Si su sonido puede ser descrito como una plegaria íntima, el interior de un violín parece un templo, edificado en una era en la que desconocíamos el oro y la gula de los arzobispos. Un árbol muerto convertido en un bosque de música.
Así es un violín X por dentro…
La luz se cuela a través de las marcas de sus oídos y se desliza en descenso oblicuo. Parece el románico sol acariciando la roseta, luz que es mancha, niebla y esperma, un baño de calma, un misterio inefable, despierto al espasmo lento, delicioso, expansivo.
Es, sin lugar a dudas, un espacio para el rezo; también un lugar desconocido. Nadie está, ni puede asomarse, en su interior mínimo. Solo estamos autorizados a escuchar el canto de sus feligreses cuando el gigante de carne, quizás para vencer su miedo o acompañar el vino, osa acariciar el campanario de sus cuerdas.