«Como los juglares y los poetas épicos, los cronistas medievales eran una curiosa mezcla de publicistas y periodistas de su tiempo mucho antes de que ninguno de esos dos oficios existieran. Las crónicas son un género de la historia y de la didáctica, pero también un antepasado de la comunicación institucional y del periodismo político partidario, un antecedente lejano del publirreportaje y del advertorial. En cuanto informadores, se esperaba de los cronistas un conocimiento profundo de los asuntos de los que escribían, buena memoria a ser posible, mucha capacidad de documentación en todo caso y la mayor cercanía en el tiempo y en el espacio a los asuntos y personajes sobre los que escribían. En cuanto publicistas, se daba por descontado que las virtudes de sus biografiados brillarían intensamente en sus textos, y que sus defectos quedarían solo esbozados o directamente ocultos.
La imparcialidad, la ecuanimidad, la equidistancia y el espíritu crítico no eran conceptos muy en boga en aquellos tiempos. Los cronistas –como los juglares y los poetas épicos– hacían comunicación, sí, pero también y a veces sobre todo propaganda. Acababan convirtiéndose en la persona que más sabía sobre el rey del que informaban, en el equivalente al actual periodista especializado, pero ejercían más de jefe de prensa o de dircom de su personaje, de panegirista o hagiógrafo, que de observador crítico.
Gran parte de lo que ha llegado a nosotros sobre Pedro I y sobre Enrique II sale de una sola fuente de información: Pedro López de Ayala. Gran parte de lo que sabemos o creemos saber sobre los defectos y los crímenes de Pedro y sobre las virtudes y los éxitos de Enrique surge en las crónicas escritas por López de Ayala acerca de los cuatro monarcas a los que sirvió: Pedro I, Enrique II, Juan I y Enrique III. ¿Era ecuánime Ayala, es creíble? ¿Hay en su trayectoria vital y profesional motivos para desconfiar de él?
Ayala era de familia noble. Su padre, Fernán López de Ayala, fue un caballero que sirvió a Alfonso Onceno y a Pedro I y se pasó al bando de Enrique, tras haber estado entre los nobles sublevados. Su tío abuelo, Pedro Gómez Barroso, un cardenal y estadista, consejero de Alfonso XI. Los tres fueron muy longevos para la época. El cardenal vivió 75 años, el padre 80, Pero (o Pedro) también 75. Tan larga vida, les cundió para hacer muchas cosas.
«Fue este don Pero Lopez de Ayala alto de cuerpo, é delgado, é de buena persona: hombre de gran discrecion é autoridad, é de gran consejo así en paz, como en guerra», dice un texto casi contemporáneo a él. «Fué de muy dulce condición, é de buena conversación, é de gran consciencia», añade. Hay que precisar, de todos modos, que el que así escribía, Fernán Pérez de Guzmán, era sobrino del propio López de Ayala y tío del escritor Iñigo López de Mendoza, el marqués de Santillana, del que Ayala fue tutor.
Ayala fue historiador, poeta, traductor, militar y político. Había nacido en tierras alavesas, probablemente en Quejana, en 1332, un año antes que el futuro Enrique II, dos años antes que el futuro Pedro I. Sobrevivió a ambos de muy largo. Iba para eclesiástico, y lo formaban como tal con su tío abuelo cuando parece que la muerte de un hermano mayor obligó a la familia a cambiar de planes: dejó la corte del cardenal y se fue a la del rey, donde estaba ya su padre, y desempeñaron uno y otro diversos oficios elevados para Pedro I. Fernán, el padre, fue el militar que tomó la comarca vizcaína de Las Encartaciones para Pedro I cuando este buscaba y perseguía a Nuño, aquel niño de muy pocos años que era señor de Lara y de Vizcaya. Pedro, el hijo y cronista, fue doncel de Pedro I en 1353, y siete años después iba al mando de la galera del rey, la Uxel, cuando la flota castellana cercaba Barcelona, en la Guerra de los Dos Pedros. No fue la única encomienda distinguida que le hizo el rey, pues en 1360 era alguacil mayor de Toledo.
