Cuando los ‘chalecos amarillos’ incendiaron la autopista de Cortázar

El plan consistía en recorrer la autopista Sur, de París a Marsella, en una Volkswagen Combi sin salir de la vía. Este era el juego. Una odisea poética.

Un mes de trayecto sin abandonar nunca, bajo ningún concepto, la carretera. 65 áreas de servicio. 33 días. Una “expedición un tanto alocada y bastante surrealista”, escribieron los autores al “Señor Director de la Sociedad de las Autopistas”, que vivía (o al menos trabajaba) en 41 bis, Avenue Bosquet, 75007, PARIS.

Le requerían el permiso necesario para poder recorrerla sin contratiempos (la Sociedad había usado en el pasado un cuento de Cortázar, La autopista del Sur, para su publicidad, y ahora el escritor pedía cobrarlo).

Querían escribir un libro de viajes concéntricos. Lanzaron su idea al océano…

Me dirijo ahora a usted para solicitarle a mi vez una autorización de naturaleza muy diferente. (…)

Explorar cada uno de los paraderos, a razón de dos por día, pasando siempre la noche en el segundo sin excepción.

Inspirándonos en los relatos de viajes de los grandes exploradores del pasado, escribir el libro de la expedición (modalidades a determinar)…
Dicho libro se llamará quizá París-Marsella en pequeñas etapas, y está claro que la autopista será su protagonista principal.
Autopista francesa. Wikimedia Commons.

Autopista francesa. Wikimedia Commons.

Entonces, como ahora, la autopista era la síntesis de esta sociedad en tránsito (hoy más vertiginoso, por cierto).

Esta autopista paralela que buscamos sólo existe acaso en la imaginación de quienes sueñan con ella

Para los escritores Julio Cortázar y Carol Dunlop representó la libertad, el sueño atemporal, el deambular por el laberinto. Hablaban de la primavera y las semillas.

Entonces no esperaban (ni era imaginable) que las semillas terminarían siendo adoquines. Que llegaría el invierno sin primavera. Que al toparse la pareja con el primer peaje pudieran ser bloqueados por unos chalecos amarillos furiosos. El tranquilo Señor Director de la Autopista, que finalmente les brindó su apoyo, tampoco podía sospecharlo en aquellos lejanos días de los años 80.

Chalecos amarillos, autoestopistas cabreados. Es fácil imaginar cómo Cortázar haría un cuento de todo esto: una turba de conductores en apuros, identificados por sus armillas radiantes, toman la autopista y la incendian hartos de sentirse atrapados en ella. Tiene el aliento de aquel cuento célebre del genio argentino, La autopista del Sur.

En el mismo aparece un embotellamiento monumental. Algo, no identificado, obstruye el paso de todos los vehículos. Encontramos allí detenido un crisol de personas, edades, necesidades, deseos, sueños, lamentos. Noticias inquietantes y falsas recorren la autopista. Es necesario organizarse para sobrevivir en este naufragio. Es necesario quejarse, traficar, enterrar a los muertos, pelear si fuera necesario.

Los aldeanos colindantes a la vía se muestran agresivos con los que han sido desheredados durante tantos días bajo un sol de asfalto. Los aldeanos consideran extranjeros a los autonautas perdidos a su suerte, ladrones que vienen a robarles las patatas. La patatas son el dios, el oro, el aleph, la fusión y el neutrón, el centro del mundo.

Allí está la civilización y su metáfora. Y encontramos la síntesis perfecta, el alcaloide moral, la droga de todo relato: una autopista detenida, la vía hacia el futuro que está llena de peajes que deben ser pagados por unos tipos desorientados cuya cartera declina y declina sin apenas disponer de los euros necesarios para la gasolina.

Se monta el atasco, el quilombo, la carretera no avanza. El punto de partida y destino son el mismo. Pasos siempre irrisorios. Victorias pírricas que se cuentan por metros o centímetros. Todas esas vidas detenidas o fuera de servicio. Una anciana que muere sin llegar al hospital. Otro se suicida. La sociedad atascada. La vida fuera de sentido.

