Un pez se pasea por el museo subacuático de Lanzarote

Y pensar que todo cuanto hemos construido o besado habitará un día en el fondo oceánico, como desechos de redes de arrastre, silenciosos, hundidos…

 

 

Una sardina o un sargo, en su vagabundeo por los océanos, se topa por casualidad con el Museo Atlántico, en la costa de Lanzarote, el primer proyecto museístico submarino de Europa.

El espacio recuerda a una nueva Atlántida y ha sido construido por el artista Jason deCaires Taylor. Acoge 300 piezas a 12 metros de profundidad. ¿Causa terror? ¿fascinación? ¿será una profecía? ¿qué pensarán los peces de todo esto?

Hijo de un inglés y de una guayanesa, este fotógrafo y escultor británico es un pionero en el land art subacuático. Una disciplina que consiste en intervenciones artísticas en la naturaleza. Nuestro pez no ve en esta rareza un museo. Es solo una casa, un nido donde depositar sus huevas.

 

El pez es intrascendente y nunca sueña más de lo necesario. El pez no percibe un rostro en la estatua; en su esférica e inmóvil pupila no alcanza a comprender el símbolo de cruzar el Rubicón, el río que pasó Julio César en su avance contra Roma (no hay marcha atrás) y que da título a una de estas instalaciones acuáticas.

 

 

Otra se titula La Balsa de Lampedusa, en memoria de los migrantes que intentan llegar a nuestras costas.

 

 

La siguiente, El inmortal. Ese hombre incapaz de imaginar que un día todo -incluso él mismo- acabará sumergido.

 

 

Nada sabe este pez sobre la decadencia, el renacimiento y la metamorfosis, conceptos que Jason deCaires Taylor busca transmitir con sus instalaciones que luego son moldeadas por las algas, los animales y las corrientes en un acto inconsciente que inventa nuevas criaturas fantásticas.

 

 

El pez vive en el presente marino, que es fluido y frío. Si te preguntas cómo es ese presente oceánico el escritor David Foster Wallace puede responderte:

Están dos peces nadando uno junto al otro cuando se topan con un pez más viejo nadando en sentido contrario, quien los saluda y dice, “Buen día muchachos ¿Cómo está el agua?”. Los dos peces siguen nadando hasta que después de un tiempo uno voltea hacia el otro y pregunta “¿Qué demonios es el agua?”

 

 

Las esculturas bajo el mar tienen la osadía de hablarnos del pasado, de lo perdido. También insinúan el futuro, la nueva Atlántida.

También narran de algún modo el suicidio de Foster Wallace.

 

 

Si pensamos que fueron creadas para el disfrute de los submarinistas –por 12 euros es posible bucear en este museo que se expande en dos mil metros cuadrados- nos equivocamos: las instalaciones están hechas para el gozo de los peces.

Los peces no entienden que el romanticismo y el apocalipsis puedan ser la misma cosa. Que un arrecife artificial pueda construirse con símbolos. Los peces no saben qué es el agua.

 

 

DeCaires Taylor levantó su primer parque escultórico en 2006, en los fondos de la Isla de Granada. Está considerado una de las 25 maravillas del mundo, según el National Geographic.

Los peces no leen revistas, viven en la maravilla innumerable, y deCaires Taylor quiere que nos fijemos en ella. Los peces solo nadan y besan.

 

 

El pez no necesita identificarse con la estatua. Pondrá sus huevas en la boca de esta escultura que acaba pareciéndose por el arte inconsciente de las algas a una criatura estadounidense.

 

 

Las esculturas de Jason deCaires están construidas con materiales neutros. Buscan que nos preocupemos por los océanos y son respetuosas con ellos.

Somos la especie más extraña que se ha bañado en el mar, por irrespetuosa, porque vemos caras donde otros nidos, y por tener que vivir preocupados al nadar contracorriente.

Si el ancestro común que compartimos con los peces hubiera previsto este lío nunca habría salido del agua. Mejor partirse la cara con los tiburones que olvidar que es más sencillo nadar y besar sin preguntarse qué es el agua y para qué sirve.

 

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