Pero en 1366, ¡sorpresa! Cuando se desata la guerra entre los hermanastros, Pedro López de Ayala y su padre abandonan a Pedro I y se pasan al bando del pretendiente Enrique. «Viendo que los fechos de don Pedro no iban de buena guisa, determinaron partirse dél», cuenta el propio Ayala, hablando de sí mismo en tercera persona. En otra de sus obras, Libro Rimado de Palacio, es más directo en sus reproches a Pedro I: “Por el rey matar omnes, non llaman justiçiero, / ca sería nombre falso: más propio carnicero”.
Enrique lo recompensó con la largueza que acostumbraba. A Pedro lo hizo alférez mayor del pendón de la Banda. Esta era una orden de caballería nueva, secular, no religiosa. La había fundado Alfonso XI para distinguir a los nobles leales y señalar por tanto con su ausencia a los levantiscos. Era muy significativo que Enrique se la otorgara a Ayala, que era un noble desleal al rey legítimo, Pedro I.
Le fue mal a Ayala en la primera gran acción de guerra en la que participó como enriquista. Fue en la batalla de Nájera, el sábado 3 de abril de 1367. Los ejércitos de Pedro I, reforzados por soldados ingleses del Príncipe Negro, entre ellos sus célebres arqueros, aplastaron a los de Enrique de Trastámara, al que apoyaban los mercenarios del francés Bertrand du Guesclin. Ayala cayó prisionero. Por fortuna para él, su captor fue el Príncipe Negro. De haber caído en manos de Pedro I, probablemente hubiera sido ejecutado sin contemplaciones, como traidor a su rey. El Príncipe Negro, más pragmático, retuvo a Ayala seis meses, hasta que cobró de la familia un buen rescate.
De Enrique recibió Ayala muchas mercedes más. Lo nombró alcalde mayor y merino primero de Vitoria y luego de Toledo; le concedió los señoríos de Arciniega, Torre de Valle de Orozco y Valle de Llodio; lo designó miembro del Consejo Real; lo envió a Francia para negociar una de las alianzas contra los ingleses…
Ayala subió aún más alto en la escala del poder con los siguientes Trastámaras. Fue camarero y copero mayor de la corte del hijo de Enrique, Juan I, y su embajador para delicadas misiones internacionales, y finalmente su canciller mayor, la distinción mayor en su larga carrera política. Fue después miembro del Consejo de Regencia de Enrique III durante su minoría de edad. Antes, en 1385, participó en primera línea en otra gran batalla, la de Aljubarrota entre tropas castellanas y portuguesas. También llovieron las flechas de los arqueros ingleses sobre el bando de Ayala, también estaba en el bando perdedor, también cayó prisionero, «quebrados dientes y muelas». El cautiverio fue esta vez de al menos un año, quizás de dos, primero en el castillo de Leiria y después en el de Óbidos. Fue liberado y volvió a Castilla después de que insistieran mucho ante los portugueses tanto el rey de Castilla y el de Francia, Carlos VI –que lo tenía en gran estima, como consejero suyo y francófilo militante en la Guerra de los Cien Años–, como la mujer de Ayala y de que se pagara un caro rescate, 30.000 doblas. La esposa del cronista, por cierto, se llamaba Leonor de Guzmán, como la madre de Enrique II.
Durante su largo cautiverio portugués, Ayala escribió dos de sus obras fundamentales: el Libro Rimado de Palacio y el Libro de Cetrería o Libro de la caza de las aves. La primera, una obra satírica y didáctica, es en ocasiones muy crítica con los políticos, pese a que el propio autor lo era –“Si estos son ministros, sonlo de Satanás / ca nunca buenas obras tú fazer les verás”– y con los judíos. El fomento del antisemitismo ya había sido años atrás una de las estrategias de Enrique de Trastámara contra Pedro I, protector y amigo de los judíos. El propio Ayala contribuyó a ello. Cuenta en su crónica que en una entrada de Enrique en Nájera en 1360, mucho antes de la gran batalla, los soldados del Trastámara “ficieron matar a los judíos”. Y añadía el cronista: “Esta muerte de los judíos fizo facer el Conde don Enrique porque las gentes lo hacían de buena voluntad”. Como al pueblo le gustaba que se hiciera, lo de Enrique no estaba mal, parece decir Ayala. Esta permisividad del cronista con las matanzas de judíos ya se había advertido en cómo cuenta la que llevan a cabo las tropas del pretendiente en Toledo, durante la rebelión nobiliaria.
