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Arquitectura brutalista hecha con Lego

Uno de los modelos arquitectónicos de Arndt Schlaudraff

Uno de los modelos arquitectónicos de Arndt Schlaudraff

Acostumbrados a la apariencia colorista de las construcciones de Lego (incluso en las más ambiciosas y profesionales), los modelos de Arndt Schlaudraff se distancian del espíritu desenfadado del juego de construcción. Inspirados en edificios reales o reproducidos con la mayor exactitud posible, son un canto de amor a la arquitectura brutalista, que de los años cincuenta a los setenta se identificó por el generoso uso del hormigón crudo.

El artista alemán sólo trabaja con piezas blancas y transparentes, obedeciendo a la naturaleza fría y limpia de los edificios que versiona. Desvela que su mejor herramienta es la caja de Lego Architecture Studio, de 1210 piezas inmaculadas y clasificada para un público de 16 años en adelante. Diseñado para —en palabras de la compañía— «liberar a tu arquitecto interior», el set cuenta con un libreto con trucos y técnicas para crear las construcciones y está avalado por despachos como el neoyorquino Rex Architecture P.C o el japonés Sou Fujimoto Architects.

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Una epifanía en Auschwitz-Birkenau

"En el paraíso" - Peter Matthiessen (Seix Barral, 2015)

«En el paraíso» – Peter Matthiessen (Seix Barral, 2015)

Creo que no amargo a nadie el final del libro si copio las últimas palabras:

(…) con el cerebro roto y el corazón completamente roto.

Contribuyo con esta reseña a #UnoAlMes, un esfuerzo colectivo por glosar un libro cada treinta días y compartir algo de lo que ha dejado, borrado, licuado o raspado de mí y mi alma.

En el paraíso, el libro que he elegido, atesoraba una notable razón para que lo afrontase con tristeza: es la obra póstuma de Peter Matthiessen, que entregó a sus editores el manuscrito poco antes de morir de leucemia en abril de 2014. Cuando ocurrió el deceso, compartí mi dolor y cierta sensación de incomprensión en este blog:

Pocos días antes del reguero planetario de lágrimas provocado por la muerte de Gabriel García Márquez, otro gran escritor octogenario había fallecido de la misma enfermedad y en una población tan literaria como la capital mexicana donde el Nobel colombiano sucumbió al cáncer. Peter Matthiessen (1927-2014) murió en Sagaponack, una villa atlántica del noreste estadounidense, una zona de luz boreal donde los indios algonquinos cultivaban patatas mucho antes de la llegada de los bárbaros occidentales.

(…)

Siento la muerte de Matthiessen —percibida con sordina en España— con la misma intensidad que la de García Márquez. Reconozco que no hay comparación posible en lo literario, aunque la preocupación por el ser humano y la justicia social del colombiano en los foros públicos fuese mejor aplicada y con más coherencia, aunque menor impacto mediático, por el estadounidense, un activista incansable en favor de los pueblos indígenas, el medio ambiente y la sabiduría ancestral. No tengo noticia, aunque quizá alguien pueda sacarme del posible error, de que el autor de Crónica de una muerte anunciada haya pisado de África y Asia, por ejemplo, paisajes distintos a los lobbies de unos cuantos hoteles de lujo, los salones de dos o tres embajadas o algunos rectorados universitarios donde sirven cócteles para que la intelligentsia y la política se arrimen y mariden. Mientras tanto, su coetáneo estadounidense se dejó el alma, la salud y las botas surcando a pie las amplias tierras de los desclasados.

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Hugo Jaeger, el fotógrafo personal de Hitler que retrató los guetos de Polonia

Hugo Jaeger—Time & Life Pictures/Getty Images

Hugo Jaeger—Time & Life Pictures/Getty Images

El fotógrafo Hugo Jaeger (1900-1970) no consideró necesario anotar el nombre de la muchacha, una vecina de Kutno (Polonia) a la que retrató en 1939. Podemos sostener sin demasiado riesgo de error que intercambió con ella algunas palabras pese a que él era un alemán fervorosamente nazi y ella una judía encerrada en un gueto que sería, para utilizar el término exacto que fue apuntado en los expedientes, «liquidado» en la primavera de 1942, menos de tres años después.

