Fotografiarse sobre 500 bombas de Hiroshima

Digamos que es un desastre con atractivo: la posibilidad de visitar una ciudad modelo soviética capturada en el tiempo, encerrada en una burbuja militar, intocable porque continúa apestada de restos de radiación en la zona de exclusión. La cercanía del bosque rojo, cuyo nombre te recuerda a los colores primarios de la muerte.

Es la atracción por la fatalidad comprimida en un tag geográfico: #pripyat, la ciudad fantasma desde 1986. En Instagram exaltan los fotógrafos el concepto de “meca de la exploración urbana”. Etiquetan de este modo a Chernóbil​, un pequeño apocalipsis al alcance de los exploradores por un puñado de grivnas (la moneda de Ucrania).

Donde debería existir un extenso museo – aún hoy imposible por las marcas mortales de la explosión- hay turoperadores que cruzan a diario la barrera militar para mostrarles a los turistas cómo es Pripyat, la ciudad dormida entre las sábanas negras de un reactor incendiado, emblema del comunismo hoy rendido ante las masas arbóreas, los animales vagabundos y el silencio radioactivo. Ofrecen un día emocionante. La posibilidad de unas fotos únicas.

“Toque lo intacto. Sienta lo desconocido. Vea lo salvaje”.

Pripyat se ha convertido en el emblema de las fotografías de territorios abandonados, una moda, disciplina o pasión, que lleva a miles de personas a adentrarse en espacios olvidados, derruidos o prohibidos, con el objetivo de conseguir imágenes impactantes, poéticas, odas a la fragilidad de la prepotencia humana.

Exploring the exclusion zone of Chernobyl and its ghost town Pripyat. #flynordica

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Visité Pripyat el día de mi 30 cumpleaños, hace casi diez años. Nuestro guía era de Kiev, y se llamaba Alexei. Consideraba que tenía un buen trabajo teniendo en cuenta las condiciones económicas de una Ucrania que no consigue levantar cabeza. Estaba convencido de que los niveles de radiación eran seguros si te sabías mover por la zona; si eras como un gato atómico, conocedor de los secretos del laberinto de plutonio. Puede que tuviera razón, puede que no. Era extraño. Parecía su sistema algo precario, soviético. Supongo que esto se debía al hecho de haber contratado unos de los tours más baratos. Nunca me gustaron los gatos.

Alexei iba armado con el escudo de un contador de radiación Geiger, y a veces nos advertía en su exiguo inglés que era urgente largarse de ahí. Los niveles se aceleraban en el aparato protector. “Save”- “No save”. Nuestras coordenadas en ese territorio de amenazas invisibles. Rezo por el instinto felino.

Imagen del blog Hoja de Rutas. ©Jacobo Alcutén

Contador de radiación. Imagen del blog Hoja de Rutas. ©Jacobo Alcutén

Todavía existen bolsas de radiación que pueden fundir a un conejo. No hay ningún gobierno del mundo que recomiende cruzar la zona de exclusión. Sin embargo, el auge de este extraño turismo- la gira de la fatalidad, diremos- pudo convencer a las autoridades ucranianas de que no es peligrosa una visita de solo unas horas por el trastero del apocalipsis. La radiación en Pripyat, excepto en las cercanía del sarcófago nuclear, no es dañina para la salud humana, afirman las autoridades. Te recomiendan sin embargo lavar la ropa cuando abandones el territorio vallado. Nunca llevar pantalones cortos. Usar máscara en un territorio cuya equivalencia radiactiva fue la de 500 bombas de Hiroshima. Hay trabajadores que se encargan del mantenimiento del monstruo encerrado en hormigón, el reactor aún encendido. Existen ancianas perdidas en sus bosques que nunca quisieron marcharse de allí y que regresaron tiempo después pues eran demasiado viejas para temer a la radiación.

Imagen de Prypiat, del blog Hoja de Rutas. ©Jacobo Alcutén

Imagen de Pripyat, del blog Hoja de Rutas. ©Jacobo Alcutén

Al abandonar el espacio prohibido los militares te chequean con máquinas que no comprendes. Si no das positivo, sales. En caso contrario, te quedas. Le ocurrió a un fotógrafo que se atrevió a retratar el bosque rojo, me dijeron entonces, una de las áreas con mayor radiación fuera del reactor. Deberán desinfectarte si escuchas el pitido delator. Los gatos que habitan el área son gordos y expulsan bolas de pelo. Los hongos parecen desproporcionados. El musgo, verde eléctrico. Pero puede que esto ya fuera así antes del holocausto. Los animales salvajes han regresado. La biodiversidad se ha multiplicado, pero tienen problemas y algunos mueren prematuramente.