El proyecto de redactar sus crónicas probablemente es ulterior al cautiverio. A finales de siglo las tendría acabadas, y las revisaría al final de su vida, ya en el XV y con el reinado de Pedro I muy lejano y los Trastámara definitivamente asentados en el trono. En 1388, Juan I había pactado en Bayona con Juan de Gante, marido de Constanza, la segunda hija de Pedro I, la renuncia de ésta a sus derechos sucesorios a cambio de casar a su hija, Catalina, con el primogénito de Juan I, el futuro Enrique III. Las dos ramas sucesorias de Alfonso Onceno se unían, y se instauraba para el heredero de la corona el título de Príncipe de Asturias, vigente aún hoy. Ayala también estuvo allí, en las negociaciones del Tratado de Bayona.
Ayala estuvo, en resumen, en muchos de los grandes acontecimientos históricos de su época, y fue incluso protagonista de algunos de ellos. Sabía de lo que hablaba, conocía bien la materia. ¿Le da eso más credibilidad a lo que cuenta o la pierde porque en los asuntos más polémicos o controvertidos estaba claramente alineado? ¿Informaba o manipulaba? ¿Hacía periodismo o hacía propaganda?
Las crónicas de López de Ayala están entre las obras literarias más relevantes del siglo XIV en castellano. Se han publicado mucho desde entonces, agrupadas bajo el título de Historia de los reyes de Castilla o Crónicas de los reyes de Castilla, o bien separadas, con el nombre de cada rey. Tienen una alta calidad literaria: Ayala relata bien, engarza, relaciona, hila, cambia de plano, va y viene sin perderse entre un mar de acontecimientos simultáneos en distintos lugares. Evoluciona el género de la crónica, que hasta él era apenas una enumeración cronológica de hechos. Le añade criterio, intención, psicología, interpretación… Pero, ¿es Ayala una fuente limpia, donde solamente hay agua, o es un charco que además de información contiene muchas otras materias que pueden intoxicar a quien beba de ella sin prevención?
Hay disparidad de opiniones, pero lo cierto es que, por su trayectoria personal y por lo que se atisba en muchos de sus textos, López de Ayala es un cronista sospechoso de parcialidad. Como hemos adelantado, había militado en el bando petrista, al más alto nivel cerca de Pedro I, y se había pasado con armas, conocimientos y bagajes al enriquista. Cayó prisionero en Nájera, y probablemente fue uno de los que se libró de la ira de Pedro y de la muerte gracias a lo pactado en Libourne. Fue uno de los jefes militares máximos del ejército de Enrique. Ocupó más tarde varios cargos relevantes en la corte del nuevo rey y en la de otros Trastámara. Escribía cuando su antiguo rey ya había muerto y el nuevo era el vencedor… Parece, en conclusión, juez y parte, y en una lectura atenta de la crónica se le nota, como se ha apuntado varias veces, páginas atrás.
Tan sospechoso se sabía Ayala, que él mismo parece ponerse una venda antes de que se le hagan heridas: «E por ende de aquí adelante yo Pero López de Ayala, con la ayuda de Dios, lo entiendo continuar así lo más verdaderamente que pudiere de lo que vi, en lo cual non entiendo decir si non verdad», escribe en el Proemio a sus crónicas, en las primeras páginas de su texto.
