Simon Stalenhag, ilustrador distópico para tiempos masoquistas

© Simon Stålenhag

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El receptor de televisión a punto de estallar y distribuir como un surtidor la excreción orgánico-sanguínea podría ilustrar alguno de los sueños —casi reales a estas alturas— del gran predictor JG Ballard (1930-2009), el escritor inglés que en más de cuarenta novelas y colecciones de relatos, diagnosticó con antelación los «tiempos masoquistas» acentuados por la desesperación, la psicosis y «la muerte del afecto» que estamos sufriendo.

La ilustración es del escandinavo Simon Stålenhag (Estocolmo, 1984) —su apellido en sueco incluye la letra å, no siempre admitida por los sistemas informáticos en otros idiomas (por eso no aparece en el titular)— , un artista gráfico que da forma plástica al género literario de la distopía o utopía perversa, el que más se acerca al pavor primario y mejor se amolda al angustioso siglo XX y al vacío (por exceso) XXI.

Considerado una de las grandes figuras del arte gráfico contemporáneo, la técnica del dibujo hiperrealista que domina con precisión, es secundaria en las ilustraciones de Stålenhag, que gravitan sobre el fondo antes que sobre la forma. Es un storyteller antes que un ilustrador al uso: la intensidad está en lo que sucede antes y después de la escena que tenemos ante los ojos. Sea lo que sea, estará dominado por la extrañeza.

© Simon Stålenhag

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En un mundo que parece ser el de ahora mismo —la normalidad en el vestuario, los automóviles, los agentes de policía, los edificios, la floresta que conquista los descampados…—, el ilustrador introduce naves espaciales alienígenas accidentadas, restos de construcciones que son sin duda ajenas a la civilización humana, comportamientos con distintos niveles de perturbación de seres solitarios que a menudo aparecen de espaldas o tan lejos como para que no podamos adivinar qué sienten, si es que sienten algo.

Falsamente aséptico —otra circunstancia que le acerca a la obra de tenebroso higienismo de Ballard—, Stålenhag, que siempre culmina sus dibujos con software computacional de ilustración, ha sabido como esquivar la narrativa vacía de los ilustradores hiperrealistas, abriendo los límites de las historias a la imaginación del espectador.

© Simon Stålenhag

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En las obras más recientes —el artista tiene un Tumblr donde acomoda buena parte de sus trabajos—, la alienación de los seres humanos ha alcanzado cotas extremas: cuerpos siempre enchufados a cables que proporcionan señal multisensorial para visores encargados de suministrar la experiencia de una vida que sólo se padece mediante la e-enajenación.

La obra del ilustrador sueco aparece ahora en libro en la antología Tales from the Loop, que se traduce por primera vez del sueco al inglés. Para seguir dedicándose al dibujo de sueños oscuros, el artista vende ilustraciones de todas sus series a través de esta página de Redbubble. También se dedica a la música minimal y en 2013 editó el disco Ripple Dot Extra.

Frente al mundo de pesadillas silenciosas, neuróticas y cercanas de Stålenhag, no es trivial aconsejar la lectura, siempre sobrecogedora por lo acertada y triunfalmente predictiva, del texto visionario de Ballard What I Believe (En lo que creo, 1984):

Creo en el poder de la imaginación para rediseñar el mundo, para liberar la verdad que vive dentro nuestro, para contener la noche, para trascender a la muerte, para encantar a las autopistas, para congraciar a los pájaros, para ganarnos la confianza de los locos.

Creo en mis propias obsesiones, en la belleza del choque de autos, en la paz del bosque sumergido, en la excitación de un balneario desierto, en la elegancia de los cementerios de automóviles, en el misterio de los estacionamientos para coches de varios pisos, en la poesía de los hoteles abandonados.

Creo en las pasarelas olvidadas de Wake Island, que apuntan al Pacífico de nuestras imaginaciones.

Creo en la misteriosa belleza de Margaret Thatcher, en el arco de sus fosas nasales y el brillo de su labio inferior; en la melancolía de los conscriptos argentinos heridos, en las sonrisas hechizadas del personal de las estaciones de servicio; en mi sueño sobre Margaret Thatcher siendo acariciada por ese joven soldado argentino en un motel olvidado, observados por un empleado de estación de servicio tuberculoso.