Mis recuerdos se nublan con el paso del tiempo y por la resaca con la que visité aquel lugar siniestro después de celebrar mi natalicio en Kiev. Recuerdo la noria que se repite en todas las fotografías (símbolo de toda perdida en el campo de juegos). Los autos de choque dispuestos hacia un impacto que no llegaría jamás. Recuerdo la estupidez al entrar en la escuela y fotografiarnos alzando libros soviéticos con nuestras manos desnudas, cuadernos que -supongo- debían albergar unos índices de radiación poco saludables. Recuerdo que Alexei desapareció en un momento de la visita y que nos dejó al libre albedrío, como conejos exploradores por una caída Atlántida: los pasillos, la piscina cubierta con su trampolín, la sala de actos, barricadas de sillas… Recuerdo que nos topamos después con otro tour en la plaza central, compuesto por japoneses, cubiertos con máscaras y trajes blancos, y entonces miré sorprendido a mis compañeros que iban como yo vestidos de calle, sin protección alguna, y a Alexei, solo cubierto por su vieja chaqueta, con aire despistado, fumando un cigarrillo. No lavamos la ropa hasta el final del viaje porque nadie nos dijo que fuera importante. Fue una temeridad, hoy lo siento así, pero no es mi estupidez la que me motiva a escribir: me lanza sobre las teclas aquella ignorancia aventurera que nos impregnó. Me ronda el 39 cumpleaños. No lo viviré en Chernóbil. Lo haré aquí, en una ciudad contaminada por enjambres de coches. Supongo que he madurado.

Гав-гав

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La reflexión necesaria vino días después, cuando por fin decidí informarme sobre los detalles (cosa que suelo hacer). Hablo del hecho de que aquella zona es mucho más que una aventura curricular, es la mortaja de una tragedia (200.000 víctimas mortales, 93.000 más por cáncer), la marca de un éxodo que consternó al mundo y que debería obligarnos a reconsiderar la amenaza nuclear y el precio del desarrollo.

Yo, como la mayoría de personas que visitan ese lugar fantasma (30.000 al año, según los turoperadores), estaba en la meca de la exploración urbana: un sitio único e irrepetible. Y es cierto, lo es. En qué territorio del mundo puedes encontrarte con una ciudad soviética tal como la dejaron sus habitantes (aunque saqueada durante lustros, comida por los bosques), un hogar del que tuvieron que huir sus 50 mil habitantes en cuestión de horas, que imagino atemorizados, nerviosos, rodeados por tipos hoscos armados y cubiertos por máscaras amenazantes, y ellos, los vecinos de la ciudad modelo, casi desnudos, cargando con sus ropas y enseres que les prohibirían después sacar de allí por estar contaminados, golpeados por el destino de aquellas luces que quebraron la madrugada con unos relámpagos iridiscentes en el día en que el reactor nuclear expulsó la naúsea que manchó sus sábanas para siempre.

Los viajes turísticos a Pripyat se anuncian hoy del siguiente modo: «34 horas emocionantes en la zona. La seguridad máxima: rutas seguras, dosímetro y respirador para usted. El guía inglés simpático. 279.00€».

Entiendo la curiosidad. Entiendo el viaje. También la simpatía del guía. Soy humano, un homínido estructurado por emociones en un sistema cableado que requiere hitos para justificar su insignificancia. Pero no dejo de pensar en que fuera precisamente la emoción y no la compresión el motor que nos hiciera cruzar una frontera militar, adentrarnos en un cementerio nuclear, puede que arriesgar nuestras vidas, y solo por el hecho de decir yo estuve allí, yo visité Chernóbil, hete aquí la fotografía.

Antes he dicho que Pripyat es un lugar único e irrepetible. Pero no es cierto. Busco en Instagram el tag de Fukushima. Quiero saber si este impulso aventurero ha llegado al corazón de la bestia. No encuentro las fotografías de la gira de la fatalidad. El desastre ocurrió en 2011. Fue un nuevo Chernóbil que quebró la promesa de que nunca más iba a volver a ocurrir esta tragedia. Más de seis años después algunos de sus habitantes han regresado bajo autorización gubernativa a los arrozales perdidos. Solo hallo esta postal de cómo eran los turistas antes de que se despertaran los espectros.

Buceando en la Red encuentro este vídeo, A Walk in Fukushima, de un colectivo japonés que ha creado esta pieza de 360 grados en la zona de exclusión para el proyecto Don’t Follow the Wind, que reúne a doce artistas y cineastas como respuesta al desastre nuclear. Pienso en los futuros posibles en que pudiéramos temer al viento, escenarios que debemos evitar antes de que el Reloj del Apocalipsis dé las 12. Porque después solo Vendrán lluvias suaves, como en el cuento de Bradbury, lluvias que mancharán las sábanas para siempre, y entonces, en el planeta Chernóbil, solo los extraterrestres disfrutarán de los selfies en las ruinas de nuestro campo de juegos.

3 comentarios

  1. Dice ser Gonzalo

    Deberíamos de abandonar la energía nuclear por su peligrosidad

    09 noviembre 2017 | 16:45

  2. Dice ser Gato

    Yo solo me pregunto por que en un relato sobre Chernobíl nos metes que no te gustan los gatos.
    Es como hablar de Plúton y soltar que no te gustan las gallinas.
    Tienes Belonefobia, miralo que dudo que sepas que es, tiene tratamiento.

    09 noviembre 2017 | 17:59

  3. Dice ser Mini

    Mientras que el civilizado extraño cierra las plantas de energía nuclear, en algunos países apenas están empezando a construir. ¡Lee las noticias de Bielorrusia! La situación es muy ambigua ya que Bielorrusia sufrió más a causa del desastre de Chernobyl

    10 noviembre 2017 | 17:35

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