Visitar el museo gracias a un robot

Primer acto: la vida plena

Brillaba la pareja, porque durante veinte años lo tuvieron todo: el calor de dos mamíferos bajo la manta, el silencio que nutre sin necesidad de palabras, la última caricia hasta el amanecer…

“Buenas noches, mi amor”.

Entonces despiertan en ese maldito día con una vida rota, hecha añicos, puesta del revés.

Segundo acto: la enfermedad que inhabilita

Una enfermedad horrible se instala en su casa, y devora las horas, turba los días. Se rompen los proyectos, muere la confianza. Ella está postrada en una silla de ruedas, pierde la dicción, la movilidad de la mano, la caricia es fría, inexacta. La enfermedad se lo ha llevado todo y la enclaustra en la habitación. Solo les queda la esperanza de cargar con el peso de la vida, hacer lo que se pueda con aquellas metas y sueños rotos. Las visitas a los museos, por ejemplo, ella que había estudiado en la Academia de Arte; las escapadas frecuentes a esos espacios que los enriquecían y unían, su rito íntimo que es ahora imposible.

Tercer acto: la mecánica que logra el milagro

Un robot, una cámara y una conexión a Internet. La imagen en el ordenador, la posibilidad de circular por la sala del museo gracias a este invento mecánico. El robot hace ahora de ojos, de pies, es el cuerpo teletransportado. A distancia, puede escuchar la voz de la guía: le recuerda que está en una sala hermosa, brillante, llena de luz. Su marido sonríe. La enfermedad parece menos enfermedad. “Puedes hacer zoom sobre la imagen del cuadro”, continúa la joven voluntaria situada frente al lienzo. Ella, en su casa, postrada en la silla, afirma que le gusta, y parece magia: su voz rebota de nuevo sobre los cuadros de Picasso, Max Ernst o Fernand Léger. Puede interactuar con otros visitantes. Ha vuelto al museo, algo que parecía imposible. Un museo que es accesible a las personas que han sido exiliadas por las múltiples enfermedades que los encierran y que sueñan con regresar a él cuando más lo necesitan. Este es el triunfo de la mecánica, y no los drones que asesinan, o las redes sociales que rebotan odio y estupidez.

Último acto: el museo pionero

Esta es la apuesta que ha hecho el museo Van Abbemuseum de Eindhoven, la posibilidad de visitar sus salas gracias a un robot que se desliza, y que puede circular por los espacios, detenerse en cada pieza, preguntar si es necesario. Los visitantes virtuales controlan el robot desde una consola en su casa. Dejan de ser exiliados. Pueden proyectarse hacia las zonas prohibidas, recuperar el espacio perdido. Son voz, son ojos, son posibilidad. Mide el invento 158 cm y pesa 70 kilogramos. Tiene una autonomía de ocho horas y dispone de un micrófono y un altavoz. Circula en silencio por la sala mostrando en la pantalla el rostro de ella. Es su cara, ha vuelto, sí, casi un espíritu cibernético, pero está allí, a través de esa ventana que transporta la máquina.

Puede que le falte el sentido del tacto pero recupera el sentido último: reencontrarse con esta ceremonia que había perdido, el espacio que atempera el mundo íntimo de quienes necesitan volver al exterior.

Viendo este avance, bueno se hace el dicho: si la tecnología no sirve a la humanidad, entonces la controla.

 

 

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