Son abejas artistas y tienen un mensaje para ti

En el taller de Aganetha Dyck vuelan las artistas invitadas, cual arquitectas callejeras de una república dulce. Son creativas y eusociales. Antófilas (del griego, «que aman las flores»). Matemáticas intrépidas. Poetisas obreras que trabajan sobre una estructura vibrante: construyen miles de pisos que huelen a propóleo y saben a miel.

En el arte de esta escultora canadiense de 81 años las «artistas invitadas» son abejas.

 

 

Pequeños seres que baten sus alas 200 veces por segundo. Insectos capaces de dedicar su corta existencia -unos 85 días de vuelo rasante- a su comunidad, pasando por distintos oficios que jadean dignidad, siendo recolectoras del preciado polen, limpiadoras de celdas, cocineras del néctar, exploradoras campestres, cuidadoras de larvas o infatigables guerreras. Animales que son una metáfora viviente que zumba en nuestros oídos:

«Todas formamos parte de esta colmena. Dejémonos de estupideces».

Este es el mensaje de la abeja obrera para ti, un insecto que no dudará en decapitar a su reina si no cumple con la comunidad.

Aganetha hace la propuesta: una escultura de cerámica, por ejemplo. Abandona luego este elemento al genio de las abejas en apiarios especialmente diseñados para este propósito, su taller.

Así nace una colaboración creativa entre las distintas especies.

 

Las abejas construyen las colmenas guiadas por el instinto, la sabiduría genética, el arte sin nombre, la fuerza vital. Lo hacen en esa figura de cerámica, un zapato o un casco de rugby. Los elementos se conjugan para crear un espectáculo de singular belleza. Es un mensaje poético, geométrico e irracional, unido al símbolo de una humanidad doméstica.

#AganethaDyck#artist#honeycombsculpture

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Seamos sinceros, amigos sapiens. Como especie sabia estamos muy ocupados escupiendo mierda. Pero si hubiera existido en este universo una raza en verdad inteligente, con el suficiente tiempo para desarrollarse sin llegar a extinguirse – recuerden que la paradoja de Fermi pone en duda esta posibilidad-, por el milagro de la evolución convergente habría terminado siendo muy parecida a esta colmena de abejas.

Una sociedad perfecta, ordenada en la cúspide de la organización social, dispuesta siempre a arrimar el ala, cuyo pensamiento no es egocéntrico, sino eusocial, cooperativo, esencial, altruista. Esta especie avanzada habría dejado de escribir y hablar pues sabría que a estas alturas de la evolución las palabras importan más bien poco; esa raza superior se comunicaría con un baile de ocho, por ejemplo, una mirada química, un redoble de antenas. El día que al fin nos aceptemos, si llegamos a entender que somos lo mismo y que formamos parte del mismo panel, no vamos a necesitar mucho más…

Habrían disminuido de tamaño para aminorar el peso ecológico de su castigado hábitat; podrían haber decidido utilizar para sus construcciones solo materiales biodegradables como la cera; dedicado su existencia a cuidar de los árboles, polinizar las flores, arreglar los espacios abandonados, mantener la vida en el planeta: ser sus guardianes no dominantes, situados en el punto exacto del preciado equilibrio.

¡Sabia especie inteligente!

Este es un llamamiento a la comunidad internacional: ¡No busquen más en Alfa Centauri! ¡No malgasten sus millones creciendo hacia el espacio! No hay paradoja de Fermi. La civilización perdida está aquí, en la Tierra. Las civilizaciones superiores decrecerán hasta parecerse a la equilibrada colmena.

Y esta colonia de seres zumbones puede crear arte junto a Aganetha Dyck.

Nacida en 1937, en Marquette, en la provincia canadiense de Manitoba, Aganetha creció en una comunidad menonita, escisión del movimiento cristiano anabaptista. Siempre interesada en el arte sencillo y doméstico, buscadora del exotismo en el espacio cotidiano, a partir del año 2000 empezó a colaborar con las abejas.

Su idea tenía la armonía de un haiku primaveral: convertir objetos interesantes en colmenas, o colmenas interesantes en objetos de arte. Así nació la rama más fértil de su trabajo, la creación sin ego, tránsfuga, simétrica, donde las abejas podían tardar años en terminar la puesta en escena.

Aganetha, por la vieja disciplina de la observación, la misma que llevó a los griegos a predecir el átomo mil años antes de la invención del microscopio, entendió que las abejas creaban verdaderas esculturas artísticas al levantar sus hogares. La revelación de que estos insectos melíferos eran escultoras como ella la llevó a dejar todos sus proyectos e investigar cómo sería un trabajo conjunto con unos animales cuya obra es, por definición natural, “bella y perfecta”.

 

Entendió que las abejas siguen una agenda de supervivencia- llenar la despensa, proteger la colonia– y que les gustaba “arreglar” cosas rotas, cubrir los huecos vacíos. Empezó a proporcionarles nuevos espacios que eran objetos domésticos en desuso, y que ellas “arreglaban” hasta proporcionarles una nueva entidad artística.

En realidad el trabajo de Aganetha busca que miremos hacia las cosas pequeñas. Es la importancia de estos polinizadores que nos dan la vida y que estamos exterminando con pesticidas y monocultivos. Quiere que seamos conscientes de que la agresión constante a esta magnífica Colmena Tierra terminará un día explicando la paradoja de Fermi: no hay especies inteligentes ahí fuera, a pesar de que suponemos que deberían existir, porque se extinguen debido a su prepotencia.

Usando el don de la imaginación que la naturaleza nos regaló, y que tan vanamente malgastamos, podemos soñar, sin embargo, que somos esa especie del futuro avanzado que se parece tanto a las abejas: pensemos en la Tierra como en la colmena hoy, por desgracia, enferma; pensemos en la cooperación como en el arte de la supervivencia que nos librará de Fermi y sus conjuros.

¡Tenemos una agenda, queridas obreras! Protejamos la despensa. ¡Otra de miel! ¡Viva la Colmena Tierra!

Pensemos en definitiva, como dice Aganetha, en el poder de lo pequeño, la fuerza que a cada hora salva tu vida: un abrazo, una sonrisa, un baño de bosque, esa conversación sincera, una lectura, un baile de ocho, de cinco y uno, esa mirada que no necesita más que maravillarse con el milagro de que estemos aquí juntos -¡vivos!- en esta colmena que llamamos Tierra.

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