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Sustituye los castillos de arena por casas unifamiliares

Chad Wright con sus 'suburbios' de arena

Los castillos de arena, clásicos infantiles de cada verano, son monumentos opuestos a la vulgaridad de las viviendas, anacrónicos pero atractivos, que incitan a crear alrededor de ellos fosos con agua de mar, fortalezas y  rincones secretos: siempre hay algo que añadirles.

El diseñador estadounidense Chad Wright desmitifica la forma clásica y monumental de la construcción con un molde que recrea de manera esquemática una típica casa unifamiliar del Condado de Orange, los suburbios del sur de California en los que se crió.

Con los hogares de arena, alineados en la playa creando un barrio efímero, enfrenta el ideal del castillo a la arquitectura que se desarrolló en los EE UU tras la II Guerra Mundial. El invento y la posterior intervención son la primera entrega de Master Plan (Plan general), una serie de tres iniciativas con las que el autor seleccionará «artefactos» de su niñez, «investigando el legado de las zonas residenciales en las afueras de la ciudad».

'Master Plan' - Foto: Lynn Kloythanomsup - Architectural Black

‘Master Plan’ – Foto: Lynn Kloythanomsup – Architectural Black

Wright habla brevemente de su vida como habitante de los suburbios junto a su padre (agente inmobiliario), su madre (maestra de preescolar) y su hermano. Las memorias se presentan como una visión ideal del pasado, dominada por la comodidad de las convenciones sociales. Los suburbios de arena, en espera de que una ola los destroce, cuestionan el escenario mitificado de la casita unifamiliar, «la reexaminan como símbolo del sueño americano».

Ahora reside en San Francisco (California), donde abrió su estudio de diseño con la intención de «sintetizar ideas con objetos, poética con relevancia y productos con personas».Sus creaciones son a veces de una sencillez excesiva, pero siempre contienen un pequeño detalle que las hace merecedoras de un segundo vistazo.

Las sumamente minimalistas sillas de hierro y madera están inspiradas en el puente colgante del Golden Gate de San Francisco en los días de niebla, cuando la estructura prácticamente desaparece cubierta por la masa blanca. Las alargadas casetas para pájaros emulan a los rascacielos y buscan la cercanía con el pájaro en las alturas, en lugar de esperar a que el ave baje a descubrirlas. Los suburbios en la playa investigan la idea romántica que desde los años cincuenta se ha cultivado en torno a la vida en los barrios residenciales de aspecto impoluto, una idea tan frágil y poco fiable como un castillo de arena.

Helena Celdrán

'Master Plan' - Foto: Lynn Kloythanomsup - Architectural Black

‘Master Plan’ – Foto: Lynn Kloythanomsup – Architectural Black

'Master Plan' - Foto: Lynn Kloythanomsup - Architectural Black

‘Master Plan’ – Foto: Lynn Kloythanomsup – Architectural Black

 

Cuando Roberto Bolaño ejerció el periodismo

"Entre paréntesis"

«Entre paréntesis»

Encajada en la obra narrativa deslumbrante de Roberto Bolaño, de cuya muerte se cumplen hoy diez años, Entre paréntesis es una obrita pordiosera y sucia . Ambas condiciones, mencionadas con el respeto que merece toda bastardía, cuadran con la vida desordenada pero comprometida del escritor más importante en español  —y cualquier otro idioma— de las últimas décadas.

«Para el escritor de verdad su única patria es su biblioteca, una biblioteca que puede estar en estanterías o dentro de su memoria. El político puede y debe sentir nostalgia, es difícil para un político medrar en el extranjero. El trabajador no puede ni debe sentir nostalgia: sus manos son su patria«, escribe Bolaño en una de las cien piezas de esta antología, editada póstumamente, en 2004, poco antes de la explosión atómica de 2666, y preparada por Ignacio Echevarría, confidente y mano derecha literaria del chileno, apartado de escena poco después por los intereses mercenarios (y multimillonarios: Bolaño es una estrella planetaria) de la empresa hereditaria, regentada con mano de hierro por la viudísima Carolina López.