Cuando Cortázar y Dunlop escribieron su carta al Señor Director no llevaban encima el chaleco fosforescente sino el humor y la fantasía por bandera, subidos a una furgoneta que llamaron Fafner, en honor al dragón de El anillo del nibelungo, de Wagner.

Su viaje pasaría a la posteridad bajo el título de un libro: Los autonautas de la cosmopista. La autopista era allí retratada como un juego, la realidad paralela, un espacio en el que creerse Cristóbal Colon o Marco Polo, un mundo nuevo, un horizonte dónde todo era posible. Las letras, una carta de amor.

Cortázar y Dunlop estaban cerca de su muerte cuando iniciaron el último viaje íntimo en 1982. Ella moriría solo unos meses más tarde de terminar la aventura poética: «Carol se me fue como un hilito de agua entre los dedos el martes dos de este mes”, escribió Cortázar, que tuvo que terminar el libro solo.

Hay pasión, utopía y optimismo en su obra, a pesar de todo. Nada iba (o podía) detenerlos. Podemos imaginar las sonrisas, la complicidad, las caricias, esa libertad que sientes cuando recorres una carretera sin mayor objetivo que el paisaje y la compañía cómplice.

Me producen ternura y entrega estos autonautas en su cosmopista, como se escriben y se describen….

Los autores suelen dialogar entre ellos o aludirse recíprocamente a lo largo de este diario de viaje. Como es natural se llaman por sus nombres de pila pero también, como es todavía más natural, se valen con frecuencia de sus nombres más íntimos, que confían ahora al lector dado que les parece justo confiarle todo lo que se refiere a la expedición y a la vida personal que la sustenta. Así no tardarán en aparecer referencias a la Osita y al Lobo, y en el caso de este último hay incluso un fragmento de un Manual de los Lobos que la Osita preparaba para su placer pero también para que el Lobo fuera menos tonto que de costumbre y conociera algo mejor tantas cosas que sólo las Ositas conocen de verdad.

Emociones que me parecen la antítesis de un incendio.

La rage, la rage du peuple, la rabia, el aullido de la rapera marsellesa Keny Arkana – también de origen argentino, como Cortázar, es ahora la fuerza que recorre la autopista francesa.

Terminaron las cartas de amor.

 

El Señor Director de la Autopista llama asustado al presidente de la República, Macron (cuyo apellido recuerda al de un cíclope hambriento de cositas pequeñas). “¡Haz algo!”, pudo gritar nervioso.

Las vías de comunicación, antes el sueño de unos genios románticos que sin embargo algo intuían -«Dedicamos esta expedición y su crónica a todos los plantados del mundo», leemos en la primera página- hoy son el punto de fuga de la rabia acumulada.

Como en un cuento, los chalecos amarillos son la metáfora incendiada de unos conductores perdidos, las familias asustadas, multiplicados los peajes sobre sus vidas, sin salida a la playa, al futuro, sin dinero para más gasolina, atrapados en esa estructura de cemento cruel, en el atasco gris, en la síntesis de todos los males.

Estalla la violencia. Ahora lo saben: la autopista no conducía a ninguna parte.

Cortázar solo se adelantó al concebir la autopista como un símbolo moderno. Me hubiera gustado saber qué opinaría sobre estas vías de alta capacidad francesas tomadas hoy por unas personas que no temen perder la fábrica sino el acceso a ellas.

Lo interesante de esta contradicción- el aullido de Keny Arkana vs. la pareja Cortázar/Dunlop– es ver cómo los viejos símbolos de libertad son hoy sombras de represión, cómo aquel sueño de una pareja utópica es hoy la pesadilla.

Cómo un chaleco amarillo creado para identificar a un conductor en apuros es el arquetipo de esta sociedad enfadada y atrapada en la síntesis que sigue siendo una autopista sin salida.

 

2 comentarios

  1. Thanks for sharing. This is nice blog.

    12 diciembre 2018 | 12:52

  2. Dice ser bahis siteleri

    Great work. Thank you.

    22 diciembre 2018 | 01:44

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