Su nombre es Warren Keelan y es capaz de detener el océano.
Solo el agua. El impulso. El impredecible giro. El segundo previo al harakiri final, cuando la ola se destripa a sí misma.
Este multi-premiado fotógrafo oceánico recrea estampas que me recuerdan al célebre grabado de Katsushika Hokusai, La gran ola de Kanagawa. Su cámara parece imitar el trabajo de los japoneses antiguos. Un australiano con sensibilidad zen.

La gran ola de Kanagawa. Autor: Katsushika Hokusai. Wikimedia Commons.
La ola aparece próxima a la catarsis, antes de regresar al anonimato del mar. Siempre me he preguntado si cada ola es única o solo una repetición de sí misma. Supongo que todas esperan al último acantilado. Si son únicas tendrán algo parecido a una personalidad; si tienen personalidad no me atrevo a ponerles nombre.
Keelan detiene el instante, tiene la habilidad del pintor japonés que practicaba la técnica de los ukiyo-e, las estampas o «pinturas del mundo flotante» que cubrían los carteles comerciales e invitaciones al teatro de hace unos siglos. Samuráis, geishas, campesinos bajo la lluvia y olas.
Momentos quietos en las pinturas, testigos de algo perdido.
Ha viajado por los siete mares y retratado estampas magníficas. Nada constantemente. Busca las playas por sus texturas. Juega al mismo juego que Zeus mediante el truco fotográfico, como si pudiera dirimir en la lucha de los titanes: Eolo, señor del viento, la levanta; Poseidón, en el sacude la Tierra, rey del mar, la impulsa. Keelan dispara.
En la fotografía ambos están en tablas.
Juego de lentes. Paciencia. Y culto a la luz. Así obtiene las olas como en un cuadro de Hokusai. Mundos flotantes. Suspendidas con la mejor sonrisa (las olas sonríen al revés). Su poder y fuerza, su energía y enigma, están en ese segundo antes de caer. Parecen seres míticos, caballos marinos.
Tengo la impresión de que los dioses son como niños.