Entre paréntesis permite el milagro de entrever a Bolaño trabajando como amanuense, manchándose las manos, vehemente como siempre pero escribiendo con la fugacidad nerviosa del límite de caracteres y los deadlines para el periódico chileno Últimas Noticias y el Diari de Girona, donde publicó columnitas semanales desde 1999, vecinas en la maqueta de otra que trajinaba con bastante menos gracia José María Gironella, el autor que había sido admitido como crítico de confianza en tiempos del franquismo.

En las colaboraciones periodísticas escritas en Blanes, el pueblito que en primavera, decía Bolaño, se convertía en «Blanes Ville o en Blanes sur Mer»; ofrecía las «gambas más rojas de la Costa Brava»; permitía compartir el aroma «metafísico» de las cremas bronceadoras que «huelen a democracia, huelen a civilización»; donde viven el pastelero Joan Planells, que ha descubierto el secreto de la felicidad, la librera Pilar Pagespetit i Martori, que escucha los «acordes sombríos» de John Coltrane que ponen nervioso a Bolaño, y el vendedor de videojuegos Santi; el escenario bolañista de los paseos «junto con los viejos verdes» por el Paseo Marítimo, los encuentros con el tabernero Dimas Lunas, que gestiona los méjores cócteles mientras chapurrea en ruso, los gambianos que son Reyes Magos en Navidad y el rapsoda local casi nonagenario Joseo Ponsdomènech, con los bolsillos llenos de versos gratis…

Robero Bolaño (1953-1993) © Alejandro Yofre

Robero Bolaño (1953-1993) © Alejandro Yofre

Y, por supuesto, enmadejada con la vida, la literatura, que para Bolaño era una cosa peluda que habita el alma, te muerde los riñones y te provoca una erección de 30 centímetros —la únicas, según sostenía, que son merecedoras de aparecer en una autobiografia—. Las columnas periodísticas —¡cuánto hemos perdido al condenar a muerte a los diarios de provincias!— están habitadas por el equipo titular: el encuentro con un cuervo ante la tumba de Borges; el «infierno cotidiano» de Javier Tomeo; el Ferdydurke luminoso pero «lleno de claroscuros» de  Gombrovicz; el feroz Hunter S. Thompson; el inevitable Nicanor Parra; los compadres (César Aira, Juan Villoro, Enrique Vila-Matas, Rodrigo Fresán, Javier Cercas); Hannibal el Canibal soñando con una agente Sterling «más guapa que Jodie Foster»; el «abismo inmóvil» de William S. Burroughs; la relectura de Neruda «como quien revisa las cartas comerciales y sentimentales de su abuelo»; el venerado Philip K. Dick, «una especie de Kafka pasado por el ácido lisérgico y por la rabia»…

En el tomo hay otros placeres: el discurso de aceptación del Premio Rómulo Gallegos de 1999 por Los detectives salvajes («muchas pueden ser las patrias, se me ocurre ahora, pero uno solo el pasaporte, y ese pasaporte evidentemente es el de la calidad de la escritura. Que no significa escribir bien, porque eso lo puede hacer cualquiera, sino escribir maravillosamente bien, y ni siquiera eso, pues escribir maravillosamente bien también lo puede hacer cualquiera. ¿Entonces qué es una escritura de calidad? Pues lo que siempre ha sido: saber meter la cabeza en lo oscuro, saber saltar al vacío, saber que la literatura básicamente es un oficio peligroso»); la crónica Fragmentos de un regreso al país natal, sobre el reencuentro con Chile en un viaje en 1998; la última entrevista, en la edición mexicana de Playboy; unos consejos para escribir cuentos («a Cela y a Umbral, ni en pintura»)…

Y, claro, el polémico texto Playa, cuyo taxativo inicio («dejé la heroína y volví a mi pueblo con el tratamiento de metadona que me suministraban en el ambulatorio»), ha conducido a la creencia, sobre todo en los EE UU, de que Bolaño y la aguja fueron amantes, mito que me importa escasamente, aunque sí me llega una afirmación generacional de una las columnas para el diario en la que toma partido frontalmente a favor de los dulces perdedores: «Los primeros amigos que tuve en Blanes eran casi todos drogadictos (…) Ahora están muertos, y casi nadie se acuerda de ellos, jóvenes ingenuos que creyeron ser peligrosos pero que sólo fueron un peligro para su propia salud».