Es difícil saber qué emoción conducía la actitud de Jaeger, un tipo bávaro, de buena familia, nacido en la correctísima ciudad de piedra de Múnich y convencido de que la Gran Alemania era un premio al que los arios estaban destinados por razones históricas y, por extensión, convencido también de que la joven de la sonrisa directa era una «perra», una «parásita», una «rata»… Como cualquier judío.

Hugo Jaeger—Time & Life Pictures/Getty Images

Hugo Jaeger—Time & Life Pictures/Getty Images

Si todo retrato es un prólogo de la muerte, una intención de retener en un espacio bidimensional el aliento vital, los de la chica judía de Kutno —porque el fotógrafo nazi le hizo un par de tomas, por eso sostengo que intercambiaron algunas palabras, que quizá él le reclamó la sonrisa y ella, confiada, se la concedió— lo son con una intesidad atroz.

Cuando hizo las fotos en los guetos de Kutno y Varsovia, Jaeger sabía que estaba retratando a personas con fecha de caducidad, a futuras víctimas del exterminio. No se puede deducir otra cosa sabiendo que era el fotógrafo personal de Adolf  Hitler desde 1936 y ninguna puerta se le cerraba en el Reich. Estaba en la nómina de los esbirros.

En el futuro Jaeger diría —como tantos millones de alemanes y alemanas sostendrían pese al olor a carne quemada que entraba en las salas de estar como un invitado cotidiano— que nada sospechaba , que le gustaba retratar, que aquellos judíos polacos le interesaron por motivos documentales.

No era un gran fotógrafo. Ni siquiera dominaba las reglas básicas de la composición, en las que le ganaba de calle el otro reportero oficial nazi, Heinrich Hoffman, pero Hitller confiaba en Jaeger porque ambos preferían las imágenes en color y el retratista se inclinaba por el revelado de diapositivas, que en los años treinta y cuarenta todavía era dificultoso.

El Führer adoraba como Jaeger capturaba la épica astracanada de los desfiles e incluso había recibido el encargo de documentar la celebración del 50º cumpleaños de Hitler y el fotógrafo le había mostrado en el centro de una turbamulta de arias semihistéricas en torno al ídolo, había firmado uno de los retratos oficiales del tirano y había logrado franquear la intimidad del paranoide dictador para retratar sus espacios íntimos. Insisto: Jaeger no era un inocente reportero y su cámara estaba manchada de inmundicia.

Me importan bastante poco las fotos de nazis que firmó Jaeger, otro nazi, pero sigo sin entender qué estrategia le llevó a dejar constancia de aquellos que estaban marcados para la masacre —los 400.00 judíos de Varsovia y los 8.000 de Kutno—. Sus imágenes de los guetos polacos son únicas, ningún otro reportero logró dar testimonio fotográfico de las antesalas de la aniquilación universal prevista para estas personas que posan sin aparente fingimiento ante la cámara de Jaeger.

Lo que vino después es casi tan indescifrable como lo anterior. Tras la derrota nazi, el fotógrafo, que intentó buscar el anonimato en Múnich, no fue perseguido, ni siquiera interrogado. Guardaba dos mil diapositivas en una maleta, entre ellas algunos retratos de jerarcas y simpatizantes nazis de primer nivel que le hubieran venido muy bien a la justicia aliada postbélica. Aseguró que unos soldados estadounidenses lo detuvieron para revisar la valija, pero encontraron primero una botella de coñac y se conformaron con el alcohol. Luego, eso dijo, enterró las fotos en las afueras de la ciudad en tarros de cristal y las vendió por una cantidad no revelada en 1965 a la revista Life. La publicación se mostró tan recatada y melindrosa como es costumbre y no hizo públicas las imágenes hasta 2005.

Como tantos otros alemanes que invitaban a entrar en casa al olor a carne quemada, Jaeger murió limpio. Me gusta pensar, sin embargo, que su condena es eterna y está dictada por las dos fotos, una con sonrisa y otra sin ella, de una anónima muchacha de la campiña polaca a la que retrató sabiendo que le esperaba el martirio.

Ánxel Grove