Ese “non entiendo decir si non verdad” ¿es un mero formalismo enfático previo, que solían usar todos los cronistas? ¿Es una declaración de principios fiable? ¿Es un excusatio non petita accusatio manifesta? Muchos especialistas que han estudiado a fondo la obra de Ayala creen que es de fiar en lo que relata, apenas le han encontrado fallos o contradicciones en el relato de hechos, o detalles desmentidos por otras fuentes documentales independientes. En una edición de las crónicas hecha mucho tiempo después, en la segunda mitad del siglo XVI, el historiador aragonés Jerónimo Zurita asegura: “Y aunque siguió [Ayala] la parte del rey Don Enrique contra el rey Don Pedro su hermano, y fué su privado, y se vio por él en grandes peligros y trabajos, no se puede con razon decir que hubiese cosa verdadera que no osase escribirla, ni ninguna agena de la verdad que cuente él en sus Relaciones y Memorias”. Las sospechas, sin embargo, surgen en otras cosas. En cómo magnifica a menudo lo que le perjudica a Pedro y cómo minimiza lo que le perjudica a Enrique. En la desproporción de trato a uno y a otro. En la falta evidente de ecuanimidad. En algunos silencios. En algunos sucesos inexplicados: ¿por qué el sanguinario Pedro I –tal y como lo retrata López de Ayala– perdona en tantas ocasiones a su hermanastro? Si era un tirano implacable, un asesino despiadado ante la más mínima deslealtad, ¿cómo es posible que las rebeliones que organizan desde que toma el trono su hermanastro Enrique y su primo Fernando fuesen perdonadas?
Hay docenas de ejemplos de su sesgo, ya hemos destacado algunos en los anteriores capítulos. Desde atribuir el abandono de Blanca de Borbón por Pedro I sólo a la pasión de este por María de Padilla hasta hacer suyas una y otra vez las reivindicaciones de los nobles sublevados. Desde adjudicar a hierbas mandadas dar por Pedro varias muertes en la cama (Alburquerque, Blanca de Borbón) hasta el diferente tratamiento narrativo que hace a las matanzas ordenadas en Toledo por los dos contendientes: a la de Pedro, con 22 víctimas mortales, le da López de Ayala una gran relevancia; la de Enrique, con 1.200 víctimas, judíos mayores y niños, pasa casi inadvertida en su relato. De cómo carga las tintas contra Pedro I por la muerte de su primo, el infante Juan de Aragón y Castilla, a cómo pasa de largo sobre otro asesinato casi simétrico: el de Fernando de Aragón y Castilla, hermano de Juan y víctima probablemente de gente de su otro primo, el Trastámara.
Un ejemplo más, muy curioso. Ayala describe pormenorizadamente en su relato a los dos contendientes. A Pedro I así:
«E fué el Rey Don Pedro asaz grande de cuerpo, é blanco é rubio, é ceceaba un poco en la fabla. Era muy cazador de aves. Fué muy sofridor de trabajos. Era muy temprano é bien acostumbrado en el comer é beber. Dormía poco, é amó mucho mugeres. Fué muy trabajador en guerra. Fue cobdicioso de allegar tesoros é joyas».
Y a Enrique así:
«E fué pequeño de cuerpo, pero bien fecho, é blanco é rubio, é de buen seso, é de grande esfuerzo, é franco, é virtuoso, é muy buen rescebidor é honrador de las gentes».
Ambos blancos y rubios, grande de cuerpo Pedro y pequeño Enrique. Pero Pedro con algún defecto (ceceante, mujeriego, codicioso), y Enrique, todo virtudes y atributos positivos.
La crónica de Pedro López de Ayala sobre Pedro I tiene en total 333 capítulos. En el título de 17 de los capítulos se menciona directamente a Pedro matando a alguien o mandando matarlo. El último capítulo, sin embargo, en el que relata cómo Pedro I acude engañado a la tienda de Du Guesclin y es matado por su hermanastro Enrique, lo titula Ayala así: “Como el Rey Don Pedro salió de Montiel, é murió”. Enrique no aparece matando, y se diría que Pedro ha fallecido de muerte natural.»