Agoten a Bolaño. Lean, por dios, porque nunca lo olvidarán, al menos las dos novelas cruciales (Los detectives salvajes y 2666), los cuentos de Putas asesinas, el ensayo-ficción La literatuza nazi en América y no olviden Entre paréntesis. Encontrarán, sin afeitar y con el aliento iluminado por el procaz olor a callejón de los cigarrillos, a un escritor valiente hasta la temeridad para quien el oficio era una ruleta rusa con cuatro balas en un cargador de cinco: «Correr por el borde del precipicio: a un lado el abismo sin fondo y al otro lado las caras que uno quiere, las sonrientes caras que uno quiere, y los libros, y los amigos, y la comida. Y aceptar esa evidencia aunque a veces nos pese más que la losa que cubre los restos de todos los escritores muertos. La literatura, como diría una folclórica andaluza, es un peligro».

Ánxel Grove

Dibujos en la arena que cubren toda la playa

Una de las intervenciones de Jim Denevan

Una de las intervenciones de Jim Denevan

«Algunos dicen que esto no lo pudo hacer un humano, pero sí, yo lo hice». Jim Denevan tiene alrededor de 50 años y parece que no ha estado quieto en su vida: surfea a diario desde niño, empezó fregando platos en un restaurante, se convirtió en un amante de la comida y terminó siendo chef.

Además dibuja sobre el hielo, la tierra y la arena.

Esto último puede sonar a pasatiempo tonto, pero las dimensiones del diseño y la perfección geométrica de los resultados hacen que sea una especie de pintor extraterrestre. Las pizarras de Denevan son lagos, inmensos arenales y desiertos. Superficies que acrecientan el sentimiento de que no significamos más que un punto en el paisaje.

Jim Denevan

Jim Denevan

Montado en una bici a la que añade herramientas o con un simple palo de madera, el trabajo de este artista estadounidense es efímero. En la siguiente ola, cuando sube la marea, cuando llegan el deshielo o las lluvias los trazos desaparecen.

En mayo del 2009 realizó uno  de los trabajos artísticos más grandes de la historia. Estuvo durante dos semanas dibujando en el fondo del Gran Lago Salado (Great Salt Lake), en el norte del estado de Utah: una zona desértica de tierra agrietada por el sol. En su página web figura este vídeo de la hazaña.

A esas alturas del año sólo quedaba el mineral salino, ni rastro del agua que llega de los tres ríos que lo surten. Denevan dibujó mandalas de círculos tan grandes que tuvo que ayudarse del GPS, utilizar cadenas y una furgoneta.

Jim Denevan

Jim Denevan

Pasó todo ese tiempo solo, tanto que la imaginación le jugó malas pasadas y empezó a ver fantasmas por el rabillo del ojo. Desde entonces, para prevenir el ataque de soledad, si las misiones se prolongan, alquila un autobus donde duerme con amigos, en medio de la nada más absoluta.

En junio el lago comenzó de nuevo a recibir agua y el dibujo de Denevan empezó a borrarse. «La gente me pregunta qué se siente cuando se borran mis dibujos. Pero ¿a quién le gustaría que no desaparecieran?»

Le gusta trabajar en la playa, donde sus círculos y curvas crean tapices en toda la arena. Allí mismo busca un trozo de madera, elige una parte central y comienza con el primer trazo. Se toma cada dibujo como una actuación, un baile o un paseo por un laberinto: algo absorbente y cautivador que no se puede interrumpir.

Helena Celdrán