Creo en la belleza de todas las mujeres, en la perfidia de sus imaginaciones, tan cercana a mi corazón; en la unión de sus cuerpos desencantados con las encantadas cintas de las cajas de supermercado; en su cálida tolerancia a mis perversiones. Creo en la muerte del mañana, en un tiempo exhausto, en nuestra búsqueda de un nuevo tiempo en las sonrisas de las azafatas y los ojos cansados de controladores aéreos en aeropuertos fuera de temporada.

Creo en los órganos genitales de los grandes hombres y las grandes mujeres, en las posturas corporales de Ronald Reagan, Margaret Thatcher y Lady Di, en los dulces hedores que emanan de sus labios cuando se ponen frente a las cámaras de todo el mundo.

Creo en la locura, en la verdad de lo inexplicable, en el sentido común de las piedras, en la locura de las flores, en la enfermedad guardada para la humanidad por los astronautas del Apollo.

Creo en nada.

Creo en Max Ernst, Delvaux, Dalí, Tiziano, Goya, Leonardo, Vermeer, De Chirico, Magritte, Redon, Durero, Tanguy, Cheval, las Watts Towers, Boecklin, Francis Bacon, y todos los artistas invisibles que están en instituciones psiquiátricas del planeta.

Creo en la imposibilidad de la existencia, en el humor de las montañas, en el absurdo del electromagnetismo, en la farsa de la geometría, en la crueldad de la aritmética, en las intenciones asesinas de la lógica.

Creo en las mujeres adolescentes, en su corrupción por la propia postura de sus piernas, en la pureza de sus cuerpos desordenados, en los rastros de sus genitales dejados en baños de moteles gastados.

Creo en el vuelo, en la belleza del ala, y en la belleza de todo lo que alguna vez ha volado, en la piedra arrojada por el niño pequeño que lleva consigo la sabiduría de hombres de estado y parteras.

Creo en la amabilidad del escalpelo del cirujano, en la geometría sin límites de la pantalla de cine, en el universo oculto dentro de los supermercados, en la soledad del sol, en la cháchara de los planetas, en lo repetitivo de nosotros mismos, en la inexistencia del universo y el aburrimiento del átomo.

Creo en la luz que las grabadoras de video proyectan en las vidrieras de los negocios, en los conocimientos mesiánicos de los radiadores de los coches de showroom, en la elegancia de las manchas de aceite en los hangares de los 747 estacionados en aeropuertos.

Creo en la no existencia del pasado, en la muerte del futuro, en las infinitas posibilidades del presente.

Creo en la degeneración de los sentidos: en Rimbaud, William Burroughs, Huysmans, Genet, Celine, Swift, Defoe, Carroll, Coleridge, Kafka.

Creo en los diseñadores de las pirámides, del Empire State Building, del Fuehrerbunker de Berlín, en las pasarelas de Wake Island.

Creo en los olores corporales de Lady Di.

Creo en los próximos cinco minutos.

Creo en la historia de mis pies.

Creo en las migrañas, el aburrimiento de las tardes, el miedo a los calendarios, la traición de los relojes.

Creo en la ansiedad, la psicosis y la desesperación.

Creo en las perversiones, en el enamoramiento con los árboles, en las princesas, los primeros ministros, las estaciones de servicio abandonadas (más hermosas que el Taj Majal), las nubes y los pájaros.

Creo en la muerte de las emociones y el triunfo de la imaginación.

Creo en Tokio, Benidorm, La Grande Motte, Wake Island, Eniwetok, Dealey Plaza.

Creo en el alcoholismo, las enfermedades venéreas, la fiebre y la fatiga. Creo en el dolor. Creo en los chicos.

Creo en los mapas, los diagramas, los códigos, los juegos de ajedrez, los acertijos, la tabla de horarios de las aerolíneas, los indicadores de los aeropuertos. Creo en todas las excusas.

Creo en todas las razones.

Creo en todas las alucinaciones.

Creo en todas las furias.

Creo en todas las mitologías, recuerdos, mentiras, fantasías, evasiones.

Creo en el misterio y la melancolía de una mano, en la amabilidad de los árboles, en la sabiduría de la luz.

Jose Ángel González

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